Habiendo llegado a esta parte de su discurso, se detuvo para mirarme fijamente.
La carta, prosiguió, estaba dirigida al primer administrador. ¿Qué podía el capitán Ellis, jefe del puerto, escribir al administrador? Éste iba todas las mañanas, puntualmente, a la Oficina del Puerto a dar su informe, pedir órdenes, etcétera. Apenas hacía una hora que había regresado de allí, cuando se presentaba un ordenanza oficial persiguiéndolo con una carta. ¿Qué significaba aquello?
Y comenzó a meditar. Evidentemente, no era por esto… y tampoco podía ser por aquello. En cuanto a esa otra razón, era igualmente inadmisible… La inanidad de todo ese discurso me dejó verdaderamente perplejo. Si aquel hombre no hubiese sido tan simpático, casi me habría dado por ofendido. Pero, en realidad, sólo me sentía apenado por él. La expresión singularmente seria de su mirada me impidió reírme en sus narices. Tampoco bostecé en sus barbas. Me contenté con mirarlo.
Y, aquí, su tono se hizo más misterioso todavía. Apenas el hombre (esto es: el administrador) hubo leído la carta, se precipitó sobre su sombrero y se lanzó fuera de la casa; pero no porque aquel mensaje lo llamase a la Oficina del Puerto. No era allí adonde había ido. No había estado ausente bastante tiempo para ello. Al cabo de un instante regresó repentinamente y, arrojando lejos de sí su sombrero, comenzó a correr por el comedor, gimiendo y golpeándose la frente. El capitán Giles observó tan singulares sucesos y no dejó de meditar desde entonces sobre el asunto.
Realmente, comenzaba a compadecerme de él. Con un tono que me esforcé en hacer lo menos sarcástico posible, le dije que me alegraba de que hubiese encontrado en qué ocupar la mañana.
Con su desarmante sencillez me hizo observar -como si el hecho hubiese tenido alguna importancia- cuán singular era que justamente hubiese pasado él allí la mañana. Casi siempre. salía antes del almuerzo y visitaba las diferentes oficinas o iba a ver a sus compañeros del puerto. Pero aquel día no se había sentido muy bien al levantarse; nada grave, apenas lo suficiente para sentirse perezoso.
Me decía todo eso con la mirada fija, concentrada, cuya expresión, que contrastaba con la inanidad absoluta de sus palabras, daba la impresión de una triste y dulce demencia. Y cuando, bajando la voz misteriosamente, acercó un poco su silla, comprendí de pronto que una excelente reputación profesional no era siempre una garantía de sentido común.
Yo no creía ignorar entonces en qué consiste exactamente el sentido común y no sabía hasta qué punto es delicada esta cuestión y relativa, en suma. Como no quería herir la sensibilidad del capitán, simulé un vivísimo interés. Pero cuando me preguntó misteriosamente si recordaba lo que acababa de suceder entre nuestro administrador y «ese Hamilton», no pude sino asentir con un gruñido, volviendo al mismo tiempo la cabeza.
– Sí. Pero ¿recuerda usted cada una de las palabras? -insistió con amabilidad.
– No sé. Eso no es asunto mío -dije, estallando, y en voz alta mandé al administrador y a Hamilton a hacer compañía a los demonios.
De ese modo esperaba dar fin a todo aquello, pero el capitán Giles continuaba mirándome con expresión pensativa. Nada podía detenerlo. Me hizo observar entonces que mi persona había salido a relucir en aquella conversación. Como yo procurase conservar un aire de indiferencia, el capitán se tornó implacable. ¿Había oído yo lo que había dicho aquel hombre? ¿Sí? Y, entonces, ¿qué pensaba yo de ello? Necesitaba saberlo.
La apariencia misma del capitán Giles excluía toda sospecha de malignidad. Así pues, llegué a la conclusión de que era, simplemente, el imbécil más desprovisto de tacto que hubiese soportado nunca la tierra. Casi me reproché mi debilidad y el haber intentado iluminar su pobre inteligencia. Acabé por declararle que no pensaba nada de ello y que Hamilton no merecía siquiera el honor de un pensamiento. Lo que un repugnante holgazán -«Sí, eso es lo que es», me interrumpió el capitán Giles…- piense o diga, no debe preocupar a las personas decentes, y yo estaba absolutamente decidido a no prestar la menor atención a semejante cosa.
Esta actitud me parecía tan sencilla y natural que me sorprendí al ver que el capitán Giles no daba ninguna señal de asentimiento. Una estupidez tan perfecta casi resultaba interesante.
– ¿Qué quería, pues, que hiciese? -le pregunté, riendo-. No seré yo quien vaya a buscarle querella por la opinión que de mí tenga. He oído muy bien la manera desdeñosa con que se refiere a mí. Pero nunca me ha manifestado su desprecio abiertamente; jamás lo ha expresado ante mí. Hace un momento no sospechaba que podíamos oírlo. Lo único que lograría con otra actitud sería ponerme en ridículo.
El obstinado capitán Giles continuaba fumando tristemente su pipa. De pronto, se le iluminó el rostro y exclamó:
– No me ha comprendido usted.
– ¿De veras? Me alegra saberlo -dije.
Con mayor animación aún, me repitió que no le había comprendido. Ni tanto así. Y con tono de creciente complacencia en sí mismo me aseguró que a él no se le escapaba nada, o casi nada, que reflexionaba mucho y que su experiencia de la vida y de los hombres lo conducía, en general, a una apreciación exacta de las cosas.
Esa manera de hacer su propio panegírico cuadraba perfectamente con la laboriosa inanidad de la conversación, todo lo cual fortalecía en mí aquella vaga sensación de que la vida no era más que una sucesión de días malgastados, sensación que, casi inconscientemente, me había hecho abandonar un buen puesto y camaradas a los que apreciaba para escapar de la amenaza de semejante vacío… y, todo, para caer, al primer paso, en aquella inanidad. Tenía ante mí un hombre cuyo carácter y capacidades elogiaban todos, y descubría en él un absurdo y triste charlatán. Y, sin duda, lo mismo acontecía en todas partes, del este al oeste, de arriba abajo de la escala social…
Me sentía presa de un gran desaliento, de una especie de embotamiento moral. La voz de Giles seguía sonando complaciente, como la voz de la hueca y universal vanidad, y ello sin que me produjera ya la menor irritación. No había nada nuevo, original, revelador que esperar de este mundo, ninguna sabiduría que adquirir, ningún placer que gustar. Todo era estúpido y artificial, como el mismo capitán Giles. Y eso era todo.
El nombre de Hamilton hirió de pronto mi oído, sacándome de mis abstracciones.
– Creía que ya habíamos terminado con él -dije con marcado disgusto.
– Sí, pero dado lo que acabamos de oír, creo que debería usted hacerlo.
– ¿Qué es lo que debería hacer? -pregunté, enderezándome, estupefacto-. ¿Hacer el qué?
El capitán Giles me contempló muy sorprendido.
– Pues… que debe usted hacer lo que le aconsejé que intentase: ir a preguntar al administrador lo que contenía esa carta de la Oficina del Puerto. Pregúnteselo sin darle tiempo a meditar. Por un instante quedé desconcertado. Verdaderamente, aquello era lo bastante inesperado y original para resultar perfectamente incomprensible. Idiotizado, murmuré:
– Pero si yo pensaba que era Hamilton a quien usted…
– Exactamente. No le deje usted hacer. Haga lo que le digo. Acometa al administrador. Apuesto que lo hará saltar -insistió el capitán Giles, agitando su pipa hacia mí. Enseguida aspiró rápidamente tres bocanadas.
Su expresión de triunfante perspicacia era indescriptible. Sin embargo, aquel hombre continuaba siendo una criatura extrañamente simpática. Todo él irradiaba benevolencia, de una forma ridícula, plácida, impresionante. De todos modos, era exasperante. Pero yo declaré con frialdad, como quien se enfrenta con lo incomprensible, que no veía ninguna razón para exponerme a un sofocón por parte de aquel individuo. Era un administrador poco satisfactorio, y un pobre diablo además, al que, llegada la ocasión, daría con mucho gusto un tirón de orejas.