Finalmente se puso en pie y se asomó por encima de la barandilla.
Todo era real. El cuerpo de Marc encogido, con los puños sobre el suelo de lava. Las ancianas que se acercaban. Las paredes estrechas que acentuaban más la profundidad del vacío. Un cuadro en blanco y negro. Con una sola mancha de color: la sangre roja que se extendía sobre los adoquines, entre los toscos zapatos de las viudas.
Jadiya se inclinó más. Las mujeres formaban un círculo alrededor del cadáver, como espectros que reconocieran a uno de los suyos. Algunas dirigían sus rostros en forma de hostia hacia ella.
El suelo osciló. No, era ella la que se tambaleaba. Durante un instante, un brevísimo instante, se sintió tentada de acabar con todo, de saltar para reunirse con la muerte, que había pasado tan cerca de ella, que había destruido todo su universo.
Pero no.
Se agarró a la barandilla y susurró bajo el soclass="underline"
– Jadiya.
En el fondo de ese desierto, estaba viva.
Un fragmento de cuarzo. Una rosa del desierto. Una individualidad pura.
Era lo único de lo que estaba segura.
«Jadiya.»
Viva.
Jean-Christophe Grangé