– Pero, vamos muchachos -dije-, déjenme acabar mi trabajo, y hagan ustedes el suyo. ¿Díganme sus nombres? Mañana diré con mucho gusto a Danckelmann que se puede confiar en ustedes. ¡Sigan así!
No me acuerdo ya de sus nombres, sonaban algo así como Energía y Tenacidad. No conseguí que se pusieran firmes y entrechocaran los talones. Pero uno de ellos me devolvió el pase, y el otro apagó la linterna. El perro pastor se había mantenido todo el tiempo al margen. Cuando ya no los veía y el ruido de sus pasos se había perdido a lo lejos seguí mi camino. Los edificios bajos que había visto producían una impresión ruinosa. Algunas ventanas tenían los cristales rotos, algunas puertas colgaban inclinadas de los goznes, en ocasiones faltaba el techo. Evidentemente estaba previsto el derribo de toda la superficie. Pero la ruina se había detenido ante un edificio. Era también una construcción de ladrillo de un piso, con ventanas románicas y bóveda de cañón de chapa ondulada. Si uno de aquellos edificios era el hangar de Schmalz, tenía que ser ése.
Mi linterna encontró la pequeña puerta de servicio en la gran puerta corredera. Ambas estaban cerradas, la grande además se abría sólo por dentro. Al principio me negué a intentar el truco de la tarjeta de crédito, pero luego pensé que en la noche en cuestión, tres semanas atrás, probablemente Schmalz ya no tuvo en absoluto la fuerza y el ánimo para pensar en nimiedades como las cerraduras. Y, en efecto, con mi pase especial entré en el hangar. Con la rapidez del rayo tuve que cerrar la puerta. Energía y Tenacidad doblaban la esquina.
Me apoyé en la fría puerta de hierro y respiré hondo. Ahora estaba realmente sobrio. Y me seguía pareciendo bien la decisión de lanzarme espontáneamente a investigar en el recinto de las RCW Que el viejo Schmalz se hiriera una mano, tuviera una embolia y olvidara la partida de ajedrez el día en que Mischkey tuvo el accidente, no era mucho. Y que hubiera estado haciendo chapuzas aquí y allá con la furgoneta y que la chica de la estación junto al puente hubiera visto una furgoneta extraña, tampoco era una buena pista. Pero tenía que averiguarlo.
Por las ventanas entraba poca luz. Vi el contorno de tres furgones. Encendí la linterna y reconocí un viejo Hanomag, un Unimog y un Citroën. En efecto, se ven pocos como éstos circulando en nuestras carreteras. En la parte trasera del hangar había una gran mesa de trabajo. Avancé tanteando hacia allí. Entre las herramientas había un juego de llaves, una gorra y un paquete de cigarrillos. Me guardé el juego de llaves.
Sólo el Citroën estaba en condiciones de circular. En el Hanomag faltaban los cristales, el Unimog estaba alzado sobre tacos. Me senté en el Citroën y probé las llaves. Una entraba, y cuando me volví vi los pilotos encendidos. En el volante había sangre coagulada, y también el paño del asiento del copiloto estaba manchado de sangre. Me lo guardé. Cuando quise sacar la llave de contacto toqué un interruptor de palanca en el salpicadero. Tras de mí oí el zumbido de un motor eléctrico, por el retrovisor vi cómo se abrían las puertas de carga. Salí y fui hacia a la parte trasera.
20. NO SOLO UN ESTÚPIDO MUJERIEGO
Esta vez ya no me asusté tanto. Pero el efecto era igualmente impresionante. Ahora sabía lo que había pasado en el puente. Toda la parte trasera de la camioneta estaba cubierta con papel metálico reflectante, desde la hoja izquierda hasta la derecha, ambas abiertas. Un tríptico mortal. El papel estaba terso, sin arrugas o alabeos, y me vi reflejado en él como el sábado anterior en el espejo de la escalera de mi casa. Cuando Mischkey llegó al puente, allí estaba la camioneta detenida con la parte trasera abierta. Mischkey, enfrentado a los faros que de forma aparentemente repentina se dirigían a él en su carril, dio un volantazo hacia la izquierda, y luego perdió el control de su vehículo. De nuevo recordé la cruz del faro derecho del coche de Mischkey. No la había puesto Mischkey, sino el viejo Schmalz, que con ella reconoció en la oscuridad que tenía que abrir rápidamente las puertas traseras porque llegaba su víctima.
Oí golpes en la puerta del hangar.
– ¡Abran, seguridad de la empresa!
Energía y Tenacidad tenían que haber advertido la luz de mi linterna. El hangar, a lo que parecía, había sido a tal punto para uso exclusivo de Schmalz que los de seguridad no tenían llave. Me alegró comprobar que ninguno de los dos novatos conocía el truco de la tarjeta. A pesar de ello yo estaba en una trampa.
Me quedé con el número de matrícula y vi que habían quitado la marca oficial de identificación de las placas y las habían sujetado con alambre de cualquier manera. Encendí el motor mientras fuera golpeaban en la puerta con mayor energía y tenacidad, y retrocedí con la camioneta, que tenía la superficie reflectante extendida, hasta una distancia de un metro de la puerta. Luego cogí de la mesa una llave inglesa larga y pesada. Uno de mis perseguidores se lanzó contra la puerta.
Me pegué a la pared que estaba junto a la puerta. Ahora me hacía falta mucha suerte. Cuando calculé que vendría el siguiente golpetazo a la puerta, presioné hacia abajo el picaporte.
La puerta se abrió de golpe, con ella el primero de los guardias se precipitó al suelo del hangar. El siguiente se abalanzó tras él con la pistola en alto y se detuvo espantado ante su imagen en el espejo. Al perro pastor se le había enseñado a atacar a todo hombre que amenazara a su dueño con un arma en alto, y saltó contra el papel metálico, que se desgarró. Le oí aullar de dolor en la zona de carga de la camioneta. El primer guardia estaba aturdido en el suelo, el segundo todavía no entendía qué estaba pasando, yo aproveché la confusión, me escurrí por la puerta y me lancé a un sprint en dirección al barco. Había avanzado unos veinte metros sobre la zona de las vías, ya en la calle, cuando oí que Energía y Tenacidad se lanzaban en mi persecución: «¡Alto, deténgase o disparo!» Sus pesadas botas marcaban un compás veloz en el adoquinado, el jadeo del perro estaba cada vez más cercano y yo no tenía ningunas ganas de conocer la aplicación de las ordenanzas sobre el empleo de armas de fuego en el recinto de la fábrica. El Rin parecía frío. Pero no tenía otra elección y salté.
El salto de cabeza a toda velocidad me dio suficiente impulso como para permitirme salir de nuevo a la superficie después de un buen trecho. Volví la cabeza y vi en el muelle a los guardias de seguridad con el perro; dirigían la luz de la linterna al agua. La ropa me pesaba, y la corriente del Rin es fuerte; avancé penosamente.
– ¡Gerd, Gerd! -A la sombra del muro del muelle, Philipp dejó que el barco se deslizara aguas abajo y me llamaba entre susurros.
– ¡Aquí! -susurré yo a mi vez.
Pronto el barco estuvo junto a mí, Philipp me subió a bordo. En ese momento nos vieron Energía y Tenacidad. No sé qué querían hacer. ¿Disparar contra nosotros? Philipp encendió el motor y con un centelleante oleaje de proa viró hacia el centro del Rin. Agotado y temblando de frío, yo me quedé sentado en cubierta. Saqué del bolsillo el paño manchado de sangre.
– ¿Puedes hacerme otro favor y analizar qué sangre es ésta? Desde luego creo que lo sé, grupo O, Rh negativo, pero hay que ir sobre seguro.
Philipp rió sarcásticamente.
– ¿Por ese paño húmedo toda esta agitación? Pero vayamos cosas por orden. Ahora tú te vas abajo, te das una ducha caliente y te pones mi albornoz. En cuanto pasemos de largo la policía fluvial te preparo un grog.