Con letra grande, rápida, pero legible, aquel hombre excelente, por una razón cualquiera, ya por amistad, ya -más verosímilmente- empujado por el irresistible deseo de expresar una opinión con la que no había querido abrumar antes mi esperanza, me aconsejaba que no contase demasiado con los efectos benéficos de un cambio, una vez en el mar.
«No he querido aumentar sus preocupaciones desanimándole, me decía. «Hablando como médico, temo que sus dificultades no hayan llegado a su término.»
En resumen, según su parecer debía preverse un probable retorno de la fiebre tropical. Por fortuna tenía una buena provisión de quinina. En ella debía poner toda mi confianza, administrándola con perseverancia; y de seguro el estado sanitario del barco no dejaría de mejorar.
Doblé la carta y la guardé en mi bolsillo. Ransome llevó dos fuertes dosis de quinina a los hombres que se hallaban a proa. En cuanto a mí, todavía no subí al puente. Fui a la puerta del camarote de Mr. Burns y le comuniqué las noticias. Es imposible decir el efecto que le produjeron. En un principio creí que había perdido el uso de la palabra. Su cabeza estaba hundida en la almohada. No obstante, movió los labios lo suficiente para asegurarme que recuperaba sus fuerzas, cosa increíble a poco que se mirase su rostro. Por la tarde hice mi cuarto de guardia como de costumbre. Una calma chicha envolvía el barco y parecía mantenerlo inmóvil en una llameante atmósfera compuesta de dos tonos de azul.
Ráfagas breves y calientes caían sin fuerza de lo alto de las velas. A pesar de todo, estaba claro que el barco avanzaba, pues en el momento de la puesta del sol pasamos frente al cabo Liant y al poco tiempo lo dejábamos atrás: siniestra forma fugitiva bajo las últimas luces del crepúsculo.
A la noche, bajo la luz de su lámpara, Mr. Burns parecía haber salido a la superficie de su lecho. Una mano opresora parecía haberlo soltado por fin. A mis pocas palabras, contestó con un discurso relativamente largo y coherente. Se sentía más fuerte. Si pudiese librarse de la asfixia de aquel calor estancado, me decía, tenía la certeza de que estaría en condiciones de subir al puente y ayudarme dentro de dos o tres días.
Mientras me hablaba, yo lo contemplaba temiendo que aquel enérgico esfuerzo lo hiciese caer inanimado ante mis ojos. No puedo negar, sin embargo, que su buena voluntad poseía algo de consolador. Le di una respuesta apropiada, pero declarándole que la única cosa que podía ayudarnos era el viento, un buen viento.
Sacudió con impaciencia la cabeza, y lo que agregó no fue ya demasiado consolador. Nuevamente le oía murmurar cosas absurdas referentes al difunto capitán, aquel viejo ahogado a los 8° 20' de latitud, precisamente en nuestra ruta… emboscado a la entrada del golfo.
– Todavía piensa usted en su antiguo capitán, Mr. Burns? -le pregunté- Yo creo que los muertos no sienten la menor animosidad contra los vivos, ni se preocupan gran cosa de nosotros.
– No conoce usted a éste-dijo, y dejó escapar un débil suspiro.
– No, no lo conocí, ni tampoco él a mí. Así pues, en modo alguno puede tener queja de mí.
– Sí, pero estamos los demás, todos los que vamos a bordo -insistió.
Sentí la inexpugnable fuerza del sentido común insidiosamente amenazada por aquella idea siniestra y disparatada. Traté, pues, de hacerlo callar.
– No debe hablar tanto -dije-. Va usted a fatigarse.
– Eso, sin contar el barco mismo -profirió, en un murmullo.
– Vamos, ni una palabra más -insistí, avanzando, y poniéndole la mano en la frente, que tenía casi fresca.
Así tuve la prueba de que aquel atroz absurdo se hallaba arraigado en el hombre mismo y no en la enfermedad que aparentemente le había arrebatado toda fuerza moral y física, con excepción de aquella idea fija.
Durante los días siguientes, evité el proporcionar a Mr. Burns toda ocasión de plática. Me contentaba con dirigirle una palabra apresurada
y cordial, al pasar por delante de su puerta. Creo que si hubiese tenido fuerzas para ello me habría llamado más de una vez. Pero no las tenía. Una tarde, sin embargo, Ransome me declaró que el segundo parecía restablecerse «con asombrosa rapidez».
– ¿No ha divagado estos días? -le pregunté, como al azar.
– No, señor -contestó Ransome asustado, según observé, por aquella pregunta directa; pero al cabo de un momento agregó tranquilamente-: Esta mañana me dijo que lamentaba el haber echado el cuerpo de nuestro difunto capitán, por así decirlo, justamente en el camino que debemos seguir para salir del golfo.
– ¿Y acaso eso no le parece a usted más que absurdo? -le pregunté, mirando confiadamente su rostro inteligente y sereno, ensombrecido por el transparente velo de una preocupación, la secreta inquietud que en sí llevaba.
Ransome no sabía nada, no había reflexionado en ello, y con una débil sonrisa se alejó para ir a cumplir sus deberes con la misma precavida actividad de siempre.
Pasaron otros dos días. Habíamos avanzado un poco, muy poco, hasta entrar en la parte más ancha del golfo de Siam. Sin perder por completo la alegría de aquel primer mando que me había caído del cielo por intercesión del capitán Giles, conservaba, sin embargo, la penosa impresión de que semejante buena suerte tenía probablemente que pagarse de algún modo. Desde el punto de vista profesional, había pasado revista a todas las probabilidades. Mi competencia era suficiente para arrostrarlas todas, o, al menos, así lo creía yo. Tenía ese sentimiento general de mis capacidades que sólo conoce el hombre que ama su carrera, y me parecía la cosa más natural del mundo. Tan natural como el respirar. Me imaginaba que sin él no podría vivir. No sé lo que esperaba. Tal vez, solamente esa particular intensidad de vida que es la esencia misma de las aspiraciones juveniles. En todo caso, no esperaba verme asaltado por un ciclón. Sabía a qué atenerme: en el golfo de Siam no hay ciclones. Pero tampoco esperaba encontrarme atado de pies y manos hasta el punto que fui descubriendo con desesperación a medida que pasaban los días.
No quiero decir que el diabólico maleficio nos mantuviese siempre inmóviles. Misteriosas corrientes nos hacían derivar de un lado a otro, con una fuerza furtiva que ponían de manifiesto los cambiantes aspectos de las islas que bordean la costa oriental del golfo. De vez en cuando se levantaba una brisa variable y engañosa, que sólo despertaba nuestras esperanzas para hundirlas acto seguido en el más amargo desengaño; promesas de un avance que sólo se resolvía en pérdida de terreno, que expiraban en un suspiro y morían en aquella inmovilidad muda, bajo la cual las corrientes proseguían su marcha hostil.
La isla de Koh Ring, cuya enorme y oscura cima se levantaba en medio de una serie de islotes, se alargaba sobre la quieta superficie del agua como un tritón entre bajeles, y semejaba el centro del círculo fatal. Parecía imposible alejarse de ella. Día tras día aparecía a nuestra vista. Más de una vez, aprovechando una brisa favorable, tomé su posición bajo el rápido declinar del crepúsculo, pensando que lo hacía por última vez. ¡Vana esperanza! Una noche de brisas caprichosas malograba las ventajas de un favor pasajero y el sol de levante nos mostraba de nuevo la oscura masa de Koh Ring, más árida, más inhospitalaria y más huraña que nunca.
– A fe que se creería uno embrujado -dije un día a Mr. Burns, hablándole, como de costumbre, desde el umbral de su puerta.
El enfermo estaba sentado en su litera. Poco a poco volvía al mundo de los vivos, pero aún no podía decirse que hubiera entrado definitivamente en él. Al oír mis palabras, meneó la cabeza demacrada y huesosa, con el gesto de asentimiento de una misteriosa sapiencia.
– ¡Ah!, sí, ya sé lo que quiere usted decir -proseguí-. Pero no se figurará que voy a creer que un muerto tenga el poder de perturbar la meteorología de esta parte del mundo, ¿verdad? Aunque debo admitir que parece completamente perturbada. Las brisas de mar y tierra se anulan entre sí. No puede uno fiarse de ellas cinco minutos seguidos.