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– Pero ¿por qué volvió a llenar así los frascos? -pregunté.

– ¿Y por qué no había de hacerlo? ¿Por qué había de tirar los frascos? Después de todo, hacen bulto en el cajón, forman parte del botiquín.

– ¡Pero si estaban envueltos de nuevo en sus papeles!

– ¿Y qué? Para eso estaban allí los papeles. Supongo que lo haría por costumbre, y en cuanto a llenarlos de nuevo, siempre hay en el botiquín gran cantidad de drogas, que llegan con sus envolturas de papel, que al cabo de cierto tiempo se rompen. Además, ¿quién puede saberlo? Supongo, capitán, que no probaría usted la droga. Pero, naturalmente, está usted seguro…

– No -lo interrumpí-. No la probé. Ahora, la han arrojado toda por la borda.

A mi espalda oí una voz dulce y tranquila, que decía:

– Yo la he probado. Sabía como una mezcla de toda clase de cosas dulzonas, saladas y amargas… ¡un horror!

Ransome, que salía de la despensa, nos escuchaba desde hacía un momento, cosa muy excusable por otra parte.

– ¡Una mala jugada! -exclamó Mr. Burns-. Siempre dije que nos la jugaría.

Mi indignación no tenía límites. Y también aquel simpático y buen doctor… El único hombre simpático que había conocido yo… en vez de escribirme aquella carta de advertencia, por un refinamiento de simpatía, ¿no habría hecho mejor revisando cuidadosamente el botiquín? Pero, después de todo, era injusto reprocharle nada al doctor. Todo parecía estar en perfecto orden y el botiquín era una cosa oficial. No había nada en él que pudiese despertar fundadamente la más ligera sospecha. La única persona que no tenía excusa era yo mismo. Jamás debería uno estar seguro de nada. El germen de un remordimiento eterno echaba raíces en mí.

– Comprendo que toda la culpa es mía -exclamé-, mía y sólo mía. Lo comprendo perfectamente, y no me lo perdonaré nunca.

– Eso es absurdo, capitán-dijo impetuosamente Mr. Burns.

Y, una vez hecho este esfuerzo, volvió a caer sobre su lecho, agotado. Cerró los ojos. Jadeaba. También a él lo había abrumado aquel descubrimiento. Al salir del camarote, vi a Ransome, que me miraba con aire indeciso. Comprendía lo que aquello significaba, pero no por eso dejó de dirigirme una de sus habituales sonrisas, llenas de gravedad. Luego, volvió a entrar en su despensa, y yo subí apresuradamente al puente, para ver si soplaba algo de brisa. Fue inúticlass="underline" ni el menor soplo bajo el cielo ni el menor movimiento en el aire ni el menor signo de esperanza. Una inmovilidad de muerte me acogió de nuevo. Nada había cambiado, como no fuese que otro hombre se hallaba ahora en el timón. Parecía enfermo. Tenía una expresión de agotamiento, y más parecía agarrarse a los radios de la rueda que sostenerla con mano firme.

– No está usted en estado de continuar aquí. -Puedo gobernar, capitán…

En realidad, no tenía nada que hacer. El barco ni siquiera dejaba estela. Permanecía inmóvil, con la proa dirigida hacia el oeste, visible siempre a popa la eterna Koh Ring, con algunos islotes en torno, manchas negras entre aquel gran resplandor, titilando ante mis ojos turbios. Aparte de aquellos trozos de tierra, no había la menor mancha en el cielo ni sobre el agua; ni la sombra de un vapor ni un rastro de humo ni una vela ni un barco ni el menor asomo de animación humana ni el menor signo de vida, ¡nada!

La primera cuestión que se presentaba era determinar lo que debía hacerse. ¿Qué podía hacerse? Evidentemente, ante todo era preciso advertir a los hombres. Aquel mismo día lo hice, pues no quería que la noticia se esparciese por sí sola. Yo afrontaría la situación. Con ese propósito hice reunir a la tripulación en la cubierta de popa. En el mismo momento en que me adelantaba para hablarles, descubrí que la vida podía reservarnos terribles momentos. Jamás criminal alguno se sintió tan oprimido por el sentimiento de su responsabilidad. Tal vez fue ésa la causa de que mi rostro tomara una expresión dura y mi voz se volviera áspera al declararles que ya no podía atender a sus enfermedades proporcionándoles medicamentos. En cuanto a los cuidados que pudieran prestárseles, ellos sabían que nunca les habían faltado.

Les habría reconocido de buena gana el derecho a hacerme pedazos. El silencio que siguió a mis palabras fue tal vez todavía más difícil de soportar que las más furiosas vociferaciones. Me sentí abrumado por la infinita profundidad de su reproche. Pero, en realidad, me equivocaba. Con una voz que sólo a costa de grandes esfuerzos podía mantener firme, proseguí:

– Supongo, amigos míos, que habréis comprendido lo que he dicho y que sabéis lo que eso significa…

Una o dos voces se levantaron:

– Sí, capitán… Comprendemos.

Habían guardado silencio simplemente porque pensaban que no se les exigía contestación alguna; pero cuando les hube dicho que tenía la intención de dirigirme hacia Singapur y que la suerte del navío y de su tripulación residía en los esfuerzos de todos nosotros, enfermos y sanos, para sacar de allí el barco, recibí el estímulo de un murmullo de asentimiento y de una voz que gritó:

– ¡Desde luego que lo sacaremos de este cochino agujero!

Transcribo aquí algunas de las notas que tomé en aquella época:

Por fin habíamos perdido de vista Koh Ring. Creo ahora que durante muchos días sólo pasé abajo dos horas seguidas. Estoy en el puente, como es natural, día y noche, y las noches y los días se suceden sin interrupción, sin que pueda decirse si son cortos o largos, pues toda noción de tiempo se pierde en la monotonía de la espera, de la esperanza y del deseo, del deseo único de hacer ruta hacia el sur. ¡Hacer ruta hacia el sur! El efecto es curiosamente mecánico; el sol se levanta y desciende, la noche se balancea sobre nuestras cabezas como si alguien, más allá del horizonte, diese vuelta a una manivela. Todo esto es mezquino y sin objeto… Y mientras dura este lamentable espectáculo, no hago otra cosa que medir el puente con mis pasos.

¡Cuántas millas no habré andado por la cubierta de este navío! Peregrinación hija de la terquedad y del enervamiento, a la que dan alguna variedad las cortas visitas que hago a Mr. Burns. No sé si es una ilusión, pero mi segundo parece más fuerte a medida que pasan los días. Habla poco. Pero la verdad es que la situación no se presta a observaciones ociosas. Otro tanto he advertido en los tripulantes cuando los veo trabajar o descansar sobre el puente. No hablan entre ellos. Si existe un oído invisible que recoge los murmullos de la tierra, creo que no podría descubrir en ella lugar más silencioso que este barco…

No, Mr. Burns no tiene mucho que decirme. Permanece sentado sobre su litera, afeitadas las mejillas, llameante el bigote y con una expresión de firmeza silenciosa en su rostro blanco como el yeso. Ransome me dice que devora hasta la última migaja de la comida que le sirve, pero que, aparentemente, duerme muy poco. Hasta por la noche, cuando bajo para cargar mi pipa, observo que, aun adormecido, tendido sobre la espalda, conserva siempre su expresión resuelta. A juzgar por la rápida mirada que me lanza de soslayo cuando está despierto, se le creería molesto de ver interrumpida una meditación particularmente ardua. Cuando vuelvo a subir al puente, encuentro de nuevo el orden perfecto de las estrellas, sin la más pequeña nube, lo que es infinitamente desalentador. Todo está allí: las estrellas, el sol, el mar, la luz, las tinieblas, el espacio, las aguas, toda la obra formidable de los siete días, en la cual parece haber sido precipitada la humanidad a pesar suyo. O atraída con añagazas. Como fui atraído yo mismo a la aventura de este mando siniestro, y poco menos que mortal.