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– Tu voz no suena muy bien. ¿Qué has encontrado?

– Te recojo a las diez.

Preparé el café, saqué de la nevera la mantequilla, los huevos y el jamón ahumado, piqué cebolla y cebollino, calenté la leche para Turbo, exprimí tres naranjas, puse la mesa y me hice dos huevos fritos con jamón y cebolla levemente dorada. Cuando los huevos estaban a punto distribuí por encima el cebollino. El café ya estaba listo.

Me quedé un buen rato sentado ante el desayuno sin tocarlo. Poco antes de las diez tomé un par de sorbos de café. Le puse los huevos a Turbo y me fui.

Cuando llamé, Judith bajó de inmediato. Tenía buen aspecto con su loden de cuello subido, todo lo bueno que podía ser el aspecto de quien era desdichada.

Dejamos el coche en las oficinas del puerto y caminamos entre dependencias de ferrocarril y viejas naves de almacenamiento a lo largo de la Rheinkaistrasse. Bajo el ciclo gris de septiembre todo estaba de una tranquilidad dominical. Los tractores John Deere estaban allí como si esperaran el comienzo de la misa de campaña.

– Empieza ya de una vez.

– ¿Ha mencionado Firner algo de mi tropiezo con los vigilantes de la empresa el jueves por la noche?

– No. Creo que se ha enterado de mi relación con Peter.

Empecé con la conversación que habíamos tenido la víspera Korten y yo, me extendí más con la cuestión de si el viejo Schmalz había actuado como último eslabón de una cadena de mando que funcionaba bien, si en su megalomanía se había creído el salvador de la empresa o si había sido utilizado, y tampoco ahorré detalles sobre el asesinato en el puente. Dejé claro que entre lo que sabía y lo que era demostrable había un largo trecho.

Judith caminaba junto a mí con paso seguro. Había encogido los hombros y con la mano izquierda mantenía cerrado el cuello del abrigo contra el viento norte. No me había interrumpido. Pero entonces dijo con una risa suave que me afectó más que si hubiera llorado:

– Sabes, Gerhard, es tan absurdo todo esto. Cuando te encargué que descubrieras la verdad, pensé que me ayudaría. Pero ahora me siento más desvalida que antes.

Envidié a Judith por lo inequívoco de su tristeza. Mi tristeza estaba impregnada de la impotencia que había experimentado, del sentimiento de culpa por haber provocado la muerte de Mischkey, si bien involuntariamente, de la sensación de haber sido objeto de un abuso y de un improcedente orgullo por haber llevado tan lejos la resolución del caso. También me entristecía que el caso nos hubiera unido al principio a Judith y a mí, para después liarnos de tal manera que ya nunca podríamos aproximarnos con naturalidad.

– ¿Me enviarás la factura?

No había entendido que Korten quería pagar mis investigaciones. Cuando se lo expliqué, se retrajo todavía más y dijo:

– Cuadra bien con este caso. También cuadraría que me ascendieran nombrándome secretaria jefe de Korten. Qué asco me da todo esto.

Entre la nave de almacenamiento con el número 17 y la del número 19 giramos a la izquierda y llegamos al Rin. Enfrente se encontraba el alto edificio de la RCW. El Rin fluía amplio y tranquilo.

– ¿Qué debo hacer ahora?

Yo no tenía respuesta. Si al día siguiente era capaz de presentar a Firner documentos para firmar como si nada hubiera pasado, entonces se las arreglaría.

– Lo terrible es también que Peter esté ya tan lejos en mi interior. En casa he retirado todo lo que me recordaba a él porque me dolía mucho. Pero ahora siento frío en mi ordenada soledad.

Caminamos Rin abajo. De pronto se volvió a mí, me agarró del abrigo, me sacudió y gritó:

– ¡No podemos conformarnos con esto sin más! -Con la mano derecha describió un arco amplio, que comprendía toda la fábrica de enfrente-. No deben salirse con la suya.

– No, no deben, pero lo harán. Los poderosos siempre se han salido con la suya. Y en este caso a lo mejor ni siquiera fueron los poderosos, sino un Schmalz megalómano.

– Pero precisamente eso es el poder, que ya no haya que actuar porque se encuentra a un megalómano cualquiera que lo hace. Pero eso no disculpa al poder.

Intenté explicarle que yo no quería disculpar a nadie, pero que sencillamente no podía seguir adelante con las investigaciones.

– Así que tú también eres un cualquiera que hace el trabajo sucio para los poderosos. Será mejor que te vayas, yo sola encontraré el camino.

Reprimí mi impulso de dejarla plantada, y en lugar de ello dije:

– Eso es una locura. La secretaria del director de la RCW está reprochando que trabaje para la RCW al detective que ha cumplido un encargo para la RCW Qué arrogancia.

Seguimos andando. Al cabo de un rato me cogió del brazo.

– Antes, cuando pasaba algo malo siempre tenía la sensación de que las cosas se arreglarían. La vida, me refiero. Incluso después de mi separación. Ahora sé que nunca será como antes. ¿Conoces la sensación?

Asentí.

– ¿Sabes?, de verdad que me haría bien caminar un poco sola. Vete tranquilamente. No pongas esa cara de preocupación, no voy a hacer ninguna tontería.

Desde la Rheinkaistrasse miré otra vez hacia atrás. Todavía no se había movido. Miraba la RCW, el recinto aplanado de la fábrica antigua. El viento empujaba un saco de cemento vacío por la calle.

Tercera parte

1. UNA PIEDRA MILIAR EN LA ADMINISTRACIÓN DE JUSTICIA

Tras un veranillo de San Martín largo y dorado irrumpió bruscamente el invierno. No recuerdo un noviembre más frío.

No trabajé mucho entonces. Las investigaciones en el caso Sergej Mencke avanzaban con lentitud. La compañía de seguros se andaba con remilgos a la hora de mandarme a América. El encuentro con el coreógrafo había tenido lugar en un rato libre del ensayo y me había ilustrado acerca de danzas indias, que precisamente estaban ensayando: pero por lo demás tan sólo había descubierto que a algunos les gustaba Sergej, a otros no, y que el coreógrafo pertenecía a estos últimos. Durante dos semanas el reuma me incomodó a tal punto que no me encontré en condiciones de hacer nada que excediera el esfuerzo que imponen las necesidades diarias. Por lo demás, salía mucho de paseo, a menudo a la sauna y al cine, acabé de leer Enrique el verde, que había abandonado en verano, y oí cómo crecía el pelaje de invierno de Turbo. También un sábado me encontré con Judith en el mercado. Ya no trabajaba en las RCW, vivía del subsidio de desempleo y echaba una mano en la librería de mujeres Jantipa. Nos prometimos que nos veríamos, pero ni ella ni yo dimos el primer paso. Con Eberhard reproducía las partidas del campeonato del mundo entre Kárpov y Kaspárov. Cuando estábamos en la décima partida, llamó Brigitte desde Río de Janeiro. Había zumbidos y murmullos en la línea, apenas la entendí. Creo que dijo que me echaba de menos. No me servía de nada.

Diciembre empezó con unos días inesperados de föhn [13]. El 2 de diciembre el Tribunal Constitucional Federal anunció la inconstitucionalidad del registro directo de datos de emisiones que había sido introducido por Baden-Württemberg y Renania-Palatinado.

Se censuraba la vulneración de la autonomía empresarial en el plano de la información y del derecho al establecimiento y al ejercicio de sus actividades de las empresas industriales, pero al cabo hacía que la regulación fracasara en las cuestiones de competencia. El conocido editorialista del Frankfurter Allgemeine Zeitung celebraba la sentencia como piedra miliar de la administración de Justicia, puesto que, después de todo, la Ley de Protección de Datos había hecho saltar las cadenas de la mera protección del ciudadano para adquirir las dimensiones de la protección de la empresa. Sólo entonces, según el editorialista, manifestaba el dictamen sobre el censo de población su madura grandeza.

Me hubiera gustado saber qué ocurriría con la lucrativa actividad paralela de Gremlich. ¿Le seguiría remunerando la RCW por así decir como durmiente? También me preguntaba si Judith habría leído la información de Karlsruhe y qué le habría pasado por la cabeza en tal caso. Se da medio año antes aquella sentencia, y no se habría producido la conexión entre Mischkey y la RCW