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A la primera ojeada, comprobé que se trataba de un barco de primera clase, una criatura armoniosa por las líneas de su esbelto cuerpo y la altura bien proporcionada de sus mástiles. Cualesquiera que fuesen su edad y su historia, había conservado la marca de su origen. Era uno de aquellos barcos a los que la virtud de su línea y de su construcción preservan de toda vejez. En medio de sus compañeros amarrados a la orilla y todos mayores que él, parecía el producto de una raza superior: como un corcel árabe en medio de una fila de caballos de tiro.

Una voz dijo a mis espaldas, con tono desagradablemente equívoco:

– Espero que esté usted contento, capitán. No me volví siquiera. Era el capitán del vapor. Yo sabía que, a pesar de cuanto tratara de insinuar, a pesar de todo lo que pudiera pensar de él, mi barco, semejante en esto a algunas mujeres excepcionales, era uno de ésos seres cuya simple existencia es un deleite objetivo: uno siente la satisfacción de vivir en un mundo en que semejante criatura existe.

Aquella ilusión de vida y de personalidad que nos encanta en las más bellas obras humanas, emanaba de sus formas. Una enorme carga de madera de teca oscilaba por encima de su escotilla: materia inanimada al parecer más pesada y voluminosa que cuanto había a bordo. Cuando comenzaron a bajarla, el choque de la garrucha contra una jarcia hizo correr un leve estremecimiento por toda la fábrica, desde la línea de flotación hasta los más sutiles nerviecillos del aparejo. Realmente, parecía una crueldad cargarlo de ese modo…

Una media hora después, al poner por primera vez el pie sobre su puente, experimenté una profunda satisfacción física. Nada habría podido igualar la plenitud de aquel momento, la ideal perfección de aquella emocionante experiencia que se me concedía sin la labor preliminar ni las desilusiones de una carrera oscura.

De una mirada, recorrí, envolví, me apropié la forma que daba cuerpo al sentimiento abstracto de mi mando. De inmediato una multitud de detalles, perceptibles sólo para un marino, llamaron con fuerza mi atención. Por lo demás, su existencia se me antojaba como ajena a toda condición material. La ribera a la que estaba amarrado me parecía inexistente. ¡Qué me importaba ningún país del mundo! En todas las tierras bañadas por aguas navegables, seguirían siendo idénticas nuestras relaciones -y más íntimas que cuanto pudiera expresarse con palabras-. Aparte de esto, cada episodio y cada decoración sólo sería un espectáculo efímero. La misma tripulación de culis amarillos, atareada en torno de la escotilla principal, era menos consistente que la sustancia de que están hechos nuestros sueños. Pues, ¿quién en el mundo querría soñar con chinos…?

Me dirigí hacia la popa y subí al alcázar donde, bajo el toldo, brillaban los cobres, tan bruñidos como los de un balandro, los relucientes pasamanos de las barandillas y los cristales de las lumbreras. En el extremo de la popa, dos marineros, cuyas encorvadas espaldas se aureolaban con un suave centelleo, bruñían el timón. Sin parecer percatarse de mi presencia ni de la afectuosa mirada que les lancé al dirigirme hacia la escala de la cámara de oficiales, continuaron su tarea.

Las puertas estaban abiertas de par en par y la corredera echada hacia atrás. La espiral de la escalera interceptaba la vista del corredor. Un débil rumor venía de abajo, pero cesó bruscamente, al ruido de mis pasos sobre los peldaños.

3

La primera cosa que vi al llegar abajo fue la parte alta del cuerpo de un hombre proyectada hacia atrás, por así decirlo, desde una de las puertas que se hallaban al pie de la escalera. El hombre me miraba con los ojos muy abiertos. Tenía un plato en una mano y una servilleta en la otra.

– Soy el nuevo capitán -le dije tranquilamente.

En un abrir y cerrar de ojos soltó el plato y la servilleta y abrió con precipitación la puerta de la cámara. Apenas hube entrado en ella, cuando desapareció el individuo, pero sólo para reaparecer de inmediato abotonándose una chaqueta, que se puso con la rapidez de un transformista.

– ¿Dónde está el segundo? -pregunté.

– Creo que está en la cala, capitán. Hace diez minutos lo vi bajar por la escotilla de popa. -Dile que estoy a bordo.

La mesa de caoba, colocada bajo la lumbrera, brillaba en la penumbra como una oscura superficie acuática. El aparador, rematado por un gran espejo de marco dorado tenía una hermosa plancha de mármol adornada con dos lámparas de metal plateado y otros objetos que, evidentemente, sólo se sacaban al llegar al puerto. Los paneles de la cámara eran de dos clases diferentes de madera y de ese gusto sencillo y excelente que prevalecía en la época en que había sido construido el navío.

Me senté en el sillón colocado a la cabecera de la mesa, el sillón del capitán. Un pequeño compás suspendido sobre él recordaba mudamente el deber de una vigilancia incesante.

Una serie de hombres se habían sentado sucesivamente en aquel sillón. De repente pasó por mi espíritu esta idea, como si cada uno de ellos hubiese dejado un poco de sí entre los cuatro muros de aquellos decorados mamparos, como si una especie de alma compuesta, el alma del mando, viniese de pronto, en un murmullo, a hablarme de largas jornadas en el mar y de momentos de angustia.

«Tú también -parecía decir-, tú también gustarás de esta paz y esta inquietud, en una penetrante intimidad contigo mismo, tan oscuro como lo fuimos nosotros y tan soberano en presencia de todos los vientos y todos los mares, en el seno de una inmensidad que no admite huella alguna, que no guarda ningún recuerdo ni lleva cuenta alguna de las vidas humanas.»

En el fondo del marco dorado, de un oro ya deslustrado, a favor de la media luz caliente que se filtraba a través del toldo, vi mi rostro apoyado sobre mis manos. Y me contemplé fijamente, con la perfecta imparcialidad de la distancia, más bien con curiosidad que con cualquier otro sentimiento, como no fuese cierta simpatía que experimentaba por aquel último representante de lo que, en suma, formaba una dinastía, perpetuada, no por la sangre, ciertamente, sino por la experiencia, por la educación, por el concepto del deber y la bienaventurada sencillez de su tradicional concepto de la vida.

De pronto, tuve la impresión de que el hombre que me miraba inmutable y al que yo miraba como si fuese yo mismo y, a la vez, un individuo distinto, no era exactamente un ser aislado. Él tenía su lugar en un linaje de hombres que no había conocido y de los que nunca había oído hablar, pero a los que unas mismas influencias habían formado y cuyas almas, en lo que a la obra de sus humildes vidas concernía, no tenían secretos para él.

De repente caí en la cuenta de que había alguien más en la cámara, alguien de pie en un rincón y que me miraba atentamente. Era el segundo. Su largo bigote rojo determinaba el carácter de su fisonomía, que me pareció combativo, y -por absurdo que parezca- de bastante mal agüero.

¿Cuánto tiempo hacía que estaba allí observándome, mientras yo permanecía sumido en mi divagar? Muy confuso me habría quedado si, al lanzar una rápida mirada al reloj incrustado en lo alto del espejo, no hubiese observado que el minutero apenas se había movido.

Sin duda no debía de hacer más de dos minutos que yo me hallaba allí, pongamos tres…; por lo tanto, y afortunadamente, el segundo no había podido observarme sino durante una fracción de minuto. Pero no por eso deploré menos lo sucedido.

Sin embargo, no dejé traslucir nada, me levanté negligentemente -con una negligencia de circunstancias- y lo acogí con perfecta cordialidad.

Su actitud tenía algo de forzada y de atenta a la vez. Se llamaba Burns. Salimos de la cámara y recorrimos juntos el barco. Su rostro, visto

a plena luz, me pareció cansado, flaco, ceñudo. Por delicadeza, evitaba el mirarlo con demasiada frecuencia; sus ojos, en cambio, permanecían obstinadamente fijos en mí; eran verdes, y había en ellos una expresión expectante.