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– Creo que antes de poco tiempo podré subir al puente -murmuró Mr. Burns-, y entonces veremos.

No sabría decir si con aquellas palabras trataba de formular una promesa de combatir los maleficios sobrenaturales. En todo caso, no era éste el género de ayuda que yo necesitaba. Por otra parte, casi había vivido noche y día sobre el puente a fin de aprovechar la primera ocasión que se me presentase de llevar mi barco un poco más al sur. Me daba perfecta cuenta de que el segundo se hallaba todavía extremadamente débil y que aún no se había liberado por completo de aquella idea fija que se me antojaba un síntoma de su enfermedad. De todas maneras, la confianza de un convaleciente no era para desalentar a nadie.

– Será usted muy bien recibido en él, Mr. Burns, estoy seguro -le dije-. Si continúa usted a este paso, muy pronto será el hombre más fuerte del barco.

La perspectiva le alegró, pero su extrema delgadez hizo de su sonrisa una horrible exhibición de dientes largos bajo unos mostachos rojizos.

– ¿Van mejor los hombres, capitán? -me preguntó lacónicamente, con visible expresión de inquietud.

Contesté apenas con un vago ademán, y me alejé de la puerta. La verdad era que la fiebre se burlaba de nosotros tan caprichosamente como el viento. Iba y venía de un hombre a otro, con más o menos fuerza, pero dejando siempre huellas de su paso, debilitando a unos, abatiendo por un tiempo a. otros, abandonando a éste para volver a aquél, de tal modo que todos presentaban un aspecto enfermizo y una expresión inquieta y perturbada en los ojos. Entretanto, Ransome y yo, los únicos completamente indemnes, distribuíamos con asiduidad la quinina entre ellos. Era una doble lucha. Los vientos contrarios nos atacaban por el frente y la enfermedad nos perseguía por detrás. Debo decir que la tripulación era excelente. De buen grado realizaban el incesante trabajo de bracear las vergas, pero sus miembros habían perdido toda elasticidad, y al mirarlos desde el puente no podía apartar de mi espíritu la horrible impresión de que se movían en medio de una atmósfera envenenada.

Mr. Burns había logrado no sólo sentarse, sino hasta levantar las piernas y, rodeándolas con sus descarnados brazos, semejante a un esqueleto viviente, lanzaba profundos e impacientes suspiros.

– Lo más importante para nosotros, capitán -me decía cada vez que yo le daba ocasión-, es que el navío pase los 8° 20' de latitud. Una vez superado ese punto, todo irá bien.

En un principio me contenté con sonreír, a pesar de que no estaba de humor. Pero, al cabo, perdí la paciencia.

– ¡Ah!, sí, 8° 20' de latitud. Allí enterró usted a su capitán, ¿no es eso? -Y agregué, con tono severo-: ¿No cree usted, Mr. Burns, que ya es tiempo de acabar con todas esas tonterías? Volvió hacia mí sus ojos hundidos con una mirada de invencible obstinación, pero se contentó con murmurar, apenas lo bastante alto para que pudiese oírlo:

– Nada de particular tendría… Ya veremos…, todavía nos jugará una mala partida… Escenas como ésa no eran precisamente las más adecuadas para fortificar mis energías. El peso de la adversidad comenzaba a dejarse sentir en mi ánimo. Al mismo tiempo, experimentaba un sentimiento de desprecio por esa oscura debilidad interior. Desdeñosamente, me decía a mí mismo que serían precisas mayores calamidades para mellar mi valor.

Ignoraba entonces lo pronto que sería puesto a prueba y en qué circunstancias tan inesperadas.

Ocurrió al día siguiente mismo. El sol había aparecido al sur de Koh Ring, que continuaba a babor, como un compañero diabólico. Su vista me resultaba verdaderamente odiosa. Nos habíamos pasado la noche navegando en todas las direcciones del compás, braceando incesantemente las vergas en espera de una brisa que no llegaba. Al levantarse el sol, tuvimos, durante una hora, una brisa bastante fuerte e inexplicable, que nos cogió de cara. Aquello era absurdo. Aquello no estaba de acuerdo ni con la estación ni con la secular experiencia de los marinos, tal como aparece consignada en los libros, ni con el aspecto del cielo. Sólo una determinada malevolencia podía explicarlo. La brisa nos hizo recorrer a buena marcha un gran trecho fuera de nuestra ruta; y si hubiésemos navegado por gusto, nos habría parecido deliciosa, con el espejo matutino del mar, la sensación del movimiento y el regalo de una frescura a la que no estábamos acostumbrados. Luego, repentinamente, como si se negase a llevar más lejos su siniestra broma, cayó por completo, en menos de cinco minutos. La proa del barco se volvió hacia el lado a que escoraba; el mar, inmóvil, adquirió el bruñido de una lámina de acero.

Bajé del puente, pero no para descansar, sino sencillamente porque ya no podía soportar aquel espectáculo. El infatigable Ransome trabajaba

en la cámara. Había adquirido la costumbre de presentarme todas las mañanas un informe sobre el estado sanitario de la tripulación. Al verme, se apartó del aparador y me miró con sus ojos amables y tranquilos. Ni una sombra empañaba su frente inteligente.

Algunos hombres no se encuentran muy bien esta mañana, capitán -me dijo con tono tranquilo.

– ¿Qué? ¿Todos ellos fuera de servicio?

– En realidad, sólo hay dos que han tenido que quedarse en sus hamacas, capitán, pero… -Esta última noche ha sido fatal para ellos. Nos hemos tenido que pasar todo el tiempo soltando y recogiendo cabos.

– Ya lo oí, capitán. Me entraron ganas de subir a ayudarlo, pero ya sabe usted…

– De ningún modo. No debe usted… Los hombres duermen de noche sobre cubierta y eso no les conviene.

Ransome asintió. Pero no se puede vigilar a los hombres como a niños. Además, no era posible reprocharles el que buscasen un poco de aire fresco en cubierta. Pero ya él sabía mejor que nadie a qué atenerse…

Nuestro cocinero era verdaderamente razonable. Esto no quiere decir que los otros no lo fuesen. Los días precedentes habían sido para nosotros como una prueba de fuego. Realmente, no podía rebelarse uno contra aquel instinto simplista e imprudente que los impulsaba a aprovechar los momentos de tregua, cuando la noche les daba una ilusión de frescor y las estrellas centelleaban a través de un aire denso y cargado de rocío. Además, casi todos estaban debilitados por la maniobra, que reclamaba incesantemente los brazos de quienes aún podían arrastrarse. ¡Con qué objeto hacerles reproches! Pero yo creía con firmeza que la quinina era de una utilidad extraordinaria, y poco menos que milagrosa.

Estaba convencido de ello. Había puesto toda mi fe en ella. Su virtud medicinal salvaría a los hombres, salvaría el barco, rompería el sortilegio, desafiaría al tiempo, haría del estado del mar una preocupación pasajera y, operando como un polvo mágico contra el misterioso maleficio, aseguraría el primer viaje de mi primer mando contra el poder diabólico de los vientos y la epidemia. Para mí, era más preciosa que el oro, y al contrario que el oro, del que nunca parece haber bastante en ninguna parte, el barco tenía de ella una provisión suficiente. Fui a la cabina para medir algunas dosis. Tendí la mano con la sensación de un hombre que se apodera de una panacea infalible, tomé un nuevo frasco, quité el papel que lo cubría, observando que no estaba precintado, ni arriba ni abajo…

Pero ¡para qué describir las rápidas etapas de aquel espantoso descubrimiento! Ya, sin duda, habéis adivinado la verdad. Allí estaba el papel que lo cubría, allí el frasco y el polvo blanco en su interior, un polvo blanco cualquiera, que nada tenía que ver con la quinina. Una sola mirada bastaba para darse cuenta de ello. Recordé que, al coger el frasco, ya antes de desenvolverlo, el peso del objeto que tenía en la mano me había hecho presentir la verdad. La quinina es ligera como una pluma, y mis nervios exasperados debían de tener una sensibilidad desacostumbrada. Dejé que el frasco se hiciese añicos contra el suelo. La droga, cualquiera que fuese, chirrió bajo la suela de mi zapato como si de arenilla se tratara. Cogí el frasco siguiente, y luego otro. El peso era por sí solo lo bastante elocuente. Lino tras otro, cayeron, rompiéndose a mis pies, no porque yo los arrojase, colérico, sino porque se deslizaron de entre mis dedos como si realmente aquel descubrimiento superase mis fuerzas.