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– Me preguntaba si no sería él quien fue a ver a Tyberg haciéndose pasar por reportero de Die Zeit.

– ¿Quieres decir buscando material que se pudiera utilizar contra la RCW? -Se quedó pensativa-. Desde luego yo le hubiera creído capaz de ello. Pero allí no había nada que encontrar, tal y como describió la visita Tyberg. -Tiritando de frío se ajustó la bata-. ¿De verdad que no quieres café?

– Te llamaré pronto, Judith. -Regresé a casa.

Todo concordaba. Un Mischkey desesperado había intentado utilizar contra Korten el cantar de los cantares de la decencia y la resistencia que había entonado Tyberg. Intuitivamente había prestado oídos, mejor que todos nosotros, a las disonancias, al vínculo con las SS, a la liberación de Tyberg pero no de Dohmke. No adivinó lo cerca que estaba de la verdad y lo amenazador que tenía que sonarle aquello a Korten. No sólo le tenía que sonar amenazador, sino que con sus obstinadas indagaciones lo era.

¿Por qué no me había llamado eso la atención? Si había sido tan fácil liberar a Tyberg, ¿por qué Korten no los había sacado a ambos dos días antes, cuando Dohmke todavía vivía? Para cubrirse las espaldas uno era suficiente, y Tyberg, el jefe del grupo investigador, era más interesante que el colaborador Dohmke.

Me quité los chanclos y los golpeé uno contra otro a fin de desprender la nieve. En la escalera de la casa olía a asado marinado. La víspera no había comprado nada para comer y sólo pude hacerme dos huevos fritos. El tercer huevo que quedaba se lo partí a Turbo sobre su comida. Con el olor a sardinas en el apartamento tenía que haber sufrido mucho en los últimos días.

El miembro de las SS que ayudó a Korten en la liberación de Tyberg había sido Schmalz. Con la ayuda de Schmalz, Korten presionó a Weinstein. Por Korten, Schmalz mató a Mischkey.

Lavé con agua caliente las latas de sardinas, las aclaré y las sequé. Donde faltaba, pegué con cinta adhesiva la tapa. El hilo de lana verde con que quería colgarlas lo pasé en algunas por la tapa enrollada, en otras por la anilla de abertura y en otras por el punto en que la tapa abierta colgaba de la lata. Cuando terminaba con una lata le buscaba el lugar apropiado en el árbol de Navidad; las grandes abajo, las pequeñas arriba.

No podía engañarme. El árbol de Navidad me importaba una mierda. ¿Por qué había permitido Korten que Weinstein siguiera con vida, si conocía la historia? Quizá carecía de toda influencia en las SS y sólo pudo manipular y dominar a Schmalz, el oficial de las SS en la fábrica. No pudo disponer que mataran a Weinstein, pero sí contar con que lo hicieran a su regreso al campo de concentración. ¿Y después de la guerra? Incluso si Korten se había enterado de que Weinstein había sobrevivido al campo de concentración, podía confiar en que para éste sería preferible no presentarse ante la opinión pública con el papel que había tenido que representar.

Ahora también cobraban sentido las últimas palabras que recordaba la viuda Schmalz de su marido en el lecho de muerte. Había intentado advertir a su dueño y señor de la pista que había dejado y que por su estado físico ya no pudo borrar él mismo. ¡Qué bien lo había hecho Korten para lograr que aquel hombre dependiera de él! El joven universitario de buena familia, el oficial de las SS de procedencia humilde, grandes retos y tareas, dos hombres al servicio de la fábrica, sólo que cada uno en su sitio. Podía imaginarme lo que había ocurrido entre ambos. Quién mejor que yo sabía lo convincente y seductor que podía ser Korten.

El árbol de Navidad estaba listo. Había colgado treinta latas de sardinas y colocado treinta velas. Una de las latas que colgaban verticalmente era oval y me recordaba al aura que rodeaba la cabeza de María en algunas representaciones. Fui al sótano, encontré la caja de cartón con los adornos del árbol navideño de Klara y dentro la pequeña y esbelta madonna de capa azul. Encajaba bien en la lata.

17. SUPE LO QUE TENÍA QUE HACER

Tampoco la siguiente noche pude dormir. A veces daba una cabezada y soñaba con la ejecución de Dohmke y la intervención de Korten en el proceso, con el salto que di al Rin, del que no salía en el sueño, con Judith en bata tratando de retener las lágrimas en la jamba de la puerta, con el viejo Schmalz, ancho y macizo, que en el parque de Bismarck de Heidelberg descendía del monumento y se dirigía a mí, con el partido de tenis con Mischkey, en la que un jovencito con uniforme de las SS y la cara de Korten hacía de recogepelotas, con mi interrogatorio de Weinstein, y una vez y otra Korten me miraba riendo y decía: «Selb, el alma cándida, el alma cándida, el alma cándida…»

A las cinco me preparé una manzanilla e intenté leer, pero mis pensamientos no querían tranquilizarse. Seguían dando vueltas. ¿Cómo podía haber hecho aquello Korten, por qué me había dejado utilizar tan ciegamente por él, qué iba a pasar ahora? ¿Tenía miedo Korten? ¿Tenía yo alguna deuda con alguien? ¿Había alguien a quien yo pudiera contárselo todo? ¿Nägelsbach? ¿Tyberg? Judith? ¿Debía dirigirme a los periódicos? ¿Qué podía hacer yo con mi culpa?

Durante un largo rato los pensamientos giraron en círculo, cada vez con mayor rapidez. Cuando su velocidad alcanzaba el desvarío, se disiparon y se ordenaron para formar un cuadro completamente nuevo. Supe lo que tenía que hacer.

A las nueve llamé a la señora Schlemihl. Korten se había ido a pasar el fin de semana a su casa de Bretaña, donde él y su mujer pasaban las Navidades todos los años. Encontré la postal que me había enviado el año anterior por Navidad. Mostraba una espléndida finca rural de piedra gris con tejado de pizarra y contraventanas rojas cuyos travesaños formaban una Z invertida. Junto a la casa había una rueda de paletas elevada; detrás se extendía el mar. Consulté el horario de trenes y encontré uno con el que llegaría a París hacia las cinco de la tarde. Tenía que apresurarme. Cambié la arena de la caja de Turbo, le puse abundantes croquetas secas en su plato e hice la maleta. Fui a la estación, cambié dinero y saqué un billete de segunda. El tren estaba lleno. En el vagón internacional no encontré sitio y así al llegar a Saarbrücken tuve que cambiar de vagón. El tren seguía lleno. Soldados ruidosos con permiso para pasar las Navidades en casa, estudiantes, hombres de negocios rezagados.

La nieve de las últimas semanas se había derretido del todo; un paisaje sucio, entre verde y marrón, pasaba volando frente al tren. El cielo estaba gris, a veces el sol resultaba visible tras las nubes como un disco descolorido. Pensaba en la razón por la que Korten había temido las revelaciones de Mischkey. Desde el punto de vista penal, probablemente se le podría acusar del asesinato de Dohmke, no prescrito e imprescriptible. Y aun si fuera absuelto por falta de pruebas, su existencia civil y su mito quedarían destruidos.

En la Gare de l’Est había una agencia de alquiler de coches, y elegí uno de esos coches de clase media que tienen igual aspecto en una marca que en otra. Pero lo dejé en la agencia y salí a la ciudad, que latía agitada en la tarde. Ante la estación había un árbol navideño gigantesco que difundía tanto ambiente de Navidad como la torre Eiffel. Eran las cinco y media; tenía hambre. La mayor parte de los restaurantes estaban todavía cerrados. Encontré una brasserie que me gustó y en la que había un intenso ajetreo todo el día. El camarero jefe me asignó una mesita pequeña y me encontré rodeado de otras cinco personas que comían intempestivamente. Todos comían chucrut con cerdo cocido y salchichas, y yo pedí lo mismo. Y para acompañar una botella de medio de Riesling alsaciano. En un abrir y cerrar de ojos estaban ante mí el plato humeante, la botella en la húmeda cubitera y una cesta con pan blanco. Cuando estoy en vena me gusta la atmósfera de las brasseries, las cervecerías y los pubs. Aquel día no. Acabé rápidamente. En el hotel más cercano tomé una habitación y pedí que me despertaran cuatro horas después.