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Dejó caer la labor de punto en el regazo y miró un buen rato la autopista ante ella.

– He vivido eso tan a menudo en mi trabajo como secretaria de dirección, hombres que quieren algo de mí pero que no actúan debidamente. Les hubiera gustado tener algo conmigo, pero al propio tiempo no quieren que pase nada. Y lo organizan también así, de forma que se pueden retirar inmediatamente, en última instancia sin implicarse. Vi que eso mismo sucedía contigo. Das un primer paso, que quizá no lo es en absoluto, haces un gesto que no te cuesta nada y con el que no arriesgas nada. Hablas de humillación… Yo no te he querido humillar. Ah, mierda, por qué sólo puedes ser sensible para tus propias heridas. -Volvió la cabeza. Sonaba como si estuviera llorando. Pero yo no podía verlo.

A la altura de Lucerna oscureció. Cuando llegamos a Wassen ya no me apetecía seguir conduciendo. La autopista estaba despejada, pero empezó a nevar. Conocía el Hôtel des Alpes de anteriores viajes al Adriático. En la recepción todavía estaba la jaula con la corneja india. Cuando nos vio, cotorreó: «Coged al ladrón, coged al ladrón.»

Para cenar tomamos ternera troceada con patatas laminadas hechas a la sartén a la manera de Zurich. Durante el viaje habíamos empezado a discutir si el éxito ha de forzar al artista a menospreciar al público. Röschen me había hablado de un concierto de Serge Gainsbourg en París, con un público que había aplaudido con mayor gratitud cuando peor era tratado por Gainsbourg. Desde entonces me ocupaba la cuestión, y luego había ido a mayores e hizo que me preguntara si se puede envejecer sin menospreciar a las personas. Durante mucho rato Judith había rechazado cualquier relación entre éxito artístico y menosprecio humano. Con el tercer vaso de Fendant transigió.

– Tienes razón, Beethoven al final estaba sordo. La sordera es la expresión consumada del menosprecio al propio entorno.

En una habitación individual monacal dormí profundamente y sin interrupciones. Por la mañana temprano partimos hacia Locarno. Cuando salimos del túnel de San Gotardo, el invierno había pasado.

11. SUITE EN SI MENOR

Llegamos hacia mediodía, tomamos habitaciones en un hotel junto al lago y comimos en el mirador acristalado, con vistas a veleros multicolores. El sol se dejaba sentir muy intensamente tras los cristales. Yo estaba agitado con la idea de ir a tomar el té en casa de Tyberg. Un funicular azul lleva de Locarno a Monti. A medio camino, donde la cabina que sube se encuentra con la que baja, hay una parada, Madonna del Sasso, un famoso santuario que no es bello, pero está situado en un bello lugar. Fuimos hasta allí caminando por el vía crucis, empedrado con grandes guijarros redondos. El resto de la ascensión nos lo ahorramos y tomamos el pequeño funicular.

Seguimos las muchas vueltas de la carretera hasta la casa de Tyberg, situada en una pequeña plaza donde también estaba la oficina de correos. Nos encontrábamos ante un muro con sus buenos tres metros que descendía hasta la carretera y sobre el cual discurría una verja de hierro forjado. El pabellón en una esquina y los árboles y matorrales de detrás de la verja permitían reconocer la posición elevada de la casa y el jardín. Tocamos el timbre, abrimos la maciza puerta, subimos la escalera hasta el jardín delantero y apareció ante nosotros una casa sencilla, pintada de rojo y de dos pisos. Junto a la entrada había una mesa y sillas de jardín de las que se ven en las cervecerías. La mesa estaba llena de libros y manuscritos. Tyberg se desembarazó de la manta de pelo de camello y vino hacia nosotros, de gran estatura, con andares levemente inclinados hacia delante, cabello blanco completo, barba cuidada, canosa y corta, y cejas abundantes. Llevaba gafas para leer, por encima de las cuales nos miraba con unos ojos azules y curiosos.

– Querida señora Buchendorff, qué bien que se haya acordado de mí. Y éste es su señor tío. Bienvenido también a Villa Sempreverde. Ya nos conocíamos, me ha contado su sobrina. No, déjelo -me detuvo cuando yo iba a empezar a hablar-, ya me acordaré. Estoy trabajando precisamente en mis memorias -señaló la mesa-, y me gusta ejercitar la memoria.

Nos condujo al jardín trasero a través de la casa.

– ¿Paseamos un poco? El mayordomo está preparado el té.

El camino del jardín nos llevaba monte arriba. Tyberg preguntó a Judith por su estado de salud, por sus proyectos y por su trabajo en la RCW. Tenía una manera tranquila y agradable de hacer las preguntas y de mostrar a Judith su interés con pequeñas observaciones. A pesar de ello me desconcertó la frecuencia con que Judith, por supuesto que sin mencionar mi nombre o mi papel en ello, habló de su baja en la RCW. Y asimismo me desconcertó la reacción de Tyberg. No se mostró escéptico en lo tocante a las explicaciones de Judith, ni indignado con ninguno de los citados, desde Mischkey a Korten, y tampoco manifestó pesar o condolencia. Sin más, se estaba poniendo al corriente con atención de lo que le contaba Judith.

El mayordomo trajo pastas con el té. Estábamos sentados en una gran sala con piano que Tyberg llamaba el cuarto de música. La conversación había llegado a la situación económica. Judith hizo malabarismos con capital y trabajo, input y output, balanza de comercio exterior y producto social bruto. Tyberg y yo coincidimos en la tesis de la balcanización de la República Federal de Alemania. Me dio la razón con tal velocidad que al principio temí haber sido mal interpretado en el sentido de que hay demasiados turcos. Pero también él estaba pensando en que los trenes cada vez circulan menos y son más impuntuales, que correos trabaja cada vez menos y merece menos confianza y que la policía cada vez es más impertinente.

– Sí -dijo pensativo-, además hay tantos reglamentos que los mismos funcionarios no los toman en serio, y los aplican según su gusto y su capricho a veces con rigor, a veces con negligencia, y a veces no los aplican en absoluto. Es sólo una cuestión de tiempo que el cohecho rija el gusto y el capricho. A menudo pienso en el tipo de sociedad industrial que saldrá de ahí. ¿La burocracia feudal posdemocrática?

Me gustan esas conversaciones. Lástima que a Philipp, por más que a veces lea un libro, en último extremo sólo le interesan las mujeres, y que el horizonte de Eberhard no vaya más allá de las sesenta y cuatro casillas. Willy pensaba en amplias perspectivas evolucionistas y había acariciado la idea de que en el próximo Eón los pájaros se harían cargo del mundo, o lo que los seres humanos dejen de él.

Tyberg me examinó largamente.

– Naturalmente. Como tío de la señora Buchendorff no tiene por qué apellidarse también Buchendorff. Usted es el fiscal jubilado doctor Selb.

– Jubilado no, excluido en 1945.

– Excluido a la fuerza, supongo -dijo Tyberg.

Yo no quería dar explicaciones. Judith lo advirtió e intervino.

– Excluido a la fuerza tampoco significa mucho. La mayoría volvieron. Éste no es el caso del tío Gerd, no porque no hubiera podido, sino porque no quiso.

Tyberg siguió mirándome inquisitivamente. No me sentía bien en mi piel. ¿Qué se dice cuando uno está sentado frente a alguien a quien se estuvo a punto de ejecutar en base a una instrucción defectuosa? Tyberg quería saber más.

– Así que usted ya no quiso ser fiscal después de 1945. Eso me interesa. ¿Cuáles fueron sus motivos?

– Una vez que intenté explicar eso a Judith, fue de la opinión de que mis motivos habían sido de naturaleza más estética que moral. A mí me repugnó la actitud que mostraron mis colegas cuando fueron readmitidos y después, la ausencia de toda conciencia de la propia culpa. Bien, yo hubiera podido hacer que se me readmitiera con otra actitud y con la conciencia de la culpa. Pero de esa forma me hubiera sentido como un outsider y entonces preferí quedarme fuera a todos los efectos.

– Cuanto más tiempo le tengo delante, más claro le veo de nuevo ante mí como joven fiscal. Por supuesto que ha cambiado. Pero sus ojos azules todavía brillan, sólo que miran con más picardía, y donde ahora tiene un cráter en la barbilla antes tenía un hoyuelo. ¿Qué pensaba usted en el fondo entonces, cuando nos zurró la badana a Dohmke y a mí? Precisamente hace poco me he ocupado en mis memorias con el proceso.