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Estábamos sentados en su gabinete de trabajo y bebíamos jerez. Él leía todavía la Neue JuristischeWochenschrift.

– Pero el Selb no viene únicamente para hacer una visita a su viejo juez. -Sus ojitos de cerdo brillaron taimados.

– ¿Se acuerda de la causa Tyberg y Dohmke? ¿Finales de 1943, principios de 1944? Yo instruí entonces el sumario, Södelknecht era el representante de la acusación y usted presidía el tribunal.

– Tyberg y Dohmke… -pronunció los nombres algunas veces como para sí-. Claro, fueron condenados a muerte, y en el caso de Dohmke también fue ejecutada la sentencia, Tyberg escapó a la ejecución. Sí, y llegó lejos el hombre. Y fue un hombre de mundo, ¿o vive todavía? Lo encontré una vez en una recepción en la Solitude, bromeamos sobre los viejos tiempos. Comprendió que entonces todos nosotros teníamos que cumplir con nuestro deber.

– Lo que yo quisiera saber…, ¿el tribunal recibió entonces señales de arriba en lo que respecta al desenlace del procedimiento, o fue un proceso completamente habitual?

– ¿Por qué le interesa eso a Selb? ¿Y qué está cociendo ahora?

La pregunta tenía que llegar, claro. Le hablé de un contacto fortuito con la señora Müller y de mi encuentro con la señora Hirsch.

– Sencillamente, quisiera saber lo que ocurrió entonces y qué papel he desempeñado yo.

– Para una revisión nunca será suficiente lo que la mujer le ha contado. Si Weinstein viviera todavía…, pero bueno. Tampoco lo creo. Uno tiene su criterio, y cuanto más me acuerdo, más seguro vuelvo a estar de que el fallo fue correcto.

– ¿Y hubo señales de arriba? No me malinterprete, señor Beufer. Los dos sabemos que el juez alemán supo mantener su independencia también bajo condiciones extraordinarias. A pesar de ello, repetidamente se intentó ejercer influencia desde algunas partes interesadas, y me gustaría saber si en este procedimiento hubo parte interesada.

– Ah, por qué no dejará Selb en paz esas viejas historias. Pero si es que quiere saberlo para la tranquilidad de su alma… Por aquella época me llamó Weismüller algunas veces, el que era entonces director general. Lo que él pretendía es que se cerrara el caso y que cesaran las habladurías sobre la RCW Quizá justo por eso le pareciera bien la condena de Tyberg y Dohmke. Porque, claro, no hay nada que cierre un caso tan radicalmente como una ejecución rápida. Que Weismüller tuviera interés en la condena por otros motivos… Ni idea, a decir verdad no lo creo.

– ¿Eso fue todo?

– Weismüller sin duda tenía relación con Södelknecht todavía entonces. El defensor de Tyberg había presentado a alguien de la RCW como testigo de descargo que en el estrado habló casi como si su propia vida estuviera en juego; Weismüller se interesó por él. Espere, el hombre también ha llegado lejos…, sí, Korten es su nombre, el actual director general. Así que tenemos juntos a todos los directores generales. -Se rió.

¿Cómo había podido yo olvidarlo? Yo mismo me sentí contento entonces de no tener que mezclar a mi amigo y cuñado en el procedimiento, pero después fue llamado por la defensa. Me alegró, porque Korten había trabajado tan estrechamente con Tyberg que su participación en el proceso habría podido arrojar sospechas asimismo sobre él, en cualquier caso perjudicando su carrera.

– ¿Sabía entonces el tribunal que Korten y yo éramos cuñados?

– Dios mío. Jamás lo hubiera pensado. Pero entonces aconsejó usted mal a su cuñado. Defendió con tal vehemencia a Tyberg que poco faltó para que Södelknecht lo apresara en el acto. Muy decente, demasiado decente, a Tyberg no le sirvió de nada. Es algo que deja mal sabor de boca, que un testigo de la defensa no sepa decir nada sobre los hechos y sólo pueda extenderse en amistosas generalidades sobre el acusado.

No tenía nada más que preguntar. Bebí el segundo jerez que me sirvió, y estuve charlando sobre colegas que conocíamos ambos. Luego me despedí.

– El Selb, que vuelve a seguir a su olfato de sabueso. Claro, porque es ella la que no le deja, la justicia. ¿Se dejará ver otra vez por casa del viejo Beufer? Me alegraría.

Sobre mi coche había diez centímetros de nieve reciente. La quité, tuve suerte y descendí seguro la colina hasta la carretera nacional, y en la autopista seguí a una quitanieves en dirección norte. Había oscurecido. La radio del coche anunciaba embotellamientos y se oían hits de los años sesenta.

6. PATATAS, COL BLANCA Y MORCILLA CALIENTE

La espesura de la nieve hizo que me saltara la salida de Mannheim en el cruce de Walldorf. Después la máquina quitanieves se quedó en un aparcamiento, y me sentí perdido. Conseguí llegar sin embargo hasta el restaurante de Hardtwald.

De pie en el establecimiento, esperaba con mi café a que cesara la nevada. Miraba los copos que bailaban. De pronto las imágenes del pasado cobraron vida.

Fue una tarde de agosto o septiembre, en 1943. Klara y yo habíamos tenido que dejar nuestra vivienda de la Werderstrasse y nos acabábamos de mudar a la Bahnhofstrasse. Korten había venido a cenar. Había patatas, col blanca y morcilla caliente. Korten estaba entusiasmado con la nueva vivienda, hizo alabanzas a Klara por la comida y yo me sentía molesto porque él sabía lo lamentablemente que cocinaba ella y porque no podía habérsele escapado que las patatas tenían demasiada sal y la col estaba a medio quemar. Luego, Klara nos dejó solos fumando en el salón durante casi una hora.

Precisamente entonces acababan de llegar a mi mesa las actas de Tyberg y Dohmke. A mí no me convencían los resultados de la investigación policial. Tyberg era de buena familia, había querido ir al frente y sólo contra su voluntad se había quedado en la RCW por la importancia para la guerra de sus trabajos de investigación. No me lo podía imaginar como saboteador.

– Conoces a Tyberg. ¿Qué piensas de él?

– Un hombre intachable. Todos estamos horrorizados de que él y Dohmke, nadie sabe por qué, hayan sido detenidos en el trabajo. Miembro del equipo nacional alemán de hockey en 1936, condecorado con la medalla del Profesor Dehmel, un químico de talento, un colega apreciado y un superior admirado. Bueno, de verdad que no entiendo lo que vosotros, los de la policía y la fiscalía, os habéis imaginado.

Le expliqué que una detención no es una condena y que ante un tribunal alemán nadie sería condenado a no ser que existieran las pruebas necesarias. Éste era un tema recurrente entre nosotros desde nuestra época de estudiantes. Korten había encontrado entonces en los bouquinistes un libro sobre sentencias judiciales erróneas famosas y discutía conmigo noches enteras sobre si la justicia humana podía evitar esos errores. Yo había defendido esa postura; Korten, por el contrario, adoptaba el punto de vista de que hay que vivir con sentencias judiciales erróneas.

Me acordé de una tarde de invierno de nuestra época de estudiantes en Berlín. Klara y yo íbamos en trineo por Kreuzberg y luego estábamos invitados a merendar en casa de Korten. Klara tenía diecisiete años, mil veces la habla visto, en tanto que hermana pequeña de Ferdinand, sin fijarme nunca en ella, y si la había llevado conmigo en el trineo era sólo porque me lo había estado pidiendo con zalamerías. En realidad, yo esperaba encontrarme con Pauline en el tobogán, ayudarla tras una caída o poder defenderla de los sucios pilluelos de Kreuzberg. ¿Había estado Pauline? En cualquier caso, de pronto sólo tuve ojos para Klara. Llevaba una chaqueta de piel y un chal de colores, y sus rizos rubios volaban, y en sus mejillas encendidas se derretían los copos. Camino de su casa nos besamos por primera vez. Klara tuvo primero que convencerme para que subiera con ella a merendar. Yo no sabía cómo debía comportarme frente a ella en presencia de los padres y el hermano. Cuando más tarde me fui, me acompañó con un pretexto hasta la puerta y me dio un beso en secreto.