– ¡Tirarle de las orejas! -exclamó el capitán Giles, escandalizado-. ¡Como si eso le fuera a servir de algo a usted!
Esa observación estaba tan desprovista de oportunidad que era imposible tratar de tomarla en cuenta. Pero el sentimiento de lo absurdo acababa por ejercer en mí su conocida fascinación. Comprendí que no debía dejar que me hablase por más tiempo. En consecuencia, me levanté, declarando bruscamente que era un contrincante demasiado fuerte para mí y que no alcanzaba a comprenderlo.
Sin dejarme tiempo para alejarme, prosiguió, con tono diferente, que revelaba su obstinación, y sin dejar de chupar su pipa:
– Sí… es un… individuo sin importancia… no hay duda. Pero pregúntele sencillamente… Eso es todo.
Esa nueva actitud me impresionó o, al menos, me detuvo. Pero la razón no tardó en prevalecer de nuevo, y abandoné la galería tras dirigirle una sonrisa desprovista de alegría. En unos cuantos pasos llegué al comedor; habían levantado la mesa y la habitación estaba vacía. Durante ese corto lapso diversos pensamientos pasaron por mi mente: que el capitán Giles había querido burlarse, divertirse a costa mía; que sin duda debía parecerle yo muy tonto y crédulo; que yo conocía muy poco la vida…
De repente, para gran sorpresa de mi parte, se abrió ante mí, al otro extremo del comedor, la puerta en que se hallaba inscrito el nombre de «Administrador», y el individuo en persona se precipitó fuera de su horrible madriguera y se dirigió hacia la puerta del jardín, con su aire absurdo de bestia acorralada.
Todavía hoy no sé lo que me obligó a gritarle:
– Oiga. Espérese un momento.
Tal vez fue la mirada de soslayo que me dirigió o bien el hallarme todavía bajo la influencia de la misteriosa gravedad del capitán Giles. En todo caso, fue un impulso interior, un efecto de esa fuerza que habita nuestras vidas y las modela a su antojo. Pues si no se me hubiesen escapado aquellas palabras y mi voluntad no tuvo en ello parte alguna- seguramente mi existencia sería aún la de un marino, aunque en una dirección que hoy me es imposible concebir.
No; mi voluntad no tuvo en ello parte alguna. A decir verdad, apenas había emitido aquellas palabras fatales cuando ya lo lamentaba profundamente. Si el hombre se hubiese detenido y me hubiese mirado de frente, yo habría emprendido la retirada. No tenía el menor deseo de continuar a expensas mías ni a las del administrador la estúpida broma del capitán Giles.
Pero el viejo instinto humano de la persecución entró entonces en juego. El administrador se hizo el sordo, y yo, sin reflexionar siquiera por un instante, me lancé a lo largo de la mesa y le corté la retirada en la misma puerta.
– ¿No puede usted contestar cuando se le habla? -pregunté brutalmente.
El administrador se apoyaba en el quicio de la puerta. Su expresión denotaba un desconcierto total. Mucho me temo que la naturaleza humana no abrigue solamente sentimientos generosos. Hay en ella aspectos bastante desagradables. Sentí que la cólera me dominaba, y ello únicamente, según creo, a causa del aspecto miserable de mi presa. ¡Pobre diablo!
Sin más ceremonias, lo ataqué:
– He sabido que esta mañana llegó una comunicación oficial de la Oficina del Puerto para el Hogar. ¿Es verdad?
En lugar de contestarme, como habría podido hacerlo, que me ocupase de mis asuntos, empezó a gemir, con un tono en que se traslucía su imprudencia. No había conseguido encontrarme en ninguna parte aquella mañana. Después de todo, él no podía correr tras de mí por toda la ciudad.
– ¿Quién le pedía que lo hiciera? -grité, al tiempo que mis ojos descubrían las interioridades de cosas y palabras cuya insignificancia me pareciera tan desconcertante y fastidiosa.
Declaré que deseaba saber lo que decía aquella carta. La firmeza del tono qué empleé y la de mi actitud eran fingidas sólo a medias. Algunas veces la curiosidad puede ser feroz.
El administrador se refugió en un farfullar descosido y malhumorado. Aquello no me concernía, murmuró. Yo. le había dicho que regresaba a Europa, y desde el momento que regresaba a Europa, no veía por qué había él de…
Ése era el sentido general de su argumentación, a tal punto incongruente, que casi resultaba insultante. Insultante para mi inteligencia, por lo menos.
En esa región crepuscular que separa la juventud de la madurez en que yo me encontraba entonces, se es particularmente sensible a este
género de insulto. En realidad, temo haberme mostrado demasiado violento para con el administrador, pero éste no era hombre capaz de afrontar cosas ni gentes. Tal vez el uso de los estupefacientes, tal vez la embriaguez solitaria…,. y, cuando perdí los estribos hasta el punto de injuriarlo, se turbó y comenzó a gritar.
No quiero decir con esto que lanzase un gran grito. Fue una confesión cínica, hecha a voz en cuello, y, sin embargo, tímida, lastimosamente tímida. Sus palabras no eran muy coherentes, pero sí lo suficiente para quedarse, en un principio, con la boca abierta. La indignación me hizo apartar la mirada de él, y entonces vi en la entrada de la galería al capitán Giles, que contemplaba tranquilamente la escena: su propia obra, por así decirlo. Su pipa, negra y humeante, cogida en su grueso puño paternal, atraía la mirada, lo mismo que el brillo de la gruesa cadena de oro que cruzaba su chaqueta blanca. Toda su persona exhalaba un aire de tan virtuosa sagacidad que cualquier inocente habría recurrido a él con toda confianza. Y yo recurrí.
– ¡Quién se lo habría podido figurar! -le grité-. Era un aviso pidiendo un capitán para un navío. Según parece hay un mando vacante, y a este individuo no se le ocurre otra cosa que guardárselo en el bolsillo.
El intendente lanzaba gemidos desesperados:
– ¡Usted será la causa de mi muerte!
La vigorosa palmada que aplicó al mismo tiempo a su mísera frente no fue menos ruidosa. Pero, cuando me volví para verle, había desaparecido. Se había eclipsado no sé por dónde. Esa súbita desaparición me hizo reír.
A mi entender, aquella fuga ponía fin al incidente. El capitán Giles, en cambio, sin dejar de mirar fijamente hacia el lugar por donde había desaparecido el administrador, comenzó a tirar de su imponente cadena de oro, hasta que al fin salió el reloj de un profundo bolsillo, como sale una palpable verdad del fondo de un pozo. Con ademán solemne, volvió a meter el reloj en su bolsillo, contentándose con decir
– Las tres en punto. Si se apresura usted, llegará a tiempo.
– ¿A tiempo de qué? -pregunté.
– Pues, hombre, a la Oficina del Puerto. Es necesario saber de qué se trata.
Hablando en puridad, el capitán tenía razón. Pero jamás me han gustado mucho las investigaciones para desenmascarar a las gentes, y otras cosas de ese estilo, moralmente muy meritorias, sin duda. Ese episodio sólo se me presentaba desde un punto de vista puramente moral. Si alguien había de causar la muerte del administrador, no veía yo por qué no había de ser el propio capitán Giles, hombre de edad y de importancia y pensionista habitual del Hogar. En tanto que yo, en comparación, me hacía el efecto de ser en aquel puerto una simple ave de paso. Y, en efecto, ya en aquel instante habría podido decirse que había roto los lazos que me ligaban a él. Murmuré, pues, que no pensaba…, que aquello no me concernía en nada…
– ¡En nada! -repitió el capitán Giles, dando muestras de una indignación tranquila y resuelta-. Ya Kent me había advertido de que era usted un muchacho singular. Y ahora me dice usted que no le interesa la capitanía de un barco… ¡Eso, después de todo el trabajo que me he tomado!
– ¡El trabajo! -murmuré, sin comprender-. ¿Qué trabajo?
Todo lo que yo recordaba era el haber sido mixtificado y penosamente importunado por su conversación durante una hora larga. ¡Y a eso llamaba tomarse mucho trabajo!
Giles me miraba con un aire de satisfacción que habría resultado insoportable en cualquier otro. Repentinamente, como si al volver la página de un libro descubriese la palabra que explicara todo lo anterior, comprendí que aquel asunto tenía también otro aspecto aparte del simplemente moral.