Joseph Conrad
La línea de sombra
Dignos para siempre
de mi respeto…
NOTA DEL AUTOR
En esta narración, que, lo reconozco, es, no obstante su brevedad, una obra bastante compleja, no he tenido la menor intención de traer a cuento lo sobrenatural. A pesar de ello, no ha faltado algún crítico que la considerase desde este punto de vista y advirtiera en ella mi propósito de dar rienda suelta a mi imaginación, dejándola trasponer los límites del mundo de la humanidad viva y doliente. Pero, a decir verdad, mi imaginación no está hecha de una materia a tal punto elástica, y tengo para mí que, si intentase someterla a la prueba de lo sobrenatural, el fracaso sería tan lamentable como enojoso y vacuo. Por otra parte, jamás me habría arriesgado a seme1ante tentativa, abrigando, como abrigo, moral e intelectualmente, la invencible convicción de que todo lo que cae bajo el dominio de nuestros sentidos, por excepcional que sea, no podría diferir en su esencia de todos los demás efectos de este mundo visible y tangible cuya parte consciente venimos a formar. El mundo de los vivos encierra ya por sí solo bastantes maravillas y misterios; maravillas y misterios que obran por modo tan inexplicable sobre nuestras emociones y nuestra inteligencia, que ello bastaría casi para justificar que pueda concebirse la vida como un sortilegio. No; mi conciencia de lo maravilloso es demasiado firme para que pueda dejarse nunca fascinar por el simple sobrenatural, que, en resumidas cuentas, no es sino un artículo de manufactura fabricado por espíritus insensibles a las secretas sutilezas de nuestras relaciones con los muertos y los vivos en su infinita muchedumbre: profanación de nuestros más tiernos recuerdos; ultraje a nuestra dignidad.
Fuese cual fuese mi modestia innata, jamás condescenderá a subvenir a mi imaginación recurriendo a vanas invenciones comunes a todas las épocas y capaces de henchir de indecible tristeza a todos aquellos que, poco o mucho, sienten el amor de la humanidad. En cuanto al efecto de un choque mental o moral sobre un espíritu sencillo, nadie podrá negar que constituye un tema de estudio y de descripción perfectamente legítimo. El ser íntimo de Mr. Burns ha recibido un choque violento en el curso de sus relaciones con su antiguo capitán, y de ahí, dado su estado de salud, que se manifieste en él una manía supersticiosa, mezcla de temor y de animosidad. Ello constituye uno de los elementos de esta narración, pero ni encierra nada de sobrenatural, ni, realmente, contiene nada que provenga del más allá de los confines de este mundo en que vivimos y que, seguramente, encierra ya por sí solo bastante misterio y terror.
Es probable que si hubiese publicado esta narración, cuyo proyecto me viene ocupando desde hace largo tiempo, bajo el título de El Primer Mando, ningún lector imparcial, dotado o no de espíritu crítico, habría visto en él el menor asomo de sobrenatural. No insistiré aquí sobre los orígenes del sentimiento que ha hecho nacer en mi espíritu el título definitivo de este libro: La Línea de Sombra. La primera intención de esta obra era el presentar ciertos hechos referentes a ese instante en que la juventud despreocupada y ardida alcanza la época más consciente y conmovedora de la madurez. Huelga decir que, en presencia de la prueba suprema de toda una generación, he tenido la conciencia cabal del carácter restringido e insignificante de mi humilde experiencia. No se trata aquí de paralelismo alguno, ni jamás se me ha ocurrido semejante idea. Pero sí experimentaba el sentimiento de algo semejante, aunque con una enorme diferencia de proporciones, entre lo que puede ser una simple gota de agua comparada con -la amarga y tumultuosa inmensidad de un océano. Cosa, al fin y al cabo, perfectamente natural, pues siempre que nos ponemos a meditar sobre el sentido de nuestro propio pasado, éste parece llenar el mundo entero con su profundidad y extensión. Este libro fue escrito durante los tres últimos meses del año 1916. De todos los temas a disposición de un escritor, éste era el único que estaba en condiciones de tentar por aquella época. La profundidad y la naturaleza del sentimiento en que me dispuse a abordarlo quizás encontraron su más cabal expresión en la dedicatoria que va al frente, aunque hoy ésta me parezca singularmente desproporcionada: nuevo ejemplo de la abrumadora grandeza de nuestras propias emociones.
Dicho esto, séame permitido hacer unas cuantas observaciones sobre la materia misma de esta narración. Su marco pertenece a esa parte de los mares del Extremo Oriente de que he extraído, durante mi vida de escritor, la mayor parte de mis asuntos. El solo hecho de confesar que pensé durante largo tiempo en este relato bajo el título de El Primer Mando, indicará ya al lector que se refiere a una experiencia personal. Y, efectivamente, de una experiencia personal se trata, vista con la perspectiva del recuerdo y coloreada con ese amor que no podemos por menos de experimentar con respecto a acontecimientos de nuestra propia vida que no nos ofrecen motivo alguno de rubor. Y este amor es tan intenso -y aquí apelo a la experiencia universal- como la vergüenza y casi la angustia con que se recuerdan ciertas circunstancias lamentables, incluso simples equivocaciones cometidas en el pasado. Uno de los efectos de perspectiva del recuerdo es el mostrarnos las cosas mayores de lo que son, debido a que los puntos esenciales se encuentran en él aislados de su contorno de minucias cotidianas, automáticamente borradas del espíritu. Recuerdo con placer esta época de mi vida marítima, porque tras un comienzo enojoso vino al fin a resolverse en un éxito personal, del que conservo una prueba tangible en los términos de la carta que mis armadores me escribieron dos años más tarde, al dimitir mi mando para volver a Europa. Esta dimisión señaló el comienzo de otra fase de mi vida marítima, su fase final, por así decirlo, que no dejó de colorear, a su vez, otra parte de mis obras. Yo no tenía entonces la menor idea de que mi vida de marino tocaba a su fin, así que no experimenté otra tristeza que la de separarme de mi barco. Deploré también tener que romper mis relaciones con los armadores de éste, que me acogieran con gran cordialidad, depositando su confianza en un hombre entrado, al fin y al cabo, por modo accidental a su servicio y en circunstancias realmente poco lucidas. Sin tratar por ello de depreciar un ápice el celo por mí desplegado, no puedo por menos de sospechar ahora el importante papel que desempeñó el azar en el feliz término de la confianza que en mí depositaran, y seguramente que no es posible recordar sin cierta satisfacción un tiempo en que el azar venía a secundar el propio esfuerzo. Las palabras «dignos para siempre de mi respeto, que he escogido como epígrafe, están sacadas del texto mismo de este libro, y aunque uno de mis críticos haya expuesto que debían aplicarse al barco, es evidente, a juzgar por el lugar en que se encuentran, que se refieren a los hombres que formaban su tripulación y que, aunque totalmente extraños a su nuevo capitán, le aportaron un concurso fiel durante aquellos veinte días en que constantemente pareció estarse a dos dedos de una lenta y mortal destrucción. Y he aquí, sin duda, el máximo recuerdo entre todos, pues seguramente es cosa grande el haberse encontrado a la cabeza de un puñado de hombres dignos para siempre de nuestro respeto.
J. C.
1
… D'autres fois, calme plat, gran miroir. De mon désespoir.
BAUDELAIRE
Sólo los jóvenes conocen momentos semejantes. No quiero decir los muy jóvenes, no; pues éstos, a decir verdad, no tienen momentos. Vivir más allá de sus días, en esa magnífica continuidad de esperanza que ignora toda pausa y toda introspección, es el privilegio de la primera juventud.
Cierra uno tras de sí la puertecita de la infancia y penetra en un jardín encantado. Hasta sus mismas sombras tienen un resplandor de promesa. Cada recodo del sendero posee su seducción. Y no a causa del atractivo que ofrece un país desconocido, pues de sobra sabe uno que por allí ha pasado la corriente de la humanidad entera. Es el encanto de una experiencia universal, de la que esperamos una sensación extraordinaria y personal, la revelación de un algo de nuestro yo.