Habría podido agregar, además, que era aquél mi primer viaje en funciones de capitán. Quizá lo pensó, pero se abstuvo de decirlo. En todo caso, esta consideración se hallaba bien presente en mi espíritu.
Seriamente, me aconsejó que cablegrafiase a Singapur pidiendo un segundo, aunque tuviese que retardar mi partida una semana.
– Ni un día-contesté. El mero pensamiento de una nueva demora me hacía estremecer. La tripulación entera parecía en buen estado y no había tiempo que perder. Una vez en el mar ya nada me asustaba. El mar era ahora el único remedio para todos mis males.
Las gafas del doctor continuaban proyecta das hacia mí como dos lámparas, escrutando la sinceridad de mi resolución. Entreabrió la boca, como para discutir otra vez, pero la cerró sin decir nada.
Como en un relámpago, tuve la visión del pobre Burns, tan vivo en su agotamiento, en su impotencia y en su angustia, y ello me convenció
más que la realidad que había dejado tras de mí hacía apenas una hora. Mi visión se hallaba libre de todos los inconvenientes de su personalidad, y no pude resistir a ella.
– Escúcheme -le dije-. A menos que usted me afirme oficialmente que ese hombre no puede ser transportado, tomaré las disposiciones necesarias para hacerlo traer a bordo mañana, y pasado mañana saldré del río a primera hora, aunque tenga que permanecer anclado fuera de la barra uno o dos días para acabar mis preparativos.
– ¡Oh!, yo mismo haré lo necesario -me respondió inmediatamente el doctor-. Si antes me permití advertirle que fue en su propio interés, como un amigo…
Se levantó, digno y sencillo, y me dio un cordial apretón, no desprovisto de cierta solemnidad. Pero el doctor valía tanto como su palabra. Cuando Mr. Burns apareció en la escala tendido sobre una camilla, el doctor en persona se hallaba a su lado. El programa sólo había sufrido una alteración: el transporte de Burras no se hizo hasta el último momento, la mañana misma de nuestra partida.
Hacía apenas una hora que había salido el sol. El doctor agitó en el aire su robusto brazo, en señal de adiós, y se dirigió de inmediato hacia su cochecillo, que lo había seguido hasta la orilla misma del río. Mr. Burras, llevado a través de la cubierta de popa, parecía completamente inanimado. Ransome bajó a instalarlo en su camarote. Yo tenía que permanecer en el puente ocupándome del barco, pues el remolcador ya había asido nuestro calabrote de espía.
El chasquido de las amarras al caer en el agua transformó por completo mis sentimientos. Era algo similar al alivio imperfecto de un hombre que sale de una pesadilla. Pero, cuando la proa del barco enfiló el río y comenzó a descender la corriente, alejándose de aquella ciudad oriental y miserable, no experimenté el alivio que esperaba de aquel momento tan deseado. Lo que sin duda experimenté fue una relajación de la tensión precedente, que se tradujo en una sensación de extremada laxitud después de un combate sin gloria.
Alrededor del mediodía anclamos a una milla más allá de la barra. La tripulación tuvo mucho que hacer durante la tarde. Vigilando los trabajos desde lo alto del alcázar de popa, donde permanecí todo aquel tiempo, observé en mis hombres cierto desmayo, sin duda debido a las seis semanas pasadas en el calor asfixiante del río. La primera brisa barrería todo aquello. Por el momento, la calma era completa. Me di cuenta de que el oficial segundo -un mozalbete inexperto, de rostro un tanto obtuso- no era, para decirlo con cierto eufemismo, de esa inestimable madera con que se hace el brazo derecho de un capitán. Pero tuve el placer de ver sobre el puente los rostros de aquellos marinos, rostros que apenas había tenido tiempo de ver realmente, iluminados por una sonrisa. Libre ya del peso mortal de los asuntos de tierra, los sentía a la vez familiares y un tanto extraños, como un viajero que regresa después de largo tiempo al seno de su familia.
Ransome iba y venía sin cesar de la cocina a la cámara. Era un placer verlo. Aquel hombre realmente tenía gracia. Era el único de la tripulación que no había estado enfermo ni un día en el puerto. Pero advertido, como lo estaba yo, del mal estado del corazón que guardaba aquel pecho, no me era difícil descubrir el límite que imponía a la natural agilidad marina de sus movimientos. Hubiérase dicho que llevaba consigo un objeto muy frágil o explosivo, en el que no cesaba de pensar.
Tuve ocasión de hablarle una o dos veces. Me respondió con tono amablemente tranquilo y una ligera sonrisa, no desprovista de gravedad. Mr. Burns reposaba. Parecía haberse iniciado la mejoría.
Después de la puesta del sol, volví a subir al puente. Sólo encontré en él vacío y silencio. La delgada y uniforme corteza de la costa permanecía invisible. Las tinieblas se habían levantado en torno del barco, como surgidas misteriosamente de aquellas aguas mudas y solitarias. Me apoyé sobre la barandilla y presté oído a las sombras de la noche. Ni un sonido. Hubiérase podido creer que mi barco era un planeta lanzado con vertiginosidad por su senda prefijada, a través de un espacio infinitamente silencioso.` Como si me abandonase el sentido del equilibrio, me agarré a la batayola. ¡Qué absurdo! Sin poder disimular mi nerviosismo, pregunté:
– ¿Hay alguien en el puente?
La respuesta inmediata -«Sí, señor»-, rompió el sortilegio. El hombre que hacía el cuarto de guardia trepó rápidamente por la escalerilla de popa. Le dije que me advirtiese al menor soplo de brisa.
Al descender, fui a visitar a Mr. Burns. En realidad, no hubiera podido dejar de verlo, pues su puerta había quedado abierta. La enfermedad lo había agotado a tal punto, que, en aquel cuarto blanco, bajo las blancas sábanas, con su cabeza descarnada hundida en la almohada blanca, sólo sus bigotes rojizo retenían las miradas, como si fuesen algo artificial, un par de mostachos postizos, expuestos allí bajo la cruda luz de la lámpara de mamparo.
Mientras yo lo contemplaba con cierta sorpresa, manifestó su existencia abriendo los ojos y volviéndolos hacia mí con un movimiento casi imperceptible.
– Calma chicha, Mr. Burns -le dije, con tono resignado.
Con una voz inesperadamente clara, comenzó un discurso incoherente. Su voz sonaba extraña; no como alterada por la enfermedad, sino de una naturaleza distinta. Parecía una voz de ultratumba. En cuanto al objeto de su discurso, creí comprender que Mr. Burns pretendía que de todo aquello tenía la culpa el «viejo», el difunto capitán, emboscado allí, bajo las aguas, con alguna diabólica intención. ¡Una historia fantástica!
Lo escuché hasta el final; luego, penetrando en el camarote, puse la mano sobre la frente de mi segundo. No tenía fiebre. Era tan sólo su extrema debilidad lo que le hacía divagar. De pronto, pareció advertir mi presencia, y con su voz habitual, aunque claro está que extremadamente débil, me preguntó, con tono pesaroso:
– ¿No hay ninguna probabilidad de aparejar, capitán?
– ¿De qué nos serviría alejarnos de tierra para ir a la deriva, Mr. Burns? -le pregunté. Suspiró y lo abandoné a su inmovilidad. Tenía tan poco dominio sobre la vida como sobre la razón. Sentí todo el peso de mi responsabilidad solitaria. Entré en mi camarote en busca de un poco de descanso, algunas horas de sueño; pero en el momento en que iba a cerrar los ojos, el hombre de guardia llegó para advertirme que se levantaba un poco de brisa. «Lo suficiente para aparejar», puntualizó.
En efecto, apenas soplaba lo necesario. Ordené que se pusieran unos hombres al cabrestante, largasen las velas y fijaran las gavias. Pero apenas hube puesto el barco en situación de hacerse a la vela, cuando dejó de sentirse el menor soplo de viento. No obstante, hice bracear las vergas y soltar todo el trapo. No iba a renunciar tan fácilmente a la empresa.