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Iba conduciendo en dirección Oeste, hacia el sol poniente. Hasta donde podía ver la nieve brillaba rosácea. El cielo era de un azul pálido, de porcelana. De las chimeneas de los pueblecitos y ciudades pequeñas de Franconia por los que pasaba ascendía el humo. La luz acogedora de las ventanas despertaba viejas nostalgias de protección. Añoranza de ninguna parte.

Philipp estaba todavía de servicio cuando a los siete pregunté por él en su departamento.

– Willy ha muerto -me saludó abatido-. Ese tonto. Morirse hoy por un apéndice perforado es sencillamente ridículo. No entiendo por qué no me ha llamado; tiene que haber sufrido dolores tremendos.

– Sabes, Philipp, después de la muerte de Hilde el año pasado a menudo tuve la sensación de que en el fondo no quería seguir viviendo.

– Qué maridos y viudos más idiotas. Bastaba con que me dijera una sola palabra, yo conozco mujeres que le hacen a uno olvidar a cualquier Hilde. Por cierto, ¿qué ha sido de tu Brigitte?

– Anda por Río de Janeiro. ¿Cuándo es el entierro?

– Dentro de una semana. A las dos en el cementerio central de Ludwigshafen. He tenido que hacerme cargo de todo. ¿Estás de acuerdo con una lápida de piedra arenisca roja y un pequeño mochuelo encima? Vamos a ponernos de acuerdo tú, Eberhard y yo para que sea enterrado como es debido.

– ¿Has pensado ya lo de las esquelas? Y tenemos que avisar al decano de su antigua facultad. ¿Puede hacerlo tu secretaria?

– Conforme. Me gustaría ir contigo, seguro que vas a comer. Pero no puedo irme ahora; no olvides la tesis doctoral.

Así que sólo quedábamos tres. Fui a casa y abrí una lata de sardinas. Ese año quería probar con latas de sardina en aceite para mi árbol de Navidad y tenía que empezar la colección. Ya era casi demasiado tarde para lograr un número suficiente de ellas para Navidad. ¿Debería invitar el siguiente viernes por la tarde a Philipp y Eberhard a una comida funeral con sardinas en aceite?

«Fracturas producidas por puertas» tenía cincuenta páginas. El trabajo se basaba en una combinación sistemática de puertas y roturas. La introducción contenía una representación gráfica que consignaba en abscisas las distintas puertas causantes de roturas y en ordenadas las fracturas provocadas por puertas. En la mayor parte de los ciento noventa y seis cuadrados había cifras que indicaban con qué frecuencia la correspondiente combinación se había presentado en el hospital municipal de Mannheim en los últimos veinte años.

Busqué la columna «Puerta de coche» y la línea «Fractura de tibia». En la intersección encontré el número dos, al final del texto las anamnesis pertinentes. Aunque eran anónimas, en una de ellas reconocí la de Sergej. La otra era del año 1972. Un caballero excitado había ayudado a su dama a subir al coche y había cerrado demasiado pronto la puerta. El informe sólo podía mencionar un caso de autolesión. Un orfebre fracasado había querido hacerse de oro asegurándose el pulgar de la mano derecha y rompiéndoselo a continuación. En el sótano de las calderas había puesto la mano derecha en el marco de la puerta de hierro, que luego había cerrado con la izquierda. El asunto fracasó porque, tras haber cobrado de la compañía de seguros, el individuo había fanfarroneado con el golpe dado. Declaró a la policía que ya de niño se arrancaba los dientes de leche flojos con un hilo fijando un extremo al picaporte de una puerta y el otro al diente. Esto le dio la idea.

La decisión de llamar por teléfono a la señora Mencke y preguntarle por los métodos que tenía el pequeño Siegfried para extraerse los dientes la dejé para otro momento.

La víspera había estado demasiado cansado para ver Flashdance, que había cogido en un local de alquiler de vídeos de la Seckenheimer Strasse. Ahora lo puse. Después de ello estuve bailando bajo la ducha. ¿Por qué no me había quedado más tiempo en Pittsburgh?

10. COGED AL LADRÓN

Judith y yo hicimos la primera parada. Salimos de la autopista para entrar en la ciudad y aparcamos en la plaza de la catedral. Estaba nevada, sin adornos navideños perturbadores. Recorrimos los pocos pasos que nos separaban del Café Spielmann, encontramos una mesa en la ventana y ante nosotros tuvimos la vista del Rin y del puente con la capillita en medio.

– Ahora cuenta con detalle cómo lo has organizado todo con Tyberg -le pedí a Judith cuando nos sirvieron el muesli, que allí preparan con verdadera exquisitez, con mucha nata y sin excesivos copos de avena.

– Cuando tuve que atenderle durante los actos del aniversario, me invitó a visitarle si iba a Locarno. He vuelto sobre ello, y le he dicho que tenía que llevar en coche a mi tío, ya mayor -puso tranquilizadoramente su mano sobre la mía-, que quiere buscar algún alojamiento de vacaciones para personas de la tercera edad junto al lago Maggiore. Enseguida he añadido que conoce a mi tío de los años de la guerra. Y entonces nos ha invitado a los dos para mañana a tomar el té. -Judith estaba orgullosa de su jugada diplomática. Yo tenía mis reservas.

– ¿No me echará en el acto si reconoce en mí al desagradable fiscal nacionalsocialista? ¿No habría sido mejor habérselo dicho sin rodeos?

– También lo he pensado, pero entonces tal vez ni siquiera habría permitido que entrara en su casa el desagradable fiscal nacionalsocialista.

– ¿Y en realidad por qué tío ya mayor y no amigo ya mayor?

– Eso suena a amante. Creo que a Tyberg le gustaba como mujer, y quizá no me recibiría si supiera ya que además venía conmigo. Eres un detective privado sensible.

– Sí. Estoy dispuesto con gusto a asumir la responsabilidad de haber sido el fiscal de Tyberg. Pero ¿tengo que confesar luego a renglón seguido que soy tu amante y no tu tío.

– ¿Me lo preguntas a mí? -Lo dijo rápidamente y en un tono altivo, pero al mismo tiempo sacó su labor de punto, como si se prepara para una conversación más extensa.

Encendí un cigarrillo.

– Siempre me has interesado como mujer, y ahora me pregunto si para ti soy sólo el viejecito inofensivo, una especie de tío asexuado.

– ¿Qué pretendes ahora? «Siempre me has interesado como mujer.» Si antes te interesé, déjalo estar. Si te intereso ahora, entonces reconócelo. Siempre prefieres asumir la responsabilidad pasada que la presente. -Empate, la pelota en medio.

– No tengo ninguna dificultad en reconocer que me interesas, Judith.

– Sabes, Gerd, por supuesto que te veo como hombre, y también me gustas como hombre. La cosa no ha ido nunca tan lejos como para que haya querido dar el primer paso. Sobre todo en las últimas semanas. Pero ¿cuáles son los pasos tortuosos que das tú, si es que los das? «No tengo ninguna dificultad en reconocer», y estás teniendo las mayores dificultades ya sólo con pronunciar esa frase retorcida y cautelosa. Venga, sigamos el viaje. -Enrolló la manga del jersey que había empezado sobre las agujas y luego pasó por encima algo más de hilo.

No sabía qué decir. Me sentía humillado. Hasta Olten no cruzamos ni una palabra.

Judith había encontrado en la radio el concierto de violonchelo de Dvorák y hacía punto.

¿Qué me había humillado en el fondo? Después de todo, Judith sólo me había restregado por la cara lo que yo mismo había experimentado en los últimos meses: la falta de claridad en mis sentimientos con respecto a ella. Pero lo había hecho con frialdad, con su forma de citarme me sentía puesto en evidencia como un gusano que se retuerce en su anzuelo. Se lo dije a la altura de Zofingen.