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– Pero el viejo Schmalz estaba jubilado y ya no estaba por la labor -observó su mujer.

– Difícil decirlo. Cuántos policías conozco yo que también después de la jubilación se siguen sintiendo policías.

– Por Dios -le interrumpió ella-, no irás a…

– No, no iré a. Quizá Schmalz senior era uno de esos que se sienten siempre en servicio. Lo que quiero decir con todo esto es que aquí no tiene que haber un móvil del crimen en el sentido clásico. El asesino es meramente órgano ejecutor sin motivo, y el que tenía el móvil no quería necesariamente un asesinato. Éstos son los efectos y, a fin de cuentas, la finalidad de las jerarquías de mando. También conocemos esto en la policía, en el ejército.

– ¿Quieres decir que podría hacerse más si el viejo Schmalz estuviera vivo todavía?

– Bueno, de entrada el señor Selb no habría llegado tan lejos. No se habría enterado de nada de la lesión de Schmalz, no habría estado buscando en el hangar viejo y desde luego no habría encontrado allí la furgoneta del crimen. Las huellas habrían sido borradas largo tiempo atrás. Pero bueno, supongamos que hubiéramos averiguado lo que sabemos por otros caminos. No, no creo que hubiéramos sacado nada del viejo Schmalz. Tiene que haber sido un hueso muy, muy duro de roer.

– Pero eso no puede ser, Rudolf. Oyéndote, se diría que el último eslabón es el único de esas cadenas de mando al que se puede echar el guante. ¿Y todos los demás han de quedar como inocentes?

– Que sean inocentes es una cuestión, y que se les pueda echar es otra. Mira, Reni, naturalmente yo no sé si algo ha salido mal o si más bien ha sido la cadena la que estaba de tal modo engrasada que todos sabían de qué se trataba pero nadie debía decirlo. Pero si estaba engrasada así, en cualquier caso no se puede demostrar.

– ¿Hay que aconsejar entonces al señor Selb que hable con uno de los grandes jerifaltes de la RCW para que se haga una idea de lo que pasó?

– Tampoco eso serviría para la persecución del delito. Pero tienes razón, eso es lo último que le queda por hacer.

Me venía bien la forma como los dos, con su juego de preguntas y respuestas, aclaraban cosas sobre las que yo no podía reflexionar debidamente en mi estado de magullamiento. Me quedaba pendiente por tanto una conversación con Korten.

La señora Nägelsbach preparó una infusión de verbena, y hablamos de arte. Nägelsbach nos contó lo que le excitaba realizar las manos que rezan. Las reproducciones plásticas usuales las encontraba no menos empalagosas que yo. Precisamente de ahí venía su deseo de alcanzar la noble sobriedad del modelo dureriano mediante la estructura rigurosa de las cerillas.

Al despedirnos me prometió que verificaría la matrícula del Citroën de Schmalz.

La nota para Brigitte todavía colgaba de la puerta de mi casa. Ya estaba en cama cuando me llamó.

– ¿Estás mejor? Siento no haber podido pasar otra vez a verte, sencillamente me ha resultado imposible. ¿Cómo ves el fin de semana? ¿Crees que estarás en condiciones de venir a cenar mañana a mi casa? -Algo no iba bien. Su alegría sonaba forzada.

22. TÉ EN LA GALERÍA

El sábado por la mañana encontré un mensaje de Nägelsbach y otro de Korten en el contestador automático. La matrícula que tenía el Citroën del viejo Schmalz había sido asignada cinco años antes a un funcionario de correos de Heidelberg para un Volkswagen escarabajo. De su desguazado predecesor procedía presumiblemente la matrícula que yo había visto. Korten preguntaba si no quería pasar el fin de semana por su casa de la Ludolf-Krehl -Strasse. También me pedía que le llamara.

– Mi querido Selb, me alegro de que hayas llamado. ¿Tomamos un té en la galería esta tarde? Has organizado algún alboroto en nuestras dependencias, he oído. Y pareces acatarrado, pero no me sorprende, ja, ja. Estás en buena forma, todos mis respetos.

A las cuatro estaba en la Ludolf-Krehl -Strasse. Para Inge, en el caso de que fuera todavía Inge, llevaba un ramo de flores otoñal. Me quedé contemplando con admiración la puerta de entrada, la cámara de vídeo y el interfono. Constaba de un auricular telefónico al extremo del largo cable, que el chofer podía coger de una pequeña cabina junto a la puerta y llevarlo hasta el coche a su jefe. Cuando quise entrar en mi coche, con el auricular oí a Korten que hablaba con la irritada paciencia con que se reconviene a un niño travieso:

– ¡No hagas tonterías, Selb! El funicular ya va a recogerte.

Mientras subía tenía ante mí el paisaje de Neuenheim, la llanura del Rin y, al fondo, los bosques del Palatinado. Era un día claro, y pude distinguir las chimeneas de la RCW Su humo blanco se perdía inocentemente en el cielo azul.

Korten, con pantalones Manchester, camisa de cuadros y una chaqueta informal de punto, me saludó cordialmente. En torno a él brincaban dos perros zorreros.

– He hecho poner la mesa en la galería, ¿no tendrás frío? Puedo dejarte una chaqueta, si quieres; Helga me tricota una tras otra.

Estábamos de pie, y disfrutábamos de la perspectiva.

– ¿Es aquella de allá abajo tu iglesia?

– ¿La iglesia de San Juan? No, nosotros pertenecemos a la iglesia de la Paz de Handschuhsheim. Me han hecho presbítero. Una bonita tarea.

Helga llegó con la cafetera, y yo me desembaracé de mis flores. A Inge sólo la había conocido fugazmente y tampoco sabía si había muerto, si se había separado o sencillamente se había ido. Helga, la nueva mujer o la nueva amante, se le parecía. La misma alegría, la misma falsa modestia, la misma satisfacción por mi ramo de flores. El primer trozo de tarta de manzana lo comió con nosotros.

– Seguro que querréis estar solos. -Como debe ser le dijimos que no. Y como debe ser se fue a pesar de ello.

– ¿Puedo comer otro trozo del pastel? Está delicioso.

Korten se reclinó en el sillón.

– Estoy seguro de que tuviste una buena razón para asustar a nuestros guardias la noche del jueves. Si no te importa, me gustaría saberla. Hace poco que por así decir te introduje en la fábrica y ahora, al conocerse tu escapada, me ha tocado recibir miradas de asombro.

– ¿Qué relación tenías con el viejo Schmalz? En su entierro se leyó una despedida personal tuya.

– No era eso lo que buscabas en el cobertizo. Pero bueno, le conocía mejor y me gustaba más que todos los demás de seguridad. En tiempos, en los años oscuros, uno trataba con colaboradores sencillos de los que ya no se ven.

– Él mató a Mischkey. Y en el hangar encontré la prueba de ello, el arma homicida.

– ¿El viejo Schmalz? No mataría ni a una mosca. Qué cosas se te ocurren, mi querido Selb.

Sin mencionar a Judith y sin entrar en detalles le informé de lo sucedido.

– Y si me preguntas qué me va a mí en todo ello, entonces te recordaré nuestra última conversación. Te pido que procedas con suavidad con Mischkey, y poco después está muerto.

– ¿Y qué razón, qué móvil podría tener el viejo Schmalz para hacer una cosa así?

– De eso hablaremos enseguida. Primero me gustaría saber si tienes alguna pregunta sobre el desenlace del asunto.

Korten se levantó y empezó a andar con pasos fatigosos de un lado a otro.

– ¿Por qué no me llamaste inmediatamente ayer por la mañana? Entonces quizá hubiéramos podido encontrar en el hangar de Schmalz más pistas sobre lo ocurrido. Ahora es demasiado tarde. Estaba pendiente desde hacía semanas, ayer derribaron el complejo de edificios con el hangar viejo. Ésta ha sido también la razón por la que hablé personalmente con el viejo Schmalz hace cuatro semanas. Intenté explicarle tomando una copita que por desgracia no podíamos dejarle el viejo hangar, y tampoco la vivienda en la fábrica.