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Me quedé pensando.

– No te preocupes -dijo-, de eso me encargo yo. ¿Cuándo salimos?

– ¿Para cuándo puedes organizar como muy pronto una cita con Tyberg?

– ¿El domingo? ¿El lunes? No puedo decirlo. A lo mejor está en las Bahamas.

– Fija la cita para cuanto antes, y entonces nos vamos.

8. VAYA USTED A LA TERRAZA SCHEFFEL

El profesor Kirchenberg se mostró dispuesto a recibirme de inmediato en cuanto oyó que se trataba de Sergej.

– El pobre muchacho, y usted quiere ayudarle. Pues pásese cuanto antes por aquí. Yo estaré toda la tarde en el Palais Boisserée.

Por los informes de prensa del llamado proceso de los germanistas yo sabía todavía que el Palais Boisserée albergaba el Seminario de Germanística de la Universidad de Heidelberg. Los profesores se sentían sucesores legítimos de sus primitivos ocupantes principescos. Cuando lo profanaron estudiantes rebeldes, con ayuda de la justicia se les dio un castigo ejemplar.

Kirchenberg era especialmente principesco-profesoral. Tenía una ligera calva y un rostro saturado y rosáceo, usaba lentes de contacto, y pese a su tendencia a la corpulencia se movía con elegancia saltarina. Para saludarme tomó mi mano entre las suyas.

– ¿No es realmente estremecedor lo que le ha pasado a Sergej?

Repetí mis preguntas sobre estado de ánimo, planes profesionales, situación financiera.

Se recostó en el respaldo del sillón.

– Serjoscha ha quedado marcado por una juventud difícil. Entre los ocho y los catorce años residió en Roth, una plaza militar gazmoña de la Franconia; fue un martirio para el niño. Un padre que sólo podía vivir su homosexualidad con esa virilidad militar, la madre laboriosa como una abeja, muy bondadosa, débil como una mimosa. Y el tap, tap, tap -golpeó con los nudillos en el escritorio- de los soldados que a diario llegaban y se iban. Escuche esto atentamente. -Hizo un gesto con una mano que me ordenaba silencio, y siguió golpeando con la otra. Lentamente fue cesando el ruido de la mano. Kirchenberg suspiró-. Sólo junto a mí ha podido asumir esos años.

Cuando abordé la sospecha de que se autolesionara, Kirchenberg se puso fuera de sí.

– Eso sí que me hace reír. Sergej tiene una relación muy afectuosa con su propio cuerpo, casi narcisista. Con todos los prejuicios que circulan sobre nosotros los maricones, cuando menos debiera comprenderse que cuidamos nuestro cuerpo con más esmero que el heterosexual corriente. Nosotros somos nuestro cuerpo, señor Selb.

– ¿Así que Sergej era de veras maricón?

– Otro a priori -dijo Kirchenberg casi compasivo-. Usted nunca ha estado en la terraza Scheffel leyendo a Stefan George. Hágalo alguna vez. Entonces quizá sienta usted que el homoerotismo no es una cuestión de ser, sino de devenir. Sergej no lo es, se está volviendo.

Me despedí del profesor Kirchenberg y, ascendiendo hacia el castillo, pasé por casa de Mischkey. También me quedé un momento en la terraza Scheffel. Tenía frío. Por lo demás, no sucedía nada, acaso sin Stefan George no podía suceder nada.

En el Café Gunde ya tenían en el mostrador las pastitas de anís típicas de Navidad. Compré una bolsa quería sorprender a Judith en el viaje a Locarno.

En mi oficina todo fue viento en popa. En información telefónica me dieron el número de la parroquia católica de Roth; el vicario interrumpió muy gustosamente los preparativos de su sermón para decirme que el jefe de los boy scouts de San Jorge en Roth era desde siempre Joseph Maria Jungbluth, maestro de oficio. Poco después pude hablar por teléfono con el maestro Jungbluth, y dijo que con gusto me recibiría al día siguiente, después de comer, para charlar sobre el pequeño Siegfried. Judith había establecido con Tyberg una cita para el domingo a primera hora de la tarde, y decidimos viajar el sábado.

– Tyberg tiene curiosidad por verte.

9. ASí QUE SOLO QUEDÁBAMOS TRES

Con la autopista nueva se viaja de Mannheim a Nuremberg en realidad en dos horas. La salida Schwabach/ Roth se encuentra treinta kilómetros antes de Nuremberg. Algún día Roth se encontrará en la autopista Augsburgo-Nuremberg. Pero eso ya no lo veré yo.

Por la noche había nevado. Durante el viaje tenía la elección entre dos carriles, el muy utilizado de la derecha y uno estrecho para adelantar. Pasar junto a un camión era una aventura entre balanceos. Tras tres horas y media de viaje llegué. En Roth hay algunas casas de paredes entramadas, algunas construcciones de cantería, una iglesia evangélica y una católica, tabernas que se han adaptado a las necesidades de los soldados y muchos cuarteles. Ni siquiera un patriota local podría designar Roth como perla de la Franconia. Era poco antes de la una, y yo buscaba un restaurante. En el Ciervo Rojo, que se había resistido a la tendencia al fast food y que hasta había conservado su antigua disposición, cocinaba el propio dueño. Pregunté a la camarera por algún plato bávaro. No entendió mi pregunta.

– ¿Bávaro? Estamos en Franconia.

Así que pregunté por un plato franconio.

– Todos -dijo-. Toda la carta es Franconia. El café también. -Gente servicial la de allí. Pedí al buen tuntún saure Zipfel con patatas salteadas y también una cerveza negra.

Las saure Zipfel son salchichas, pero no se asan, sino que se calientan hasta la ebullición en una mezcla de vinagre, cebollas y especias. Y es así como saben. Las patatas salteadas estaban deliciosamente picantes. La camarera se ablandó y me indicó el camino hasta la Allersberger Strasse, donde vivía Jungbluth.

Jungbluth me abrió la puerta de paisano. En mi fantasía me lo había imaginado con medias hasta la rodilla, pantalón corto marrón, pañuelo azul al cuello y un sombrero de boy scout de alas amplias. Ya no se acordaba del campamento de boy scouts en que el pequeño Mencke había llevado puesta una venda auténtica o falsa y de esa forma se había librado de fregar. Pero recordaba otras cosas.

– Le gustaba escurrir el bulto a Siegfried. También en la escuela, donde lo tuve en los dos primeros cursos. Sabe, era un niño introvertido. Y también era un niño miedoso. Yo desde luego no entiendo nada de medicina, aparte, naturalmente, de los primeros auxilios que requieren mis funciones como maestro y jefe de hoy scouts. Pero pienso que se necesita valor para autolesionarse, y no creo que Siegfried tuviera ese valor. Su padre ya es de otra pasta.

Me acompañaba a la puerta cuando se le ocurrió algo más.

– ¿Quiere ver fotos? -En el álbum ponía 1968, las imágenes mostraban distintos grupos de boy scouts, tiendas, fogatas de campamento, bicicletas. Vi a niños cantando, riendo y haciendo muecas, pero también vi en sus ojos que el jefe de boy scouts Jungbluth les había hecho posar-. Éste es Siegfried.

Me mostró a un niño rubio y más bien flaco, de rostro reservado. Algunas fotografías después lo descubrí otra vez.

– ¿Qué le pasaba aquí en la pierna? -Tenía la pierna izquierda enyesada.

– Cierto -dijo el maestro Jungbluth-. Ésa fue una historia desagradable. Durante medio año el seguro de accidentes intentó imputarme negligencia en el ejercicio de mis tareas de control. Y sin embargo Siegfried se cayó de un modo muy estúpido cuando visitábamos la cueva de Pottenstein, y se rompió la pierna. Yo no puedo estar en todas partes. -Me miró reclamando mi aprobación. Se la di con gusto.

De vuelta a casa hice balance. No quedaba mucho por hacer en el caso Sergej Mencke. Todavía quería echar un vistazo a la tesis doctoral de la asistente de Philipp, y para el final había reservado la visita a Sergej en la clínica. Estaba harto de todos, de maestros, capitanes, profesores de germanística maricones, de todo el ballet y también de Sergej, incluso antes de verle. ¿Estaba cansado de mi oficio? Ya en el caso Mischkey había quedado por debajo de mis estándares profesionales, y antes no habría perdido a tal punto las ganas con un caso como me sucedía ahora con Mencke. ¿Debía dejarlo todo? ¿De verdad que quería vivir más de ochenta años? Podría pedir a la compañía de mi seguro de vida que me hicieran efectivo el pago; con eso me alimentaría doce años. Decidí hablar a principios de año con mi asesor fiscal y agente de seguros.