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Es un hecho que la violencia misma de una prueba moral nos ayuda a soportarla, haciéndonos momentáneamente insensibles. Salí de la habitación aturdido, como si hubiese recibido un golpe en la cabeza. Desde el otro extremo de la cámara, al otro lado de la mesa, Ransome, con un trapo en la mano, me miraba boquiabierto. No creo que tuviese yo el aspecto de un loco, pero es muy posible que mostrase cierta agitación mientras, instintivamente, me apresuraba hacia el puente. Ejemplo de la educación hecha instinto. Las dificultades, los peligros, los problemas de un barco en el mar, se resuelven en el puente. Ante aquel acontecimiento, como si se tratase de un fenómeno de la naturaleza, reaccioné instintivamente, lo que tal vez fuese la prueba de que en cierto momento no debí ser dueño de toda mi razón.

Desde luego, no me encontraba plenamente en mis cabales, pues hallándome ya al pie de la escalera, di media vuelta y me precipité hacia el camarote de Mr. Burns. La extraña apariencia de mi segundo me hizo volver en mí. Se hallaba sentado en su litera; su cuerpo parecía inmensamente largo y su cabeza se inclinaba sobre el hombro con una afectada complacencia. Su mano, trémula, al final de un antebrazo apenas más grueso que una gruesa caña, blandía un brillante par de tijeras, que, ante mis ojos, procuraba clavarse en la garganta.

Hasta cierto punto me quedé aterrado, pero sólo fue una especie de efecto secundario lo que me permitió gritarle algo así como:

– ¡Deténgase…! ¡Santo Dios…! ¿Qué va a hacer usted?

En realidad, lo que el enfermo, contando con exceso con las fuerzas recuperadas, intentaba, era sencillamente cortarse la espesa barba rojiza. Tenía extendida sobre sus rodillas una gran toalla, en la cual caía, a cada tijeretazo, una lluvia de pelos rígidos como alambres de cobre.

Burns volvió hacia mí su rostro, más grotesco que las fantasías de un sueño* grotesco. Una de sus mejillas se hallaba aún cubierta por una barba semejante a una llama; la otra, estaba ya limpia y sumida, con el largo bigote erguido de aquel lado, solitario y huraño. Y mientras me miraba petrificado, conservando entre sus dedos las entreabiertas tijeras, le anuncié, furioso, mi descubrimiento en sólo seis palabras y sin el menor comentario.

5

Oí el ruido de las tijeras que se le escapaban de las manos, observé el peligroso esfuerzo que hacía todo su cuerpo al borde de la cama para recogerlas, y luego, volviendo a mi primer impulso, subí apresuradamente hacia el puente. El centelleo del mar me llenó los ojos. Estaba magnífico y desierto, monótono y desesperante, bajo la curva vacía del cielo. Las velas pendían, inmóviles y flojas; los pliegues de sus abatidas superficies no tenían más movimiento que si estuviesen tallados en granito. La impetuosidad de mi aparición sobresaltó ligeramente al hombre que iba al timón. En lo alto de un mástil chirriaba una polea de modo incomprensible. ¿Cómo diablos podía chirriar así? Semejaba el silbido de un pájaro. Durante un largo rato contemplé aquel universo desierto, hundido en un silencio infinito, inundado de sol por una razón misteriosa. De pronto, oí junto a mí la voz de Ransome:

– He hecho que Mr. Burns se vuelva a acostar, capitán.

– ¡Cómo!

– Sí, capitán; se levantó, pero apenas soltó el borde de la litera se cayó al suelo. Sin embargo, me parece que no delira.

– No -contesté sordamente y sin mirar a Ransome. Éste aguardó un momento, y luego, con precaución, como para no disgustarme, agregó:

– No creo que debamos dejar que se pierda ese medicamento, capitán. Puedo recogerlo, todo, o casi todo, y después se le quitarán los trozos de vidrio. Voy a ocuparme de ello enseguida. Esto sólo demorará diez minutos el desayuno.

– Bien -dije amargamente-. El desayuno puede esperar. Recoja toda esa droga y tírela por la borda.

Sólo me contestó un profundo silencio; mirando por encima del hombro, comprobé que Ransome, el inteligente y reposado Ransome, había desaparecido. La soledad absoluta del mar obraba sobre mi cerebro como un tósigo. Cuando mis miradas se dirigían al barco, una visión morbosa me lo hacía ver como urja tumba flotante. ¿Quién no ha oído hablar de esos navíos que van flotando a la deriva, con toda su tripulación muerta? Miré al hombre del timón y sentí un deseo súbito de hablarle; como si hubiese adivinado mi intención, su rostro adquirió una expresión atenta. Pero, al fin, opté por bajar, pensando que no estaría de más permaneciese a solas un momento ante la inmensidad de mis preocupaciones. Por desgracia, Mr. Burns me vio, al pasar por delante de su puerta, y no pudo por menos de decirme con tono gruñón:

– ¿Y bien, capitán?

– No van muy bien las cosas -contesté, después de entrar.

Mr. Burns, instalado nuevamente en su lecho, disimulaba con la palma de la mano su hirsuta mejilla.

– Ese endiablado mozo me ha quitado las tijeras -agregó.

La tensión de espíritu que sufría yo era tan intensa que tal vez fue conveniente que Mr. Burns iniciase la conversación con aquella queja. Irritado, al parecer, profundamente, volvió a gruñir:

– ¿Acaso cree que estoy loco, o qué?

– No lo creo, Mr. Burns.

En aquel momento me pareció un modelo de dominio de sí mismo. Desde este punto de vista, hasta sentía algo semejante a la admiración por aquel hombre, que -aparte de la respetable materialidad de lo que de barba le quedaba- se aproximaba a un espíritu desencarnado todo lo que es posible a un ser vivo. La extraordinaria delgadez de su nariz y las profundas cavidades de sus sienes me sorprendieron, y no pude menos de envidiarle. Estaba tan flaco y desencajado que, probablemente, no tardaría en morir. ¡Hombre envidiable! Tan próximo a extinguirse, en tanto que yo tenía que soportar en el fondo de mí mismo el tumulto de una dolorosa vitalidad, de la duda, de la confusión del remordimiento y una vaga repugnancia a enfrentarme con la horrible lógica de la situación.

– Me parece que yo también me vuelvo loco -murmuré sin poder evitarlo.

Mr. Burns fijó en mí sus ojos de espectro, pero no pareció alterarse en absoluto. -Siempre pensé que él nos haría una mala jugada -dijo, subrayando especialmente la palabra «él».

Recibí un golpe interior, pero ni mi cabeza ni mi corazón se hallaban dispuestos a discutir con él. Mi enfermedad tenía la forma de la indiferencia. Era la creciente parálisis que puede producir una perspectiva desesperada. Me contenté, pues, con mirar a Mr. Burns, que se lanzó a un nuevo discurso.

– ¿Qué? ¿No lo cree usted? ¿Entonces, cómo se explica todo esto? ¿Cómo cree que pueda suceder semejante cosa?

– ¿Suceder? -repetí-. ¿Por qué… sí, cómo diablos ha podido suceder?

Y realmente, pensando en ello parecía incomprensible que fuera así: los frascos terminados, llenados de nuevo, envueltos en sus papeles y colocados en su sitio… Una especie de complot, un siniestro engaño, una a modo de secreta venganza… pero ¿con qué fin? O bien una burla diabólica. Mr. Burns tenía su propia idea al respecto. Muy sencilla por otra parte. Con una voz cavernosa, declaró solemnemente:

– Supongo que le darían unas quince libras en Haiphong por la provisión.

– ¡Mr. Burns! -exclamé.

El segundo meneó grotescamente la cabeza, por encima de sus piernas, levantadas como dos mangos de escoba cubiertos por su pijama y rematadas por dos enormes pies desnudos.

– ¿Por qué no? La quinina es una droga bastante cara en esta parte del mundo, y en Tonkín carecían de ella. ¿Y qué podía importarle eso a él? Usted no lo conoció. Pero yo sí, y le hice frente. No temía a Dios ni al diablo ni a los hombres ni a los vientos ni a las mareas ni siquiera a su propia conciencia. Y tengo para mí que odiaba a todo bicho viviente. No obstante, me parece que temía a la muerte. Creo que fui yo el único hombre que se atrevió a hacerle frente. Cuando cayó enfermo, en la cabina que ahora ocupa usted, le hice frente y lo vencí. Me parece que hasta temió que le retorciera el cuello. Si hubiese hecho lo que él quería, habríamos tenido que luchar contra el monzón del nordeste por los siglos de los siglos. Representar el Buque Fantasma en los mares de la China, ¡ja, ja!