– Mi marido no era muy hábil en la vida y tampoco muy valiente. No tenía ideas, o no quería tenerlas, sobre lo que pasaba a su alrededor o sobre lo que le esperaba a él mismo.
– ¿Vivió usted también aquella época en la RCW?
– Conocí a Karl durante la deportación a Auschwitz, en 1941. Y luego le volví a ver después de la guerra. Yo soy flamenca, sabes, y al principio me pude esconder en Bruselas, hasta que me cogieron. Yo era una mujer guapa. Hicieron experimentos médicos con mi cuero cabelludo. Creo que eso me salvó la vida. Pero en 1945 yo estaba vieja y calva. Tenía veintitrés años.
Un día, uno de la fábrica y otro de las SS fueron a ver a Weinstein. Le habían dicho lo que tenía que declarar ante la policía, el fiscal y el juez. Se trataba de sabotaje, de un manuscrito que había encontrado él en el escritorio de Tyberg, de una conversación entre Tyberg y un colaborador que él, se suponía, había escuchado.
Vi de nuevo ante mí cómo condujeron entonces a Karl Weinstein a mi despacho, él en su traje de recluso, para hacer su declaración.
– Al principio no quiso. Todo era falso, y Tyberg no había sido malo con él. Pero le hicieron ver que lo machacarían. A cambio ni siquiera le prometieron la vida, sino tan sólo que podría sobrevivir un poco más. ¿Puedes imaginártelo? Luego a mi marido lo trasladaron y, sencillamente, fue olvidado en otro campo de concentración. Nosotros nos habíamos puesto de acuerdo sobre dónde nos encontraríamos en el caso de que todo aquello pasara. En Bruselas, en la Grand Place. Luego, por casualidad, yo fui allí, en la primavera de 1946; ya no pensaba en absoluto en él. Él me había esperado allí desde el verano de 1945. Me reconoció inmediatamente, aunque me había vuelto ya una mujer calva y vieja. ¿Quién puede resistir algo así? -Se rió.
No me atreví a decirle que Weinstein había hecho su declaración ante mí. Tampoco pude decirle por qué para mí era aquello tan importante. Pero yo tenía que saberlo. Así que le pregunté:
– ¿Está usted segura de que su marido hizo entonces una declaración falsa?
– No entiendo, le he contado a usted lo que él me dijo. -Se volvió distante-. Váyase -dijo-, váyase.
3. DO NOT DISTURB
Descendí por la colina y llegué a los muelles y naves de almacenamiento de la bahía. Hasta donde alcanzaba la vista no había taxis, autobuses ni estaciones de metro. Ni siquiera sabía si en San Francisco había metro. Tomé la dirección en que veía los bloques altos de casas. La calle no tenía nombre, sólo un número. Por delante de mí circulaba lentamente un Cadillac negro y pesado. Cada pocos pasos se detenía, un negro con traje de seda rosa descendía, aplastaba hasta dejarla lisa una lata de cerveza o de Coca-cola y la hacía desaparecer en una gran bolsa de plástico azul. A algunos cientos de metros vi una tienda. Cuando me acerqué advertí que estaba enrejada como una fortaleza. Entré para comprar un sándwich y un paquete de Sweet Afton. Las mercancías estaban detrás de rejas, la caja me recordó la ventanilla de un banco. No conseguí el sándwich, y nadie sabía lo que era Sweet Afton, y me sentí culpable aunque no había hecho nada. Cuando abandoné la tienda con un cartón de Chesterfield, un tren de mercancías pasó de largo ante mí por medio de la calle.
En los muelles encontré un establecimiento de alquiler de coches y elegí un Chevrolet. El asiento delantero sin separación me había hechizado. Me recordó el Horch en cuyo asiento delantero me introdujo en el amor la mujer de mi profesor de latín. Con el coche me dieron un plano de la ciudad con la indicación de 49 Mile Drive. Lo seguí sin dificultad gracias a las señales que había por todos lados. Junto a los acantilados encontré un restaurante. A la entrada tuve que avanzar en una cola hasta que me llevaron a una mesa junto a la ventana.
La niebla se elevaba sobre el Pacifico. El espectáculo me cautivó, como si tras la niebla que se rasgaba pudiera resultar visible al instante la costa de Japón. Comí un filete de atún, una patata envuelta en papel de aluminio y ensalada iceberg. La cerveza se llamaba Anchor Steam y sabía casi como la cerveza ahumada del Schlenkerla de Bamberg. La camarera estaba atenta, llenaba la taza de café constantemente sin que se lo pidiera y preguntaba si todo estaba bien y de dónde venía. También ella conocía Alemania; una vez había visitado a su amigo en Baumholder.
Después de comer salí a estirar las piernas, estuve subiendo de un lado para otro en los arrecifes y de repente vi ante mí, más bello que el recuerdo que tenía de él por las películas, el puente Golden Gate. Me quité el abrigo, lo doblé, lo puse sobre una piedra y me senté encima. La costa descendía en picado, por debajo de mí se cruzaban veleros de colores y un buque de carga seguía tranquilamente su ruta.
Me había propuesto vivir en paz con mi pasado. Culpa, expiación, entusiasmo y ceguera, orgullo y cólera, moral y resignación: todo eso lo había integrado yo en un ingenioso equilibrio. Así, el pasado se habla vuelto abstracto. Ahora la realidad me había alcanzado y ponía en peligro mi equilibrio. Naturalmente que como fiscal había dejado que me manipularan, esto lo aprendí despues de la catástrofe. Uno puede preguntarse si hay formas de manipular mejores o peores. Sin embargo, de pronto para mí no era lo mismo haber cometido una falta por ponerme al servicio de una cosa pretendidamente grande y mala o que, por el contrario, haberme dejado utilizar como un estúpido peón, para el caso también como un caballero, en el tablero de ajedrez de una intriga pequeña y mezquina que todavía no entendía.
¿Adónde conducía exactamente lo que me había contado la señora Hirsch? Tyberg y Dohmke, contra quienes yo instruí la causa entonces, habían sido declarados culpables sólo en base a la declaración falsa de Weinstein. Bajo cualquier punto de vista, también el nacionalsocialista, la sentencia había sido un fallo errado, y mi instrucción había sido una instrucción errada. Se me había engañado con un complot cuyas víctimas habían de ser Tyberg y Dohmke. Mis recuerdos se hicieron más nítidos. En el escritorio de Tyberg se habían encontrado documentos ocultos que evidenciaban la existencia de un plan prometedor y de gran importancia para el desarrollo de la guerra, que en un principio había sido impulsado por Tyberg y su grupo investigador y que luego por lo visto fue interrumpido. Los acusados habían insistido una y otra vez ante mí y el tribunal en que no hubieran podido seguir al mismo tiempo dos líneas de investigación con perspectivas de éxito. Según ellos, habían abandonado temporalmente una de ellas, para retomarla más tarde. Todo había permanecido bajo estricto secreto, y su descubrimiento habría sido también tan excitante que ellos lo habían mantenido oculto con el celo del científico. Sólo por esa causa se explicaría que hubiera sido ocultado en el escritorio. Quizá les hubiera podido salir bien, pero Weinstein reveló una conversación entre Dohmke y Tyberg en la que ambos se mostraron de acuerdo en no dar curso al descubrimiento con objeto de provocar un rápido final de la guerra, incluso al precio de la derrota alemana. Y ahora resultaba que no había habido tal conversación.
La historia del sabotaje suscitó entonces gran indignación. El segundo punto de la acusación, relativo a relaciones raciales ilícitas, no me pareció convincente ya entonces; mis investigaciones no habían encontrado ningún punto de apoyo en el sentido de que Tyberg hubiera tenido relaciones con una trabajadora forzada judía. También se le condenó a muerte por ello. Estuve reflexionando sobre quién en las SS y quién con responsabilidad en el sector económico pudo haber tramado el complot.
Sobre el puente Golden Gate discurría continuamente el tráfico. ¿Adónde iba toda aquella gente? Conduje hasta el acceso a la autopista, aparqué el coche bajo el monumento al constructor y fui caminando hasta mitad del puente. Yo era el único peatón. Miré hacia abajo, al Pacífico, que relucía metálicamente. Por debajo de mí zumbaban grandes coches con insensible regularidad. Un frío viento silbaba entre los cables de soporte. Yo estaba helado.