Como es natural, también yo vi aquel sorprendente documento humano (que más tarde arrojé por la borda). Aparecía en él el capitán, sentado, con las manos sobre las rodillas, calvo, encogido, canoso, erizado, bastante semejante, en realidad, a un jabalí. De pie junto a él, se veía a una horrible mujer blanca, de edad madura, nariz ávida y mirada vulgar y de mal agüero. Iba disfrazada con un traje vagamente oriental, fantástico y de mal gusto. Tenía toda la apariencia de una médium de baja categoría o una echadora de cartas a media corona. Y, sin embargo, había algo en ella que sorprendía. Hubiérase dicho una bruja profesional salida de cualquier barrio bajo. Era incomprensible. La idea de que aquella mujer había sido el último reflejo del mundo pasional para el alma huraña que parecía mirarle a uno a través del rostro salvaje y sardónico de aquel viejo marino, tenía algo de horrible. Observé, sin embargo, que la mujer llevaba en la mano un instrumento musical, guitarra o mandolina. Tal vez fuera éste el secreto de su sortilegio.
Para Mr. Burns, esta fotografía era la explicación de por qué el barco, sin más carga que el lastre, había permanecido anclado durante tres semanas en un puerto pestilente, caluroso y sin aire, en el que no hicieron otra cosa que ahogarse. El capitán, que de vez en cuando hacía una corta visita a bordo, farfullaba al oído de Mr. Burns los más inverosímiles cuentos sobre ciertas cartas que esperaba.
Repentinamente, después de haber desaparecido durante toda una semana, subió a bordo, a medianoche, y apenas amanecía cuando ya había dado orden de aparejar. A la luz del día habían descubierto en él una expresión extraviada y enfermiza. No menos de dos días necesitaron para salir a alta mar y, no se sabe cómo, chocaron ligeramente contra un arrecife. Sin embargo, como no se descubrió ninguna vía de agua, el capitán, después de gruñir: «No es nada», dijo a Mr. Burns que no había más remedio que dirigirse a Hong Kong, para reparar las averías en el dique seco.
Al oír esto, la desesperación se apoderó de Mr. Burns. Realmente, subir hacia Hong Kong, luchando con un violento monzón, en un barco insuficientemente lastrado y con una provisión de agua incompleta, era un proyecto insensato. Pero el capitán gruñó con tono perentorio: «Mantenga el barco en esa ruta», y Mr. Burns, abatido y colérico, tuvo que conducirlo y mantenerlo en ella, perdiendo velas, cansando la arboladura, abrumando de fatiga a la tripulación, casi enloquecido él mismo por la convicción absoluta de que la tentativa era imposible y sólo podía terminar con una catástrofe.
Entretanto, el capitán, encerrado en su camarote, calándose en un rincón de su canapé como defensa contra los saltos del barco, tocaba el violín o, por lo menos, no dejaba de sacar sonidos de él.
Cuando aparecía en el puente, no abría la boca y ni siquiera respondía cuando se le hablaba. Era evidente que se hallaba dominado por una enfermedad misteriosa y comenzaba a derrumbarse.
A medida que pasaban los días, se hacía más débil el ruido de su violín, hasta que el oído de Mr. Burns acabó por no percibir sino un débil raer de cuerdas cuando, desde la cámara, ponía el oído a la puerta del camarote del capitán.
Una tarde, absolutamente desesperado, había irrumpido allí y armado tal escena, arrancándose los cabellos y lanzando tan horribles exclamaciones, que había logrado sobreponerse al humor desdeñoso del enfermo. Los depósitos de agua estaban casi vacíos, en quince días apenas se habían adelantado cincuenta millas, el barco no llegaría nunca a Hong Kong.
Hubiérase dicho que el capitán se esforzaba con desesperación por conducir el barco y sus hombres a su fin. Esto era absolutamente evidente. Mr. Burras, abandonando toda reserva, había aproximado su rostro al del capitán y comenzado a aullar:
– Usted, capitán, se marcha de este mundo. Pero yo no puedo esperar su muerte para hacer virar el timón. Es preciso que usted mismo lo haga. Es preciso hacerlo ahora mismo.
El hombre tendido sobre la litera había musitado despectivamente:
– De modo que voy a abandonar este mundo,¿eh?
– Sí, mi capitán, sólo le quedan pocos días de vida -había dicho Mr. Burns, ablandándose-. Se le ve en la cara.
– Conque en la cara, ¿eh? ¡Pues bien; cambiad de rumbo e idos al diablo!
Burns se precipitó al puente, hizo virar el barco hasta ponerlo a favor del viento, y descendió luego, tranquilo, pero resuelto.
– He puesto proa hacia Pulo-Condor, capitán -le dijo-. Si todavía está usted con nosotros cuando lo tengamos a la vista, ya me dirá usted a qué puerto desea que conduzca el barco, y así lo haré.
El viejo capitán le había lanzado una mirada de salvaje despecho, y con voz lenta y moribunda, había pronunciado estas atroces palabras:
– ¡Ojalá que ni el barco ni ninguno de vosotros llegue nunca a ningún puerto! Y así espero que sea.
Mr. Burns se había sentido profundamente impresionado. Hasta creo que, en el primer momento, se sintió positivamente aterrado. No obstante, según parece, logró lanzar tal carcajada, que, a su vez, le tocó al viejo espantarse. Sin embargo, logró rehacerse y le volvió la espalda.
Éstas fueron, en realidad, las últimas palabras del difunto capitán. Ninguna otra frase salió ya de sus labios. Aquella noche empleó sus últimas fuerzas en arrojar su violín por la borda. Nadie lo vio hacerlo, pero, después de su muerte, Mr. Burns no logró encontrar el instrumento en ninguna parte. La caja vacía estaba allí, bien a la vista, pero el violín no se hallaba ya dentro de ella. ¿Y por dónde habría podido desaparecer, sino por la borda?
– ¡Arrojó su violín por la borda! -exclamé yo.
– Sí -declaró Mr. Burns, muy agitado-. Y tengo la convicción de que habría procurado echar a pique el barco igualmente, si ello hubiese estado en su mano. Quería impedir que regresase a su puerto. jamás escribía a sus armadores ni a su mujer. Nunca tuvo la menor intención de hacerlo. Había decidido romper todo lazo con el resto del mundo. Así era este hombre. No se ocupaba de negocios ni de fletes ni de travesías ni de nada. Habría querido errar con su barco a través del mundo, hasta que cuerpos y bienes se perdiesen.
Mr. Burns tenía el aspecto de un hombre que ha escapado de un gran peligro. Un poco más, y habría exclamado: «¡Si no hubiese estado yo allí!» Y la transparente inocencia de sus indignados ojos se encontraba curiosamente subrayada por sus arrogantes mostachos, que comenzó a retorcer y a estirar horizontalmente.
Yo habría sonreído de buena gana, pero estaba demasiado preocupado por mis propias impresiones, que no eran, precisamente, las mismas de Mr. Burns. Yo era el hombre cargado con la responsabilidad del mando. Mis sensaciones no podían parecerse a las de ningún otro de los que se hallaban a bordo. En medio de aquel grupo de hombres, yo constituía una clase aparte, tal un rey en su país. Me refiero a un rey hereditario, no a un simple jefe de Estado elegido. Yo había
sido llamado para gobernar por un agente tan alejado del pueblo y casi tan inescrutable para él como la gracia de Dios.
Y como miembro de una dinastía, penetrado del sentimiento de una relación casi mística con los muertos, me sentía profundamente disgustado con mi predecesor.
Dejando aparte su edad, aquel hombre había sido, en sus rasgos esenciales, semejante a mí. Y, sin embargo, el fin de su vida era un acto de traición completa, la ruptura de una tradición que se me antojaba tan imperativa como pueda serlo cualquier otra regla de conducta en la tierra. Así pues, aun en el mar, podía un hombre llegara ser víctima de los malos espíritus. Sentí pasar por un instante sobre mi rostro el soplo de esas fuerzas desconocidas que modelan nuestros destinos.