Una vez en la galería, el extranjero se detuvo bruscamente para hacernos, con expresión de ansiedad, una larga observación, cuyo sentido no logré interpretar del todo. Hubiérase dicho que hablaba un horrible lenguaje desconocido. Pero cuando el capitán Giles, tras un momento de reflexión, le contestó: «Sí, seguramente; tiene usted razón», el individuo pareció encantado y se fue, andando casi sin tambalearse, a buscar un poco más lejos una chaise longue.
– ¿Qué quería decir? -pregunté con cierta repugnancia.
– No lo sé. No debemos ser demasiado duros con un camarada. Puede usted estar seguro de que sufre. Y, mañana, todavía será peor.
A juzgar por su apariencia, eso parecía imposible. No pude por menos de preguntarme qué clase de complicado libertinaje lo había conducido a semejante estado. Pero la benevolencia del capitán Giles iba acompañada de un cierto aire de satisfacción de sí mismo que me disgustaba. Riendo ligeramente, le dije:
– En todo caso, aquí está usted para mirar por él.
Hizo un gesto de negación, se sentó y cogió un periódico. Yo hice otro tanto. Los periódicos eran antiguos y carecían de interés, llenos casi en su totalidad de descripciones estereotipadas de las ceremonias con que se había celebrado el jubileo de la reina Victoria. Sin duda habríamos cedido rápidamente a la somnolencia de aquel mediodía tropical si la voz de Hamilton no se hubiese dejado oír en el comedor. Hamilton acababa su comida. La puerta, muy ancha, tenía abiertos de par en par sus dos batientes y él no sospechaba que nos hallásemos sentados tan cerca. Le oímos, pues, contestar en altavoz y con tono arrogante a una observación que el primer administrador se había aventurado a hacer.
– Puede usted estar seguro de que no aceptaré un empleo cualquiera. No se encuentra todos los días un caballero. No hay para qué apresurarse.
Se oyó al administrador murmurar algo, y luego, nuevamente, a Hamilton, que respondía con un tono todavía más acentuado de desprecio:
– ¿Cómo? ¿Ese joven mentecato que se cree un personaje por haber sido durante tanto tiempo segundo de Kent…? ¡Absurdo!
Giles y yo nos miramos. Kent era mi antiguo capitán. Las palabras: «Habla de usted», que murmuró el capitán Giles, me parecieron completamente ociosas. Sin duda el administrador insistió en su opinión, pues de nuevo se oyó a Hamilton, todavía más desdeñoso si era posible, declarar enfáticamente:
– Eso no tiene pies ni cabeza. No se compite con un aficionado semejante. Tenemos todo el tiempo para nosotros.
Enseguida oímos un ruido de sillas que se movían, de pasos, y las plañideras exhortaciones del administrador persiguiendo a Hamilton hasta la puerta de entrada.
– Cierto, es un individuo demasiado insolente -observó, de manera inútil, a mi parecer, el capitán Giles-. Muy insolente. Sin embargo, usted no le ha hecho nada, que yo sepa, ¿no es cierto?
– En mi vida le he hablado -respondí con aspereza-. No comprendo qué quiere decir con eso de «competir». Ha procurado obtener mi puesto después de que yo lo abandoné, y no lo ha logrado. No es eso, precisamente, lo que podría llamarse competir.
El capitán Giles meneó, pensativo, su voluminosa y benévola cabeza.
– No lo ha logrado -repitió con lentitud-. No, con Kent no era probable obtenerlo. Kent no se consuela de que usted lo haya abandonado y dice que es usted un buen marino.
Arrojé el periódico que aún tenía en la mano, me levanté y con la palma de la mano abierta golpeé la mesa. ¿Por qué demonios había de volver siempre a aquel asunto, que a mí solo importaba? Aquello era, realmente, exasperante.
La perfecta tranquilidad con que me miraba el capitán Giles me redujo al silencio.
– No hay nada en ello que pueda molestarle -murmuró tranquilamente, con un deseo visible de apaciguar la infantil irritación que había producido con sus palabras.
Y, en realidad, tenía un aspecto tan inofensivo que procuré explicarme de la mejor manera. Le dije que no deseaba oír una sola palabra más sobre lo que ya era cosa pasada. Durante todo el tiempo que duró, aquello había sido muy agradable, pero ahora que había terminado prefería no hablar, y ni siquiera pensar en ello. Estaba absolutamente decidido a regresar a Europa.
Giles escuchó toda mi tirada con expresión particularmente atenta, como si hubiese querido sorprender en ella una nota falsa; luego, se enderezó y pareció meditar con ahínco sobre el asunto.
– Sí, ya me había dicho usted que deseaba regresar. ¿Tiene ya algo en perspectiva allí?
En lugar de contestar que eso no le importaba, respondí malhumorado:
– Nada que yo sepa.
Ciertamente, yo ya había enfocado ese aspecto un tanto oscuro de la situación que yo mismo me había creado al abandonar un empleo satisfactorio, y la verdad es que no las tenía todas conmigo. Estuve a punto de agregar que el sentido común no tenía nada que ver con mi manera de obrar y que ésta no merecía, Por lo tanto, el interés que parecía inspirarle. Pero Giles se había dedicado a exhalar bocanadas de humo de su corta pipa de madera, y tenía un aspecto tan plácido, tan limitado, tan vulgar, que realmente no valía la pena crearle un rompecabezas con un exceso de sinceridad o de ironía.
Envuelto en una nube de humo, me preguntó bruscamente, a quemarropa:
– ¿Ha tomado ya su pasaje
Vencido por la descarada obstinación de un hombre con el cual era verdaderamente difícil mostrarse grosero, contesté con extremada delicadeza que todavía no había hecho ninguna diligencia al respecto. Pensaba que al día siguiente tendría tiempo de sobra para hacerlo.
Y estaba a punto de alejarme, sustrayendo así mis asuntos privados a los esfuerzos ridículamente inútiles que hacía Giles para probar su consistencia, cuando el capitán colocó su pipa ante sí de manera significativa, como si quisiese indicar que había llegado el momento crítico y se inclinó de lado sobre la mesa que nos separaba.
– ¡Ah! ¿Conque todavía no lo ha tomado? -Y agregó, bajando la voz misteriosamente-: Pues bien, en ese caso me parece conveniente que sepa que aquí sucede algo.
Yo nunca me había sentido más desligado de las cosas de este mundo. Aunque liberado por algún tiempo del mar, había conservado ese estado de ánimo de los marinos, que se sienten completamente ajenos a todo lo que pasa en tierra. ¿En qué podía concernirme aquello? La agitación del capitán Giles me producía más compasión que curiosidad.
A manera de preámbulo, me preguntó si el administrador me había hablado por la mañana, a lo que respondí que no, agregando que si lo hubiese intentado no habría encontrado por mi parte mayor estímulo. No tenía las menores ganas de conversar con aquel individuo.
Sin desalentarse por mi petulancia, el capitán Giles, con una expresión de profunda sagacidad, comenzó a hablarme con toda clase de detalles de un ordenanza de la Oficina del Puerto. Pero ¿qué interés podía tener eso para mí? Aquella mañana habían visto pasar por la galería a un ordenanza que llevaba en la mano una carta, un sobre oficial. Según la costumbre de aquellas gentes, se la había mostrado al primer blanco que encontró, que no resultó ser otro que nuestro amigo de la chaise longue. Como sabemos, éste no se hallaba en estado de interesarse por las cosas sublunares, y se contentó con alejar al ordenanza con un gesto. El ordenanza recorrió entonces la galería y cayó sobre el capitán Giles, que, por azar extraordinario, se encontraba allí.