Inclinó la cabeza, cerrando los ojos bajo sus gruesos lentes y murmuró:
– El mar… Sí, sí, seguramente.
El primer miembro de la tripulación que cayó enfermo fue el mayordomo, el primero a quien hablara yo a bordo. Se le desembarcó, con síntomas de cólera, y al cabo de la semana murió en tierra. Luego, mientras todavía me hallaba bajo la terrible impresión de ese primer ataque del clima, Mr. Burns cayó a su vez y, a pesar de una fiebre terrible, se metió en cama sin decir nada a nadie.
Creo que, en parte, se había enfermado a fuerza de agitación; el clima hizo el resto, con la rapidez de un monstruo invisible, emboscado en el aire, en el agua, en el cieno de las riberas. Mr. Burns era una víctima predestinada.
Lo encontré tendido boca arriba, turbia la mirada y despidiendo calor como una hornilla. Apenas contestó a mis preguntas, contentándose con gruñir:
– ¿Acaso no puede relevarse del servicio a un hombre cuando, por una vez, tiene un fuerte dolor de cabeza?
Aquella noche me quedé en la cámara después de la comida, y le oí hablar entre dientes sin cesar, en su camarote. Ransome, que levantaba la mesa, me dijo:
– Me temo, capitán, que no voy a poder prestar al segundo toda la atención que necesita. Tengo que pasarme la mayor parte del tiempo a proa, en la cocina.
Ransome era el cocinero. El segundo me lo había señalado el primer día, en pie sobre cubierta, con los brazos cruzados sobre su ancho pecho, mirando el río.
Aun a distancia, su bien proporcionada figura y algo de esencialmente marino que había en su aspecto, llamaban la atención. De más cerca, sus ojos expresivos y serenos, su rostro distinguido, la disciplinada independencia de sus modales, revelaban una personalidad simpática. Cuando, por otra parte, me dijo Mr. Burns que era el mejor marino del barco, le manifesté mi sorpresa de ver a un hombre tan joven y de tal apariencia embarcarse como cocinero.
– Culpa del corazón -me respondió Mr. Burns-. Hay algo en él que no marcha bien. ' No puede trabajar mucho, pues correría el riesgo de caerse muerto de repente.
Sin embargo, aquel hombre era el único al que había respetado el clima, tal vez porque, llevando en sí aquel enemigo mortal, se había visto obligado a regular sistemáticamente sus sentimientos y movimientos. Para quien estaba en el secreto, eso se traslucía a través de todos sus modales. Después de la muerte del pobre mayordomo, y como en aquel puerto oriental no era posible reemplazarlo por un blanco, Ransome se había ofrecido a asumir aquella doble función. -Puedo hacerlo perfectamente, mi capitán, con tal de que no se me exijan precipitaciones -me había asegurado.
Pero era evidente que no se le podía pedir que desempeñase, además, el empleo de enfermero. Por otra parte, el doctor ordenó más tarde que se enviase a tierra a Mr. Burns.
Sostenido por los sobacos por dos marineros, el segundo franqueó la escala, más malhumorado que nunca. Rodeado de cojines, lo colocamos en el coche. Antes de partir, hizo un esfuerzo para decirme con voz entrecortada: -Ahora, ya ha conseguido usted lo que quería…, hacerme salir del barco.
– Nunca en su vida ha estado usted más equivocado que ahora, Mr. Burns -repliqué tranquilamente, con una sonrisa. Y el vehículo lo condujo a una especie de sanatorio instalado en un pabellón de ladrillo que poseía el doctor en el jardín de su casa.
Visité a Mr. Burns con regularidad. Una vez pasados los primeros días, durante los cuales no reconocía a nadie, me recibió como si yo fue
se para gozarme en el espectáculo de un enemigo abatido o para granjearme la benevolencia de una persona profundamente ofendida. Tan pronto creía lo uno como lo otro, según las fantasías de su humor morboso. En todo caso, se las arregló para hacérmelo sentir así, incluso aquellos días en que parecía demasiado débil para hablar. Yo, por mi parte, continué tratándolo con mi sistemática benevolencia.
Un día, súbitamente, una ola de pánico brotó en medio de aquella extravagancia.
Si yo lo dejaba en aquel horrible lugar, no tardaría en morirse. Lo sentía, estaba seguro de ello. Pero yo no tendría corazón para dejarlo en tierra. Una mujer- y un hijo lo esperaban en Sidney. Sacó los brazos enflaquecidos de debajo de la manta que lo cubría, agitando los puños en el aire. ¡Se moriría! ¡Se moriría allí…!
Logró sentarse, aunque sólo por un momento, y cuando volvió a caer hacia atrás, creí verdaderamente que iba a morir en aquel mismo instante. Llamando al enfermero bengalí, me apresuré a salir de la habitación.
Al día siguiente, me abrumó de nuevo con sus súplicas. Le contesté de manera evasiva y dejé a mis espaldas la imagen viviente de una horrible desesperación. Tuve que hacer un esfuerzo para volver al otro día; de inmediato comenzó a perseguirme con una voz más fuerte v una abundancia de argumentos impresionantes de verdad. Expuso su caso con una energía desesperada, y me preguntó al fin si no temía cargar sobre mi conciencia la muerte de un hombre. Quería que le prometiese solemnemente que no aparejaría sin él.
Le contesté que, ante todo, tenía que consultar al doctor. Al oír estas palabras, se rebeló. ¿Al doctor? ¡Nunca! Eso sería sentenciarlo a muerte. El esfuerzo lo había agotado. Cerró los ojos, pero continuó divagando en voz baja. Decía que yo no había cesado de odiarlo desde el primer momento. También el antiguo capitán lo odiaba. Había deseado su muerte. Había deseado la muerte de toda la tripulación…
– ¿Por qué se empeña, capitán, en navegar hacia ese cadáver maléfico? También se apoderará de usted -concluyó, guiñando los ojos vidriosos.
– ¿Qué demonios está usted diciendo, Mr. Burns? -exclamé, completamente desconcertado.
Pareció volver en sí, aunque ya demasiado débil para reanudar su discurso.
– No lo sé -respondió con languidez-. Pero no se lo consulte al doctor, capitán. Usted y yo somos marinos. No se lo consulte, capitán.
Tal vez también tenga usted algún día una mujer y un hijo.
Y nuevamente me suplicó que le prometiese no dejarlo en tierra. Tuve la suficiente firmeza para no prometerle nada, aunque más tarde me pareció criminal esa firmeza, pues ya había tomado una resolución. Aquel hombre postrado, al que le quedaba apenas la fuerza suficiente para respirar y al que un terror frenético desgarraba, era irresistible. Además, había tocado el punto sensible. Él y yo éramos marinos. Ello constituía un título suficiente para exigir mi ayuda, pues yo no tenía más familia que mis camaradas. En cuanto al argumento de una esposa y un hijo futuros, debo confesar que carecía de todo valor para mí. A lo sumo, me parecía extravagante.
Yo no podía imaginar exigencia más fuerte que la de aquel barco y aquellos hombres inmovilizados en el río, como en una trampa envenenada, por absurdas complicaciones comerciales. No obstante, casi había logrado asegurar mi partida. ¡Fuera, hacia el mar! El mar, que era puro, seguro y amigo. Tres días más, y luego…
Ese pensamiento me sostenía y confortaba mientras volvía a bordo. La voz del doctor me acogió en la cámara y su larga silueta, siguiendo a su voz, salió de la cabina de pasajeros situada a estribor, vacía entonces y destinada a guardar, bien amarrado sobre la litera, el botiquín del barco.
Me dijo que, no habiéndome encontrado a bordo, había entrado allí para revisar la provisión de drogas, vendajes, etc.; todo estaba completo y en orden.
Le di las gracias; justamente había pensado pedirle que me hiciese ese favor, pues, como él sabía, al cabo de uno o dos días nos haríamos a la mar, donde todas nuestras molestias tendrían término.
Me escuchó con gesto grave, sin pronunciar palabra, pero cuando le dije lo que pensaba hacer con Mr. Burns, se sentó a mi lado y, poniendo amistosamente su mano sobre mi rodilla, me rogó que pensase a qué me exponía.
Burns tenía apenas las fuerzas necesarias para poder transportarlo a bordo, pero no resistiría un nuevo acceso de fiebre. Tenía ante mí un viaje de sesenta días tal vez, que comenzaría por una navegación complicada y que, muy probablemente, se terminaría con mal tiempo. ¿Iba yo a correr el riesgo de afrontarlo todo solo, sin un segundo y con un teniente que era todavía un chiquillo…?