Contestó a todas mis preguntas, pero yo creía descubrir en su entonación no sé qué repugnancia. El oficial segundo, con tres o cuatro hombres, se hallaba ocupado en la proa. Burns me dijo su nombre y yo lo saludé al pasar. Era extremadamente joven, al punto de que casi me hizo el efecto de un niño.
Cuando regresamos a la cámara, me senté en la extremidad de un canapé de terciopelo rojo semicircular, o más bien semiovalado, que ocupaba toda la parte posterior de la cámara. Mr. Burns, al que ofrecí asiento, se dejó caer en una de las sillas giratorias que había en torno a la mesa y continuó mirándome con la misma insistencia y una expresión extraña, como si todo aquello fuese una pura ficción y esperase a cada momento verme levantar riendo a carcajadas, y, dándole una palmadita en la espalda, desaparecer de la cámara, como por ensalmo.
Esa situación tenía algo raro que comenzaba a inquietarme. Me esforcé, sin embargo, por reaccionar contra tan confuso sentimiento.
«Es mi inexperiencia, y nada más», pensé. En presencia de aquel hombre algunos años mayor que yo, según me pareció, tuve conciencia de lo que había dejado detrás de mí -conciencia de mi juventud-. Pero esto apenas si podía servirme de consuelo. La juventud es una gran cosa, una fuerza poderosa, mientras no se piensa en ella. Me sentía confuso. Casi a pesar mío, afecté una gravedad malhumorada.
– Veo que ha mantenido usted el barco en buen orden, Mr. Burns -le dije.
Apenas había pronunciado estas palabras, cuando ya me preguntaba coléricamente por qué lo había hecho. A manera de respuesta, Mr.
Burns se contentó con guiñarme un ojo. ¿Qué quería decir con aquello?
Me escudé entonces en una pregunta que desde hacía largo tiempo venía haciéndome interiormente; la pregunta más natural que pueda salir de labios de un marino que se embarca en un barco nuevo para él. ¡La hice al demonio aquella turbación!- con un tono dégagé y joviaclass="underline"
– Supongo que podrá andar, ¿eh? Normalmente, la respuesta a una pregunta de este género debería haber tenido un acento bien de excusa apesadumbrada, bien de orgullo visiblemente contenido; algo así como: «No quiero jactarme, ¡pero ya verá usted!» Hay marinos que habrían declarado con brusquedad: «Es una mala bestia perezosa», o que habrían mostrado su satisfacción diciendo: «No anda, vuela.» Dos alternativas y varias maneras.
Pero Mr. Burns encontró otra, muy suya y que tenía, en todo caso, a falta de otro mérito, el de economizarle aliento.
Sin despegar los labios, contentóse con fruncir las cejas, y ello con una marcada expresión de descontento. Aún esperé unos instantes. Pero eso fue todo.
– ¿Qué pasa…? ¿Lo ignora usted después de haber pasado dos años a bordo? -pregunté ásperamente.
Me miró por un momento, con tal expresión de sorpresa que cualquiera hubiese dicho que hasta aquel momento no había descubierto mi presencia. Pero esta expresión se borró de inmediato. Con la misma subitaneidad, recobró su aire de indiferencia. Supongo que, después de pensarlo bien, consideró que más valdría decir algo. Me declaró, pues, que un barco, como un hombre, necesita una ocasión para mostrar de lo que es capaz, y que, desde que él se hallaba a bordo, nuestro barco no habla tenido ninguna. Ni la más mínima, a su juicio. El último capitán… Se interrumpió.
– ¿Realmente, tuvo tan poca suerte? -le pregunté, con visible incredulidad.
Mr. Burns apartó la mirada. No, el anterior capitán no era hombre de mala suerte. No se podía decir tal cosa. Pero era un hombre que no parecía querer utilizar su suerte.
El enigmático Mr. Burns hizo esta declaración con rostro impávido y los ojos obstinadamente fijos en la funda del gobernalle. La declaración en sí era bastante sugestiva.
– ¿Dónde murió? pregunté con tono de indiferencia.
– En esta cámara. Precisamente en el lugar en que está usted sentado -respondió Mr. Burns. Reprimí un absurdo impulso de levantarme. Después de todo, me agradaba el saber que no había muerto en el lecho que de ahora en adelante iba a ser mío. Expliqué al segundo lo que deseaba saber en realidad, es decir, dónde había sido enterrado su difunto capitán.
Mr. Burns me contestó que a la entrada del puerto. Tumba espaciosa, respuesta suficiente. Pero el segundo, dominando visiblemente algo
que en él pasaba -algo como una singular repugnancia a creer en mi llegada (al menos como hecho irrevocable)-, no se detuvo allí, a pesar, tal vez, de su deseo de hacerlo.
Como en una especie de transacción con sus sentimientos, supongo yo, se dirigía con insistencia a la funda del gobernalle, de tal modo, que
me hacía el efecto de un hombre que hablara a solas, y esto sin darse cuenta cabal de ello.
Me declaró, pues, que a las siete campanadas del cuarto de guardia matinal había hecho subir a todos los hombres a la cubierta de popa y les
había dicho que era conveniente que bajasen a decir adiós al capitán.
Esas palabras, pronunciadas a disgusto, como a un intruso, bastaron para evocar ante mí la extraña ceremonia. Aquellos marinos, con los pies y la cabeza desnudos, reuniéndose tímidamente en la cámara, en un grupo compacto, más confuso que conmovido; las camisas abiertas sobre los bronceados pechos, los rostros curtidos e inclinados hacia el moribundo con el mismo aire grave de expectación.
– ¿Conservaba el conocimiento? pregunté.
– No habló, pero levantó los ojos para mirarlos -me respondió el segundo.
Al cabo de un instante, Mr. Burns hizo a la tripulación una señal de que saliese de la cámara, pero detuvo a los dos marineros más viejos para
que permaneciesen con el capitán mientras él subía al puente con su sextante para tomar la altura. Era cerca del mediodía y Mr. Burns deseaba determinar la latitud exacta. Cuando volvió a bajar para guardar el instrumento, comprobó que los dos hombres habían salido al pasillo. A través de la puerta abierta, vio al capitán reposando dulcemente sobre sus almohadas. Había expirado mientras Mr. Burns hacía sus observaciones. Casi exactamente a mediodía. Apenas si había cambiado de postura.
Mr. Burns suspiró y me miró inquisitivo, como para decirme: «¿Todavía no se marcha usted?», y trasladó su pensamiento de su nuevo a su antiguo capitán, que, una vez muerto, no ejercía ya ninguna autoridad, ni molestaba a nadie, y con el cual era más fácil entenderse.
Todavía habló Mr. Burras largamente del capitán. Era éste un hombre singular, de unos sesenta y cinco años, cabellos grises, rostro duro, obstinado y taciturno. Por impenetrables razones, dejaba al barco errar a la deriva. A veces, subía de noche al puente para mandar recoger alguna vela, sabe Dios por qué, y luego descendía a encerrarse de nuevo en su camarote y a tocar el violín durante horas, a veces hasta el amanecer. En realidad, pasaba la mayor parte del tiempo, tanto de día como de noche, tocando el violín. Y muy ruidosamente por cierto.
Hasta el punto que un día, Mr. Burns, haciendo acopio de valor, le hizo muy serias objeciones. Ni él ni el oficial segundo podían cerrar los ojos, durante su cuarto de descanso, a causa del ruido… ¿Y cómo podrían, en semejantes condiciones, permanecer despiertos durante su cuarto de guardia?, le había preguntado Mr. Burns. La respuesta de aquel hombre resuelto fue que si ni a él ni al segundo oficial les gustaba el ruido, podían hacer sus maletas y largarse. Cuando se les propuso esta alternativa, el barco se encontraba a seiscientas millas de la orilla más próxima.
En aquel momento, Mr. Burns me miró con aire de curiosidad, mientras yo empezaba a pensar que mi predecesor había sido un hombre bastante singular.
Sin embargo, todavía me quedaban por oír cosas más extrañas. Así, supe que aquel marino de sesenta y cinco años, colérico, huraño, tosco, curtido, por el mar, no sólo era un artista, sino también un enamorado. En Haiphong, adonde habían llegado después de una serie de infructuosas peregrinaciones -durante las cuales el barco había estado a punto de irse a pique-, el capitán, según la expresión de Mr. Burns, se había «enredado» con una mujer. Mr. Burns no había tenido conocimiento personal de este asunto, pero existía una prueba evidente bajo la forma de una fotografía tomada en Haiphong, y descubierta por Mr. Burns en uno de los cajones del camarote del capitán.