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– ¿Tú siempre con nosotros cuando vuelva?

Brigitte y Juan habían decidido que Manuel se matriculara en el Instituto de Mannheim el siguiente otoño. ¿Estaría yo en la cárcel el siguiente otoño? Y suponiendo que no, ¿seguiríamos juntos Brigitte y yo?

– Todavía no lo sé, Manuel. Pero en todo caso iremos juntos al cine.

Pasaron los días sin que Korten apareciera en los titulares de los periódicos, bien como muerto o bien como desaparecido. Había momentos en que deseaba que la cosa acabara, de una forma u otra. Luego volví a estar agradecido por el tiempo que se me regalaba. El tercer día de las Navidades llamé a Philipp. Se quejó de que aquel año todavía no había visto mi árbol de Navidad.

– Y por cierto, ¿dónde has estado los últimos días?

Entonces se me ocurrió la idea de hacer una fiesta en Nochevieja.

– Tengo algo que celebrar -dije-. Ven a mi casa en Nochevieja; doy una fiesta.

– ¿Te llevo algo manejable de Taiwan?

– No es necesario, Brigitte ha vuelto.

– ¡O sea que por ahí te apretaba el zapato! Pero, y yo, ¿puedo llevar algo a tu fiesta?

Brigitte había oído también la conversación.

– ¿Fiesta? ¿Qué fiesta?

– Vamos a celebrar la Nochevieja con tus amigos y los míos. ¿A quién quieres invitar tú?

El sábado después de comer pasé por casa de Judith. La encontré haciendo las maletas. Quería salir el domingo para Locarno; Tyberg quería introducirla el día de Nochevieja en la sociedad de Ticino.

– Me alegro de verte, Gerd, pero tengo mucha prisa. ¿Es importante, no puede esperar? Regreso a finales de enero. -Señaló las maletas abiertas y las ya hechas, dos grandes cajas de cartón de mudanzas y un desordenado revoltijo de trajes. Reconocí la blusa de seda que llevaba cuando me acompañó desde el despacho de Korten a ver a Firner. Todavía faltaba el botón.

– Ahora puedo decirte la verdad sobre la muerte de Mischkey.

Se sentó en una maleta y encendió un cigarrillo.

– ¿Sí?

Escuchó sin interrumpirme. Cuando terminé preguntó:

– ¿Y qué va a pasar ahora con Korten?

Había temido la pregunta, y por eso había reflexionado mucho sobre si no sería mejor hablar con Judith cuando la muerte de Korten hubiera sido públicamente anunciada. Pero yo no debía dejar que el asesinato de Korten determinara mi modo de proceder, y sin él no había motivo para silenciar durante más tiempo la solución del caso.

– Intentaré pedir cuentas a Korten. Vuelve de Bretaña a comienzo de enero.

– Oh, Gerd, ¿de verdad crees que Korten va a derrumbarse y a confesar?

– ¿Y crees tú que la policía lo haría mejor? -Me era muy desagradable discutir lo que había de suceder con Korten.

Judith sacó otro cigarrillo del paquete y le dio vueltas entre las puntas de los dedos de ambas manos. Parecía triste, agotada por todos los vaivenes que siguieron al asesinato de Peter, también nerviosa, como si quisiera dejar tras de sí todo aquello de una vez por todas.

– Voy a hablar con Tyberg. ¿Tienes algo en contra?

Aquella noche soñé que Herzog me interrogaba.

– ¿Por qué no fue usted a la policía?

– ¿Qué hubiera podido hacer la policía?

– Oh, hoy día tenemos posibilidades impresionantes. Venga, se las voy a enseñar. -Por largos corredores y muchas escaleras llegamos a una sala como las de los castillos medievales, con tenazas, hierros, antifaces, cadenas, látigos, correas y agujas. En la chimenea ardía un fuego infernal. Herzog me mostró el potro del tormento-: Aquí probablemente habríamos hecho hablar a Korten. ¿Y por qué no confiaba usted en la policía? Ahora es usted quien tiene que colocarse aquí. -No opuse resistencia y se me ató. Al ver que ya no podía moverme me asaltó el pánico. Debí de gritar antes de despertarme.

Brigitte había encendido la lamparita de noche y se volvió hacia mí preocupada.

– Tranquilo, Gerd. Nadie te va a hacer nada.

Me quité pataleando las sábanas, que me estaban oprimiendo.

– Oh, Dios, qué sueño.

– Cuéntalo, te pondrás mejor.

No quise, y ella se sintió ofendida.

– Ya me he dado cuenta, Gerd, estás todo el tiempo como si te pasara algo. Algunas veces estás completamente ausente.

Me estreché gratamente en sus brazos.

– Ya ha pasado, Brigitte. Ten un poco de paciencia con un hombre viejo.

Hasta el último día del año los medios de comunicación no informaron de la muerte de Korten. Un trágico accidente le había precipitado al mar desde un acantilado de Bretaña durante un paseo en la mañana del día de Nochebuena. Las informaciones recogidas a la espera de celebrar sus setenta años fueron incorporadas ahora a los obituarios y los elogios. Con Korten terminaba una época, la época de los grandes hombres de la reconstrucción del país. El entierro habría de tener lugar a principios de enero, en presencia del presidente de la República, del canciller federal y del ministro de Economía, así como de la totalidad del gabinete de Renania-Palatinado. Pocas cosas podían haberle pasado a su hijo que fueran mejores para su carrera. Yo como cuñado sería invitado, pero no iría. Tampoco daría el pésame a su mujer Helga.

No le envidiaba su fama. Tampoco le perdonaba. Asesinar es no tener que perdonar.

21. LO SIENTO, SEÑOR SELB

Babs, Röschen y Georg llegaron a las siete. Brigitte y yo habíamos terminado justo entonces los preparativos de la fiesta, habíamos encendido las velas del árbol de Navidad y estábamos sentados en el sofá con Manuel.

– ¡Así que ésta es! -Babs miró a Brigitte con curiosidad y simpatía y le dio un beso.

– Todos mis respetos, tío Gerd -dijo Röschen-. Y el árbol de Navidad es auténticamente cool.

Les di los regalos.

– Pero Gerd -dijo Babs con tono de reproche-, habíamos quedado de acuerdo en que este año no nos regalábamos nada -y sacó su paquetito-. Esto es de parte de los tres.

Babs y Röschen habían tejido un jersey rojo oscuro en el que Georg había incorporado en el lugar adecuado un circuito eléctrico con ocho lamparitas en forma de corazón. Cuando me puse el jersey las lamparitas empezaron a lucir intermitentemente al ritmo de los latidos de mi corazón. Luego llegaron el señor y la señora Nägelsbach. Él llevaba un traje negro, cuello alto y lazo, sobre la nariz unos quevedos: iba disfrazado de Karl Kraus. Ella lucía un vestido de fin de siglo.

– ¿La señora Gabler? -pregunté prudente. Ella hizo una reverencia y fue a reunirse con las demás mujeres. Él miró con desaprobación el árbol de Navidad-. Condición burguesa, que ya no puede tomarse en serio a sí misma pero tampoco puede salir de su piel…

El timbre no paraba de sonar. Eberhard vino con una pequeña maleta.

– He preparado algunos trucos de magia.

Philipp se presentó con Füruzan, una enfermera turca racial y exuberante:

– ¡Fürzchen [15] baila la danza del vientre!

Hadwig, una amiga de Brigitte, iba acompañada de Jan, su hijo de catorce años, que se puso enseguida a dar órdenes a Manuel.

Todos se apelotonaban en la cocina en torno al buffet frío. Desatendido por todos, en la sala vacía sonaba el «No te pongas a morder inmediatamente todas las manzanas» de Wencke Myhres; Philipp había puesto los éxitos de 1966.

Mi despacho estaba vacío. Sonó el teléfono. Cerré la puerta tras de mí. La alegría de la fiesta llegaba ya amortiguada a mis oídos. Todos los amigos estaban allí, ¿quién podía llamar?

– ¿Tío Gerd? -Era Tyberg-. ¡Que tenga un buen año! Judith me lo ha contado todo, y he leído el periódico. Parece que ha resuelto usted el caso Korten.

– Hola, señor Tyberg. Que tenga usted también un buen año. ¿Va a usted a escribir el capítulo sobre el proceso?