Me gusta especialmente el abeto blanco. Pero para mis latas de sardinas me pareció más adecuado el abeto Douglas. Encontré uno, hermoso, enhiesto, de la altura de una habitación y frondoso. Poniéndolo en diagonal entraba justo en mi Kadett, con el asiento del copiloto completamente desplazado hacia delante y el respaldo de los traseros abatido. Dejé el coche en el aparcamiento del Palacio Municipal. Me había hecho una pequeña lista para la compra navideña.
En la Hauptstrasse había un gentío de mil demonios. Me abrí paso como pude hasta la joyería Welsch y compré unos pendientes para Babs. Nunca se ha presentado la ocasión, pero algún día me gustaría ir a tomar una cerveza con Welsch. Tiene el mismo gusto que yo. Para Röschen y para Georg elegí, en una de esas llamativas boutiques de regalos, dos relojes desechables de los que están de moda entre la juventud posmoderna, plástico transparente con maquinaria de cuarzo y esfera integrada. Luego me sentí agotado. En el Café Schafheutle me encontré a Thomas con su mujer y sus tres hijas púberes.
– ¿De un guarda de seguridad no se espera que dé hijos varones a su empresa?
– En el ámbito de la seguridad hay también, y cada vez más, tareas atractivas para las mujeres. En nuestros cursos contamos que habrá un treinta por ciento de participantes femeninas. Ah, y además la Conferencia de Ministros de Educación nos apoya como proyecto piloto, y la facultad se ha decidido en consecuencia a establecer su propia especialidad de Seguridad Interna. Hoy puedo presentarme a usted como el decano fundador designado y anunciarle que el uno de enero dejo la RCW.
Le felicité y le hice partícipe de mi respeto para con su cargo, honor, dignidad y título.
– ¿Y qué va a hacer Danckelmann sin usted?
– Lo tendrá difícil en los próximos años, hasta que se jubile. Pero yo quisiera que la especialidad tuviera también atribuciones consultivas, y en tal caso él podría comprarnos nuestros consejos. ¿No habrá olvidado el currículum que quería enviarme, señor Selb?
Evidentemente Thomas se estaba emancipando ya de la RCW y crecía en su nuevo papel. Me invitó a sentarme a su mesa, donde las hijas reían tontamente con disimulo y la mujer parpadeaba nerviosa. Miré el reloj, me disculpé y me apresuré a ir al Café Scheu.
Después hice la siguiente acometida para comprar las cosas de mi lista. ¿Qué se regala a un varón que está cerca de los sesenta? ¿Ropa interior atigrada? ¿Jalea real? ¿Las historias eróticas de Anáis Nin? Al final le compré a Philipp una coctelera para el bar de su barco. Y entonces mi aversión contra el tintineo incesante y el negocio de la Navidad fue excesivo. Me invadió una profunda insatisfacción con respecto a las personas y a mí mismo. Necesitaría horas en casa para volver a ser el de siempre. ¿Y por qué me había lanzado yo al tumulto navideño? ¿Por qué cometía todos los años el mismo error? ¿Es que tampoco en esto he sido capaz de aprender algo más en mi vida? ¿Y para qué todo aquello?
El Kadett olía agradablemente a bosque de abetos. Cuando conseguí abrirme paso entre el tráfico hasta la autopista, pude respirar. Puse una cinta, una de las de abajo porque las demás ya las había oído con frecuencia en el viaje de ida y vuelta a Locarno. Pero no salió música. Se oía descolgar un teléfono, la señal de marcar, luego alguien marcando un número, y enseguida la señal en el otro extremo. Alguien contestaba a la llamada. Era Korten.
– Buenos días, señor Korten. Aquí Mischkey. Se lo advierto: si su gente no me deja en paz haré que le estalle en las narices su propio pasado. No voy a dejar que se me presione por más tiempo, y todavía menos que me den otra paliza.
– Yo había imaginado que era usted más inteligente, después de leer el informe de Selb. Primero se introduce en nuestro sistema y ahora intenta chantajearme. No tengo nada que decirle.
Mirándolo bien, Korten debería haber colgado en ese mismo instante. Pero el instante pasó, y Mischkey siguió hablando.
– Ya han pasado los tiempos, señor Korten, en que bastaba con tener un contacto en las SS y un uniforme de las SS para enviar a la gente de aquí para allá, a Suiza o al patíbulo.
Mischkey colgó. Le oí respirar profundamente, luego el ruido de final de la grabación. Comenzó la música. «And the race is on and it looks like heartache and the winner loses all.»
Desconecté el aparato y me detuve en el arcén. La cinta del descapotable de Mischkey. La había olvidado por completo.
16. ¿TODO POR LA CARRERA?
Esa noche no pude dormir. A las seis me rendí y decidí instalar y adornar el árbol de Navidad. Había escuchado una y otra vez la cinta de Mischkey. El sábado no estaba yo en condiciones de poner en orden mis ideas.
Puse en agua y jabón las treinta latas de sardinas vacías que había reunido. En el árbol de Navidad no podían oler a pescado. Las estuve mirando con los brazos apoyados en el borde del fregadero mientras se hundían en el agua. En algunas se había desprendido la tapa al abrirlas. Las pegaría con cinta adhesiva.
¿Así que fue Korten quien hizo que Weinstein encontrara e informara de los documentos escondidos en el escritorio de Tyberg? Debería haberme dado cuenta de ello cuando Tyberg contó que sólo él, Dohmke y Korten conocían el escondite. No, Weinstein no había hecho un hallazgo casual, como Tyberg creía. Le habían ordenado encontrar los documentos en el escritorio. Eso era lo que dijo la señora Hirsch. Quizá Weinstein tampoco vio nunca los documentos; se trataba al fin y al cabo de su declaración, no del hallazgo.
Cuando amaneció salí al balcón e introduje el árbol de Navidad en su soporte. Tuve que utilizar la sierra y el hacha. La punta era demasiado larga; la corté de tal forma que pudiera meter de nuevo su extremo en el tronco con una aguja de coser. Luego puse el árbol en su sitio en la sala de estar.
¿Por qué? ¿Todo por la carrera? Sí, Korten no hubiera podido destacar como lo hizo con Tyberg y Dohmke a su lado. Tyberg había hablado de los años que siguieron al proceso como los decisivos para su ascenso. Y la liberación de Tyberg había sido la forma de cubrirse las espaldas. Y bien que había merecido la pena. Cuando a Tyberg le nombraron director general de la RCW, catapultó a Korten a alturas de vértigo.
Todo había sido un complot, del que yo había sido el tonto útil. Urdido y ejecutado por mi amigo y cuñado. También había sido una alegría para mí no tener que involucrarle en el proceso. Me había utilizado de forma magistral. Pensé en la conversación tras nuestro traslado a la Bahnhofstrasse. También pensé en las últimas conversaciones que tuvimos, en el Salón Azul y en la galería de su casa. Yo, el alma cándida.
No me quedaban cigarrillos. Hacía años que no me pasaba eso. Me puse el paletó y los chanclos, me metí en el bolsillo el San Cristóbal que había cogido del coche de Mischkey y que también había recordado la víspera, fui a la estación y luego pasé por casa de Judith. Entretanto se había hecho casi mediodía. Ella bajó al portal en bata.
– Pero ¿qué te ocurre, Gerd? -Me miró asustada-. Sube, acabo de preparar café.
– ¿Tan mal aspecto tengo? No, no subiré, estoy decorando el árbol de Navidad. Quería pasar a traerte el San Cristóbal. No hace falta que te diga de dónde procede, lo había olvidado por completo y ahora lo he encontrado.
Cogió el San Cristóbal y se apoyó en la jamba de la puerta. Trataba de retener las lágrimas.
– Dime, Judith, ¿recuerdas si Peter se fue de viaje por dos o tres días durante las semanas transcurridas entre lo del cementerio y su muerte?
– ¿Cómo?
No me había escuchado, y repetí la pregunta.
– Si se fue de viaje.
– Sí, ¿por qué lo dices?
– ¿Sabes adónde fue?
– Al sur dijo. Para recuperarse, porque todo aquello era demasiado para él. ¿Por qué lo preguntas?