Llenos de ardor y de alegría, caminamos, reconociendo las lindes de nuestros predecesores, aceptando tales como se presentan la buena suerte y la mala -los puntapiés y las perras chicas, como reza el adagio-, el pintoresco destino común que tantas posibilidades guarda para el que las merece, cuando no simplemente para el afortunado. Sí; caminamos, y el tiempo también camina, hasta que, de pronto, vemos ante nosotros una línea de sombra advirtiéndonos que también habrá que dejar atrás la región de nuestra primera juventud. Éste es el período de la vida en que suelen sobrevenir aquellos momentos de que hablaba. ¿Cuáles? ¡Cuáles van a ser!: esos momentos del hastío, de cansancio, de descontento; momentos de irreflexión. Es decir, esos momentos en que los aún mozos propenden a cometer actos irreflexivos, tales como el matrimonio improvisado o el abandono de un empleo, sin razón alguna para ello.
Desde luego, no es ésta una historia conyugal. No; el destino no me fue tan adverso. Mi acto, por inconsiderado que fuese, tuvo más bien el carácter de un divorcio, casi de una deserción. Sin la menor razón que poder aducir sensatamente, tiré mi empleo por la borda, abandoné el barco donde venía prestando mis servicios, barco del que lo peor que podía decirse es que era de vapor y, quizá, por lo tanto, sin derecho a esa ciega fidelidad que… Pero, después de todo, ¿a qué tratar de paliar un acto que yo mismo sospeché, ya en aquel momento, obedecía sólo a un simple capricho?
Fue en un puerto de Oriente. Era un barco oriental, puesto que a la matrícula de aquel puerto pertenecía. Traficaba entre islas sombrías, por un mar azul sembrado de arrecifes, el rojo pabellón* ondeando a popa y, en el palo mayor, la enseña de la empresa naviera, roja también, pero con una cenefa verde y una media luna blanca en el centro, pues el navío pertenecía a un árabe, a un Sayed, por más señas, y de ahí la cenefa verde del pabellón. Este Sayed era el cabeza de una gran familia árabe de los Estrechos, pero difícilmente se habría encontrado al Este del canal de Suez un súbdito más fiel del complejo Imperio Británico. La política mundial no le interesaba para nada, pero ello no le impedía ejercer un gran poder oculto sobre los de su raza.
A nosotros poco nos importaba quién pudiera ser el propietario del barco. Fuera el que fuese, se veía obligado a emplear hombres de raza blanca en su tripulación, y la mayoría de los así empleados jamás tuvieron ocasión de verle con sus propios ojos. Yo mismo, sólo una vez le vi, y por mera casualidad, en un muelle. Era un vejete menudo, de tez bronceada, tuerto, vestido con una túnica inmaculada y calzado con babuchas amarillas. Una turba de peregrinos malayos, a los que sin duda había regalado con vituallas y dinero, le besaba las manos gravemente. Sus limosnas, oí decir, eran frecuentes y alcanzaban a casi todo el Archipiélago. Pues ¿no está dicho, acaso, que «el hombre caritativo es el amigo de Alá»?
Hombre excelente (y pintoresco) este armador árabe, del que nadie se preocupaba lo más mínimo, y excelentísimo este barco escocés, de quilla a perilla, fácil de conservar limpio, dócil al timón como el que más y, a no ser por su propulsión interna, digno del cariño de todos. Todavía hoy conservo su recuerdo con profundo respeto. Por lo que se refiere al género de tráfico y al carácter de mis compañeros de a bordo, realmente no habría podido sentirme más satisfecho si un benévolo encantador hubiese creado a mi gusto la vida y los hombres.
Y, súbitamente, abandoné todo aquello: Lo hice a la manera, para nosotros irrazonada, del pájaro que abandona una rama segura. Hubiérase dicho que, sin que ningún otro se percatase, había oído yo un murmullo o percibido algo. Tal vez fuese así, ¡qué demonio! Un día todo iba bien, al día siguiente todo había desaparecido: encanto, sabor, interés, contento, todo. Como veis, fue un momento de aquéllos. El malestar nuevo de la juventud que llega a su término se había apoderado de mí y me había arrastrado, arrastrado fuera del barco, quiero decir.
Sólo éramos cuatro blancos a bordo, con una numerosa tripulación de kalashes y dos malayos de baja graduación. Al saber mi decisión, el capitán me miró fijamente, como si se preguntara qué mosca me había picado. Pero era un marino y él también, en su tiempo, había sido joven. Así pues, disimuló una sonrisa bajo su espeso bigote gris y declaró que, evidentemente, no podía retenerme por la fuerza si yo creía que debía marcharme. Y todo quedó dispuesto para que a la mañana siguiente me pagasen. Cuando salíamos del cuarto de los mapas, agregó de repente, con singular tono pensativo, esperaba que encontrase lo que con tanta impaciencia buscaba. Frase amable y enigmática, que sentí penetraba en mí más profundamente que lo habría hecho un instrumento diamantino. Me parece que había comprendido mi caso.
Las maneras del segundo maquinista fueron muy distintas. Era un escocés, joven y vigoroso, de rostro y ojos claros. Su honrada faz rojiza emergió por la carroza de la cámara de máquinas, seguida por todo su cuerpo de hombre robusto; arremangado, se limpiaba lentamente los macizos antebrazos con un puñado de estopa. Sus ojos claros tenían una amarga expresión de disgusto, como si nuestra amistad hubiese quedado reducida a cenizas. Enérgicamente, declaró: “ ¡Ah!, sí; ya había pensado yo que era ya tiempo de que volvieses a tu casa para casarte con cualquier chica estúpida”.
Todo el mundo sabía en el puerto que John Nieven era un misógino feroz; lo absurdo de esta salida me probó que había querido molestarme, diciéndome la frase más hiriente que pudo ocurrírsele. La risa con que respondí a sus palabras parecía pedirle excusas. Después de todo, sólo un amigo podía enfadarse así. Pero, en el fondo, me sentí un tanto apabullado.
Nuestro primer maquinista juzgó de manera igualmente característica, aunque más amable, mi manera de obrar. También él era joven, pero muy delgado, y su rostro macilento aparecía enmarcado por una barba castaña y sedosa. De la mañana a la noche, en el mar o en el puerto, podía vérsele midiendo a grandes pasos la cubierta de popa, con una expresión de intenso éxtasis producido por la continua atención que dispensaba a los molestos desórdenes de su organismo. Nuestro primer maquinista era un dispéptico inveterado. Su manera de juzgar mi caso fue muy sencilla: declaró que la causa radicaba en el mal funcionamiento de mi hígado. ¡Evidentemente! Me aconsejó que hiciese un nuevo viaje antes de retirarme y que durante ese tiempo me tratase con cierto específico en el que tenía una fe absoluta.
– Le diré a usted lo que voy a hacer. Voy a comprarle de mi bolsillo dos frascos. Eso es. No puedo decirle nada mejor, ¿no es cierto?
Creo que, al menor signo de debilidad por mi parte habría perpetrado esta atrocidad -o generosidad-. No obstante, en aquel momento me sentía más descontento, disgustado y obstinado que nunca. Aquellos últimos dieciocho meses, llenos, sin embargo, de tantas experiencias nuevas y diversas, no me parecían ya sino una lúgubre y prosaica pérdida de tiempo. Me parecía -¿cómo expresarlo?-, me parecía como si no contuviesen la menor verdad.
¿Qué verdad? Yo mismo me habría visto en aprietos para decirlo. Y si hubiesen insistido en preguntármelo, sin duda habría acabado, simplemente, por echarme a llorar. Todavía era lo bastante joven para ello.
Al día siguiente, el capitán y yo arreglamos mis asuntos en la Oficina del Puerto. Era una habitación grande y de techo elevado, fresca y blanca, en la cual la luz tamizada brillaba serenamente. Todo el mundo, empleados y gentes de fuera, estaba allí vestido de blanco. Sólo los pesados y bruñidos escritorios formaban en el centro una fila oscura y reluciente. Algunos de los papeles que los cubrían eran azules. Enormes punkahs enviaban desde lo alto una agradable corriente de aire a través de aquel inmaculado interior y sobre nuestras frentes sudorosas.