Dormí como un tronco. Cuando me despertó el sonido del teléfono, al principio no sabía dónde estaba. No había abierto las contraventanas, y el ruido del bulevar llegaba tan sólo apagado hasta mi habitación. Me duché, me cepillé los dientes, me afeité y pagué. De camino a la Gare de l’Est tomé un café expreso doble. Y pedí que me pusieran cinco más en el termo que llevaba. Mis Sweet Afton se estaban acabando. Compré de nuevo un cartón de Chesterfield.
Para el viaje a Trefeuntec había calculado seis horas. Pero transcurrió una hora hasta que logré salir de París y llegué a la autopista de Rennes. Había poco tráfico, el viaje era monótono. Sólo entonces advertí lo templado que estaba el tiempo. Navidades con trébol. Pascua con nieve. De vez en cuando pasaba una estación de peaje y nunca sabía si había que pagar o recoger una tarjeta. En una ocasión salí de la autopista para echar gasolina y me sorprendió su precio. Las luces de los pueblos se iban haciendo más escasas, y pensé si sería por lo avanzado de la hora o porque la región estaba menos poblada. Al principio me alegró ver que el coche tenía radio. Pero sólo cogía con claridad una emisora, y después de oír tres veces la canción del ángel que pasa por la room la apagué. A veces cambiaba el piso de la autopista, y los neumáticos cantaban una canción nueva. A las tres, poco después de pasar Rennes, estuve a punto de dormirme, en todo caso tuve la alucinación de personas que atravesaban la autopista. Abrí la ventanilla, me dirigí al área de estacionamiento más próxima, vacié el termo e hice diez flexiones de rodillas.
Cuando reanudé el viaje pensé en la intervención de Korten en el proceso. Había apostado fuerte. Su testimonio no tenía que salvar a Dohmke y Tyberg, pero debía sonar como si lo quisiera, y al mismo tiempo no comprometerle. Södelknecht por poco lo hizo arrestar. ¿Cómo se había sentido Korten entonces? ¿Seguro y superior porque había engañado a todo el mundo? No, seguro que no tuvo remordimientos de conciencia. Mis antiguos colegas de la administración de Justicia me habían enseñado que hacía falta dos cosas para superar el pasado: cinismo y el sentimiento de haber tenido razón en todo momento y de haber cumplido tan sólo con el propio deber. ¿Habría servido también para Korten retrospectivamente el asunto Tyberg para la mayor gloria de la RCW?
Cuando dejé atrás las casas de Carhaix-Plouguer, vi en el retrovisor las primeras luces del alba. Todavía quedaban setenta kilómetros hasta Trefeuntec. En Plovénez-Porzay ya habían abierto el bar y la panadería, y me tomé dos cruasanes con el café con leche. A las ocho menos cuarto estaba en la bahía de Trefeuntec. Con el coche me metí en la parte firme de la playa, húmeda por la marea alta. Bajo un cielo gris el mar se acercaba rodando con su grisura. En los acantilados a derecha e izquierda de la bahía el mar rompía en sucias crestas de ola. El tiempo era todavía más templado que en París, a pesar del fuerte viento del oeste que arrastraba consigo a las nubes. Las gaviotas chillonas se dejaban elevar por él y se precipitaban verticalmente al agua.
Me puse a buscar la casa de Korten. Retrocedí un poco hacia el interior y por un camino rural llegué a los acantilados del norte. Con sus bahías y sus arrecifes se extendía la costa hasta perderse de vista. En la lejanía divisé el contorno de algo, que podía ser desde un depósito de aguas hasta una gran rueda de paletas. Dejé el coche tras un cobertizo destartalado por el viento y me dirigí al depósito.
Antes incluso de que viera a Korten, sus dos perros zorreros me habían divisado. Desde lejos se dirigieron hacia mí corriendo y ladrando. Entonces surgió él de una depresión del terreno. No estábamos lejos uno de otro, pero entre nosotros había una cala que tuvimos que rodear. Por el estrecho sendero que bordeaba el acantilado nos dirigimos el uno hacia el otro.
18. VIEJOS AMIGOS COMO TÚ Y YO
– Tienes mal aspecto, mi querido Selb. Te vendrán bien unos días de descanso aquí. No te esperaba tan pronto. Vamos a dar un paseo. Helga prepara el desayuno a las nueve. Se alegrará de verte.
Korten me cogió del brazo y se dispuso a continuar caminando conmigo. Llevaba puesto un abrigo loden ligero y parecía distendido.
– Ahora lo sé todo -dije, y retrocedí.
Korten me miró inquisitivamente. Lo entendió de inmediato.
– No es fácil para ti, Gerd. Tampoco fue fácil para mí, y me alegró no tener que cargar a nadie con ello.
Le miré atónito. Él se acercó de nuevo, me volvió a coger del brazo y me llevó camino adelante.
– Tú crees que entonces se trataba de mi carrera. No, en la confusión de los últimos años de guerra era de la máxima importancia establecer claramente dónde estaban las responsabilidades, tomar decisiones inequívocas. Con nuestro grupo investigador las cosas no habrían seguido bien. Ya entonces lamenté que Dohmke hiciera aquellas maniobras para apartarse. Pero hubo tantos, y mejores, que tuvieron que creer en ello. También Mischkey tuvo la elección, y actuó cuando su vida estaba en juego. -Se detuvo y me cogió por los hombros-. Entiéndeme, Gerd. La empresa me necesitaba tal y como me fui haciendo en aquellos años difíciles. Siempre he sentido un gran aprecio por el viejo Schmalz, que, por sencillo que fuera, entendió aquellas complicadas circunstancias.
– Tienes que estar loco. Has asesinado a dos personas y hablas de ello como…, como…
– ¡Ah, qué palabras más solemnes! ¿He asesinado yo? ¿O fue el juez, o el verdugo? ¿O el viejo Schmalz? ¿Y quién llevó la instrucción contra Tyberg y Dohmke? ¿Quién tendió la trampa para Mischkey e hizo que él cayera? Todos estamos implicados, todos, y así tenemos que verlo y soportarlo y cumplir con nuestro deber.
Me desasí de su brazo.
– ¿Implicados? Quizá lo estemos todos, pero tú eras el que tiraba de los hilos, ¡tú! -grité a su rostro tranquilo. Pero él siguió sin moverse.
– Eso son creencias infantiles, «ha sido él, ha sido él». Y ni siquiera cuando éramos niños lo creíamos en realidad, sino que sabíamos exactamente que todos habíamos participado cuando hacíamos rabiar al profesor, nos burlábamos de un compañero o jugábamos sucio con el contrincante.
Hablaba con plena concentración, paciente, didáctico, y yo tenía la cabeza pesada y confusa. Sí, así se había escurrido también mi sentimiento de culpa, año tras año. Korten siguió hablando.
– Pero, de acuerdo, he sido yo. Si lo necesitas, acepto las consecuencias. ¿Qué crees que hubiera pasado de haber alertado Mischkey a la opinión pública, a los periódicos? Una cosa así no se arregla sustituyendo al jefe antiguo por uno nuevo, y que todo siga igual. No quiero hablarte de la resonancia que habría tenido su historia en los Estados Unidos, Inglaterra y Francia, de la competencia, con la que se combate por cada centímetro con todos los medios posibles, de los puestos de trabajo que habrían sido destruidos, de lo que significa hoy estar sin trabajo. La RCW es un barco grande y pesado, que a pesar de su pesadez se mueve entre los témpanos de hielo con una velocidad temeraria, y si el capitán se va y se pierde el control del timón, encalla y queda destruido. Por eso acepto las consecuencias.
– ¿Del asesinato?
– ¿Debería haberle sobornado? El riesgo era demasiado alto. Y no me cuentes que para salvar una vida ningún riesgo es demasiado alto. No es cierto, piensa en los muertos por accidentes de tráfico, en los accidentes de trabajo, en los disparos mortales de la policía. Piensa en la lucha contra el terrorismo, en que la policía ha matado por error quizá a tanta gente como los terroristas intencionadamente, ¿hemos de capitular por eso?
– ¿Y Dohmke?
De pronto me sentí vacío. Me vi a mí mismo y a él allí de pie, hablando los dos como si fuera una película a la que han quitado el sonido. Bajo las grises nubes la costa escarpada, la chispeante espuma sucia de las olas, el camino y detrás los campos, dos hombres de edad conversando excitados: las manos gesticulan, las bocas se mueven, pero la escena es muda. Deseé estar muy lejos.