– Te tengo que enseñar la foto algún día. La encontré cuando ordenaba su casa. Willy y los mochuelos salvados, uno y otros con el pelo y el plumaje chamuscados, seis pares de ojos miran agotados, pero felices, a la cámara. Eso me animó, y también me dio pena.
Luego nos encontramos en torno a la tumba, muy profunda. Es como cuando a uno le toca el turno en los juegos infantiles. Por edad el siguiente es Eberhard, y luego me toca a mí. Ya hace mucho que cuando muere alguien a quien quiero no pienso: «Ah, si más y más a menudo yo hubiera…» Y cuando muere alguien de mi edad la impresión que tengo es que, sencillamente, ya se ha adelantado, aunque no pueda decir hacia dónde. El párroco rezó el Padrenuestro, y todos le seguimos; incluso Philipp, el ateo más recalcitrante que conozco, lo recitó en voz alta. Después cada uno de nosotros echó su puñadito de tierra a la tumba, y el párroco nos dio a todos la mano. Un muchacho joven, pero convencido y convincente. Philipp tuvo que volver enseguida al hospital.
– Vendréis esta noche a casa para la cena funeral, ¿verdad? -La víspera había comprado doce pequeñas latas de sardinas en la ciudad, y había puesto los pescaditos en salsa de escabeche. Para acompañar habría pan blanco y vino rioja. Quedamos a las ocho.
Philipp se fue como una exhalación, Eberhard hizo los honores al representante del decano y a la señora de la limpieza, que seguía sollozando conmovedoramente, el párroco la llevó con suavidad del brazo hasta la salida. Yo tenía tiempo y estuve paseando lentamente por las calles del cementerio. Si Klara hubiera estado allí, me habría gustado visitarla y mantener una pequeña conversación con ella.
– ¡Señor Selb! -Me volví y reconocí a la señora Schmalz, con una azada pequeña y una regadera-. Precisamente iba al panteón de la familia, ahora descansa allí también la urna de Heinrich. Ha quedado bonita la tumba, ¿viene a verla?
Me miraba con timidez desde su rostro estrecho y afligido. Llevaba un abrigo negro y pasado de moda, botas negras de botones, una gorra negra de piel sobre el cabello canoso, recogido en un moño, y un deplorable bolso de imitación de cuero. Hay en mi generación personajes femeninos cuya simple visión hace que crea todo lo que escriben las profetas del movimiento feminista, aunque nunca las haya leído.
– ¿Sigue usted viviendo en la fábrica vieja? -le pregunté mientras caminábamos.
– No, tuve que irme, porque lo han tirado todo. La empresa me ha dado un alojamiento en la Pfingstweide. La vivienda está bien, desde luego, muy moderna, pero, sabe usted, al cabo de tantos años… Necesito una hora para llegar a la tumba de mi Heinrich. Gracias a Dios, después me recoge mi hijo con el coche.
Llegamos al panteón de la familia. Estaba completamente cubierto de nieve. La corona enviada por la empresa se había convertido ya hacía tiempo en mantillo; la cinta había sido fijada a un pequeño taco y lucía como un estandarte junto a la lápida. La viuda Schmalz dejó la regadera y la azada en el suelo.
– Pero si no puedo hacer absolutamente nada con tanta nieve. -Allí de pie los dos pensábamos en el viejo Schmalz-. Al pequeño Richard tampoco lo veo apenas. Ahora vivo fuera, demasiado lejos. Qué me dice usted, le parece bien que la fábrica vieja… Oh Dios, qué cosas pienso desde que ya no está Heinrich. Él me lo prohibió, nunca permitió que se hablara mal de la Rheinischen.
– ¿Desde cuándo sabían que se tenían que ir?
– Desde hace medio año ya. Nos enviaron una carta. Pero luego todo fue muy rápido.
– ¿No habló Korten con su marido cuatro semanas antes de que se trasladaran para que no les resultara tan difícil?
– ¿Sí? A mí no me dijo nada. Realmente tenía una estrecha relación con el general. Desde la guerra, cuando las SS le destinaron a la fábrica. Lo que dijeron en el entierro es cierto, que la fábrica era su vida. No le sirvió de mucho, pero yo nunca pude decirlo. Como oficial de las SS o como oficial de seguridad de la empresa, la lucha continúa, pensaba siempre.
– ¿Qué ha sido de su taller?
– Con cuánto amor lo construyó. Y también se desvivía por los coches. Con las obras de derribo se llevaron todo muy rápido, el hijo apenas pudo sacar nada, yo creo que fue todo para la chatarra. Y a mí eso tampoco me pareció bien. Oh, Dios. -Se mordió los labios y puso el rostro del que comete una ofensa-. Perdóneme, no he querido decir nada malo de la Rheinischen. -Me cogió del brazo para tranquilizarse. Lo tuvo cogido un rato mientras miraba la tumba. Luego siguió hablando, pensativa-. Pero a lo mejor al final no le pareció bien la forma como la empresa se portó con nosotros. En su lecho de muerte le quiso decir al general algo del garaje y de los coches. Pero no pude entenderlo.
– Permita que un hombre mayor le haga esta pregunta, señora Schmalz. ¿Fue usted feliz con Heinrich en su matrimonio?
Cogió la pequeña regadera y la azada.
– Qué cosas preguntan hoy. Yo nunca he pensado en eso. Era mi marido, y ya está.
Fuimos al aparcamiento. El joven Schmalz acababa de llegar. Mostró alegría al verme.
– El señor doctor. Ha encontrado a mamá junto a la tumba de papá. -Le conté el entierro de mi amigo-. Mi pésame. Duele perder a un amigo. Yo también lo he sufrido. Le sigo estando agradecido por haber salvado al pequeño Richard. Y a mi mujer y a mí todavía nos gustaría invitarle a tomar café. Mamá puede venir también, claro. ¿Qué pastel preferiría?
– Mi favorito es el Zwetschgenstreusel. -No lo dije con mala idea [14]. Es de verdad mi pastel favorito. Schmalz estuvo magnífico.
– Oh, pastel de ciruela con masa de harina y mantequilla. Nadie los hace como mi mujer. ¿Quizá hacia los días tranquilos de Navidad o principios de año?
Dije que sí. Convinimos en telefonearnos para fijar la fecha exacta.
La velada con Philipp y Eberhard fue de una alegría melancólica. Recordamos la última tarde en que jugamos a la cabeza doble con Willy. En aquella ocasión habíamos bromeado sobre lo que pasaría con nuestra tertulia de jugadores cuando muriera uno.
– No -dijo Eberhard-, no vamos a buscar a un cuarto hombre. A partir de ahora jugaremos al skat.
– Y luego al ajedrez, y el último se dará cita a sí mismo dos veces al año para hacer solitarios -dijo Philipp.
– Para ti es fácil reír, eres el mas joven.
– Río por reír. Hacer solitarios…, yo prefiero morirme profilácticamente.
15. AND THE RACE IS ON
Desde que me trasladé de Berlín a Heidelberg me compro los árboles de Navidad en Tiefburg, de Handschuhsheim. Por descontado que hace ya tiempo que allí son como en todas partes. Pero a mí me gusta la pequeña plaza que está frente al castillo en ruinas y rodeado de agua. Antes el tranvía daba la vuelta a la plaza rechinando sobre los carriles; la línea termina aquí, y Klara y yo hicimos a menudo excursiones desde aquí al Heiligenberg. Hoy Handschuhsheim se ha convertido en un lugar de moda de la gente fina, y en su mercado semanal se dan cita todos los que en Heidelberg creen que son algo cultural e intelectualmente. Llegará el día en que ya sólo serán auténticas las aglomeraciones al estilo del barrio de la Marca.