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Cuando salí de la ducha ya estábamos a seguro. Ni la RCW ni la policía habían enviado una cañonera tras nosotros, y justo entonces Philipp se aprestaba a maniobrar para entrar en el brazo del Rin antiguo a la altura de Sandhofen. Aunque la ducha me había hecho entrar en calor, todavía temblaba. Había sido demasiado para mi edad. Philipp se había detenido en el antiguo atracadero y entró en la cabina.

– Mi querido amigo -dijo-. Me has dado un buen susto. Cuando he oído que los tipos golpeaban contra la puerta ya he imaginado que algo iba mal. Y no sabía qué hacer. Luego te he visto saltar. Todos mis respetos.

– Ah, sabes, cuando un perro bien entrenado te persigue no te paras a pensar si el agua está demasiado fría. Mucho más importante es que tú hayas hecho lo adecuado en el momento adecuado. Sin ti probablemente me habría ahogado, la única cuestión es si con una bala en la cabeza o sin ella. Me has salvado la vida. Me alegra de que no sólo seas un estúpido mujeriego.

Desconcertado, Philipp trajinaba de un sitio a otro en la cocina de la embarcación.

– Quizá me cuentes ahora qué se te ha perdido en la RCW

– Perdido nada, pero encontrado algunas cosas. Aparte de este asqueroso paño, he encontrado el arma homicida, probablemente también al asesino. De ahí el trapo húmedo. -Con el grog delante le conté a Philipp lo de la camioneta y su sorprendente equipamiento.

– Pero si eso de tirar a Mischkey por el puente es tan sencillo, ¿a qué responden las heridas del guarda veterano? -preguntó Philipp cuando acabé mi relato.

– Deberías haberte hecho detective privado. Eres rápido. Todavía no tengo la respuesta, a no ser que… -Pensé en lo que me había contado la dueña del local de la estación-. La mujer de la estación antigua oyó dos golpes, con poca diferencia. De repente lo vi claro. El coche de Mischkey quedó colgando en la barandilla del puente; entonces Schmalz senior con un gran esfuerzo le hizo perder su precario equilibrio, y así se lesionó. A causa de ese esfuerzo, al cabo de dos semanas, murió de un infarto. Sí, así es como debió de pasar.

– De este modo todo encajaría, también desde el punto de vista médico. Un golpe al romper la valla, otro al chocar contra las vías del tren. Si una persona mayor se excede puede ocurrir que le dé una pequeña embolia cerebral. Nadie se da cuenta hasta que el corazón deja de funcionar.

De repente me sentí muy cansado.

– A pesar de todo, todavía hay muchas cosas que no veo claras. Desde luego que no fue idea del viejo Schmalz matar a Mischkey. Y el motivo tampoco lo conozco. Llévame a casa por favor, Philipp. El burdeos lo bebemos otro día. Espero que no tengas tú problemas por mi escapada.

Cuando doblamos hacia la Sanhofenstrasse desde la Gerwigstrasse un coche patrulla con luz azul y sin sirena pasó a gran velocidad a nuestro lado en dirección ala dársena del puerto. Ni siquiera me volví.

21. LAS MANOS QUE REZAN

Tras una noche de fiebre ininterrumpida llamé a Brigitte. Vino enseguida, trajo quinina para la fiebre y gotas para la nariz, me masajeó la nuca, puso a colgar mi ropa para que se secara -yo la había dejado tirada la noche anterior en el pasillo-, preparó en la cocina algo que yo debía calentarme a mediodía, se fue, compró zumo de naranja, pastillas de glucosa y cigarrillos y dio de comer a Turbo. Estuvo laboriosa, competente y atenta. Cuando le pedí que se quedara un poco más sentada en el borde de la cama, tenía que irse ya.

Dormí casi todo el día. Philipp llamó y confirmó el grupo sanguíneo O y el Rh negativo. Por la ventana entraban en la penumbra de mi habitación los ruidos del tráfico del parque Augusta y el griterío de los niños que jugaban. Recordé días de enfermedad en la infancia, el deseo de jugar fuera con los otros niños, y al mismo tiempo el disfrute de la propia debilidad y de los mimos maternos. En el duermevela de la fiebre corría una vez y otra delante del perro pastor jadeante y de Energía y Tenacidad. El miedo que no había sentido la víspera, puesto que todo había sucedido con demasiada rapidez, se apoderó de mí. Tuve fantasías febriles sobre el asesinato de Mischkey y los motivos de Schmalz.

Hacia el atardecer me sentí mejor. La fiebre había bajado, y estaba débil pero con deseos de tomar el caldo con fideos y verdura que Brigitte había preparado, y después fumar un Sweet Afton. ¿Qué había de hacer a continuación con m¡ caso? El asesinato tiene que pasar a manos de la policía, aun suponiendo que la RCW extendiera el velo del olvido sobre los sucesos de la víspera, algo que yo podía imaginarme bien, nadie de la empresa volvería a informarme de nada. Llamé a Nägelsbach. Él y su mujer habían cenado y estaban en su estudio.

– Por supuesto que puede venir por aquí. También puede escuchar con nosotros Hedda Gabler, estamos precisamente en el tercer acto.

Colgué una nota en la puerta de mi casa para tranquilizar a Brigitte en el caso de que se pasara por allí para verme. El viaje a Heidelberg fue malo. Mi lentitud y la rapidez del coche armonizaban a duras penas.

Los Nägelsbach viven en una de las casitas de la colonia de Pfaffengrund, que data de los años veinte. El cobertizo, inicialmente pensado para gallinas y conejos, Nägelsbach lo había convertido en su estudio, con una gran ventana y lámparas claras. La tarde era fresca, y en la estufa sueca de hierro ardían algunos leños. Nägelsbach estaba sentado en una silla de la altura de un taburete de bar, y sobre la amplia mesa iban adquiriendo forma de cerillas las Manos que rezan de Durero. Su mujer leía en voz alta en el sillón que estaba junto a la estufa. Éste fue el perfecto cuadro idílico que se ofreció a mi vista cuando llegué al estudio por la puerta trasera del jardín y miré por la ventana antes de llamar con los nudillos.

– ¡Dios mío, qué mal aspecto tiene! -La señora Nägelsbach me cedió el sillón y se sentó en un taburete.

– Debe de tener muchas ganas de desahogarse cuando viene en este estado -me saludó Nägelsbach-. ¿Le molesta que esté presente mi mujer? Yo se lo cuento todo, también las cuestiones profesionales. Las normas de discreción no son para matrimonios sin hijos, que sólo se tienen el uno al otro.

Mientras yo hablaba, Nägelsbach seguía trabajando. No me interrumpió. Al final de mi relato permaneció un rato silencioso, luego apagó la luz de su mesa de trabajo, se volvió a nosotros con su silla alta y dijo:

– Di al señor Selb cuál es la situación.

– Con lo que nos acaba de contar, la policía quizá consiga una orden de registro para el hangar viejo. Dentro quizá encuentren todavía el Citroën. Pero ya no que dará nada sospechoso, nada de papel metálico reflectante, nada de tríptico mortal. Por lo demás, muy bonita la forma como lo ha descrito usted. Bien, y luego la policía puede interrogar a algunos miembros del personal de seguridad y a la viuda de Schmalz y a todos los que ha nombrado, pero ¿qué conseguirá con eso?

– Así es, y naturalmente yo puedo pedirle a Herzog que haga todo lo posible en este caso, y él puede intentar poner en juego sus relaciones con seguridad de la empresa, sólo que eso no cambiará nada. Pero eso ya lo sabe usted, señor Selb.

– Sí, ahí también he llegado yo con mis reflexiones. A pesar de ello, pensaba que a lo mejor a usted se le ocurría algo, que quizá la policía todavía puede hacer algo, que… Ah, no sé ya lo que pensaba. No me parece bien que el caso tenga que acabar así.

– ¿Tienes alguna idea del móvil? -La señora Nägelsbach se dirigió a su marido-. ¿No se puede hacer algo en ese sentido?

– Con lo que sabemos hasta ahora sólo puedo imaginarme que algo ha salido mal. Algo así como en la historia que me has leído hace poco. La RCW está contrariada con Mischkey, y la situación es cada vez más incómoda, y entonces algún responsable dice: «Bien, ya basta», y su subordinado se lleva un susto y por su parte transmite esto: «Preocúpese de que Mischkey nos deje en paz, aguce el ingenio», y el que recibe este mensaje quiere mostrar su eficiencia y aguijonea a sus subordinados y les estimula para que se les ocurra algo, que puede ser tranquilamente algo extraordinario, y al final de esta larga serie hay uno que piensa que lo que de él se exige es que mate a Mischkey.