Lo marcó.
¿Sí?
Marc empezó a explicarse en inglés, pero la mujer lo interrumpió en francés. Con una alegría manifiesta. Su voz era extraña, a la vez dulce y nasal. La periodista no parecía extrañada por su llamada; al parecer, no era el primero.
– ¿Quiere mi entrevista por e-mail? ¿El texto en inglés?
Marc le dio su dirección electrónica y continuó hablando:
– Es usted la única persona que consiguió una entrevista con Jacques Reverdi. Desde entonces no ha vuelto a hablar…
Se oyó una risita vanidosa al otro lado del hilo telefónico.
– ¿Cómo se las arregló? ¿Cómo explica ese favor?
Volvió a sonar la risa…, un tenue maullido. A Marc le hizo pensar en un gato precioso. Pelaje dorado, ojos verdes y languidez calculada.
Muy sencillo. Yo era mujer.
– ¿Mujer?
– Jacques Reverdi seductor. Hombre de mujeres.
– Cuando lo vio, ¿cómo era?
– Encantador. -Volvió a maullar-. ¡Hombre de mujeres!
Un recuerdo acudió a su mente. Tradicionalmente, los apneístas eran grandes seductores. Jacques Mayol, Umberto Pelizzari: auténticos rompecorazones. Pero para Reverdi el amor no era más que una máscara.
– Sobre todo sonreír -continuó Pisaï-. Muy lento, muy suave. Como fruto, ¿comprende? Y voz muy cálida. A mujeres encanta eso, ya sabe… Y él ama mujeres.
Empezaba a ponerlo nervioso con su horrendo francés y sus monerías.
– ¿Cree que es culpable?
– Seguro. Mata mujeres.
– En Phnom Penh lo dejaron libre, ¿no?
– Eso, justicia Camboya. Pero culpable, seguro. Yo percibí detrás sonrisa… Quiere la piel de las mujeres.
– Acaba de decir que las ama.
– Exacto. Asesinato, último grado de seducción. Estudié francés en la Sorbona. Don Juan de Molière. Comprendí verdad profunda. La seducción es destrucción. Don Juan es un asesino. Mata a Elvira. Le roba el corazón, el alma, la vida. Reverdi, igual. Asesino de mujeres.
Rió de nuevo, con un matiz de miedo fingido. Marc comprendía de un modo confuso lo que quería decir. El asesinato como paroxismo de la posesión. La gatita concluyó:
– Hombre de mujeres. Si quiere entrevista, mande compañera.
– ¿Es posible verlo en Ipoh?
– Ya no está en Ipoh.
– ¿Cómo?
– Reverdi ha salido de hospital.
Marc olvidó la cortesía:
– ¡Mierda! ¿Y dónde está?
– Prisión Nacional de Kanara, cerca de Kuala Lumpur. Salió ayer tarde, jueves 13 febrero. Psiquiatras han dicho: curado. En todo caso, lúcido. Responsable de sus actos.
Marc no sabía si se trataba de una buena o una mala noticia. No tenía ni un solo contacto. Y seguía sin saber el nombre del abogado.
– ¿Quién ha decidido el traslado?
– Él. Ha pedido ir a prisión… normal.
– ¿Él lo ha pedido?
– Si hay algo que no quiere, es que lo tomen por loco.
8
Bajo la tapadera de plástico, la comida estaba compartimentada.
En el hueco más grande, unos trozos marrones, seguramente cordero, flotaban en una salsa grasienta. Al lado, un puñado de arroz apelmazado. En las otras dos cavidades, una porción de queso dentro de un envoltorio de plástico y un pequeño plátano negro.
Sentado en el suelo, con el torso desnudo, Jacques Reverdi hizo un cálculo mental de las calorías que tenía delante. Sumando esa comida al desayuno y a la cena, obtenía alrededor de mil seiscientas calorías. O sea, una carencia diaria de mil calorías en relación con su régimen habitual. Tendría que encontrar la manera de compensar ese desequilibrio.
Levantó los ojos al tiempo que colocaba una mano a modo de visera para protegerse del sol. A las once de la mañana, el patio era de una blancura cegadora. Los presos esperaban en fila india la comida. Todos con camiseta blanca, se refugiaban en la sombra de la pared del comedor. Sus siluetas se estiraban sobre el suelo como largos tentáculos orgánicos y negros. Otros presos comían ya al pie de las construcciones más alejadas, doblados sobre la bandeja.
Los edificios principales -cantina, locutorio, oficinas- estaban agrupados en el centro de la explanada y parecían modelados directamente en el asfalto. Los presos circulaban con toda libertad, pero después de dar unos pasos encontraban siempre un muro pegado al suelo o una puerta cerrada a cal y canto. Era solo una apariencia de libertad que planeaba sobre el lugar, un espejismo.
Reverdi levantó más los ojos y observó las torres de vigilancia que se alzaban en las cuatro esquinas del patio. Sobre los muros ciegos que se extendían entre esas torres había rollos de alambre cuyos espinos habían sido reemplazados por cuchillas de afeitar.
Sonrió: ese cuadro hostil le gustaba.
Cualquier cosa era mejor que estar en Ipoh.
Además, tratándose de un hombre detenido en flagrante delito de asesinato, no se las apañaba tan mal. Mientras empezaba a comer con los dedos, hizo recuento de sus golpes de suerte sucesivos. Primero se había librado por un pelo del linchamiento en Papan. Luego, pese a hallarse en trance, no había revelado ningún elemento del Secreto. Ya estaba seguro. Su última conversación con el psiquiatra de Ipoh, la víspera de su traslado, se lo había confirmado: nadie sabía absolutamente nada.
Después, había logrado acabar en Kanara, donde se había confundido entre la masa. Dos mil detenidos, entre ellos los peores criminales del país: asesinatos, violaciones, tráfico de drogas. A lo que se sumaba un bloque reservado a las mujeres y otro edificio que albergaba a los menores. Una verdadera ciudad, compuesta de bloques blancos o beis, que reflejaban el sol durante todo el día y deslumbraban tanto que acababan por acribillar los ojos de motas negras.
Al llegar, Reverdi había temido lo peor. En el momento del registro había visto que las paredes de la oficina de admisión estaban llenas de recortes de prensa relativos a su detención. Los guardias iban a disfrutar destrozando a la «fiera» occidental. Por más que ahora se llamase 243-554, seguía siendo una estrella occidental. Un asesino famoso que se mofaba, simplemente por su renombre, de la autoridad carcelaria.
Pero se había equivocado: la tendencia era a la tranquilidad. Ni siquiera lo habían llevado a la zona de alta seguridad. Por un inexplicable milagro, le daban libertad de movimientos, es decir, libertad para cocerse durante diez horas en ese patio.
Empezaba a creer que tenía allí un ángel de la guarda. Sobre todo cuando había visto su celda. Casi un estudio de cinco metros cuadrados. Paredes recién pintadas en color crema, suelo de cemento donde había enrollada una estera. Todo lo que le gustaba: pureza y desnudez. Incluso había, a la derecha, un tabique bajo revestido de azulejos grises que delimitaba un cuarto de aseo, con ducha y váteres. Ni pintadas guarras, ni agujero en el cemento tapado con un cartón para contener los olores, ni huellas negruzcas en el suelo, indicativas del paso de los presos anteriores. El espacio estaba como nuevo.
Y sobre todo, estaba solo. Ni rastro de hacinamiento humano, de compañeros apestosos haciéndose pajas a su lado, como en el T-5. Ni siquiera otro preso para compartir su palacio. Ese aislamiento no era una medida de seguridad, estaba seguro, sino un verdadero privilegio.
Cuando el guardia le llevó una pastilla de jabón y una toalla, Reverdi le preguntó a quién le debía todo eso. El hombre se encogió de hombros en señal de ignorancia.
– Es el menú europeo.
Una voz acababa de expresarse en francés a su lado. Reverdi volvió la cabeza: un hombre menudo, que se perdía dentro de la camiseta, se había materializado junto a él.
– El queso -añadió- es un pequeño «plus» para los occidentales.
Se sentó al estilo asiático, sobre los talones. Jacques abrió la boca para soltarle un «lárgate» tajante, pero cambió de opinión. El resto de los hombres que estaban en el patio lo observaban. Tamiles de rostro de piel quemada, malayos de tez azafranada, chinos de tonos cobrizos. Llevaba años relacionándose con esas poblaciones. Simplemente pensar en hablarles, en enfrentarse de nuevo a su lengua, a sus manías, a sus prejuicios, hacía que lo invadiera una sensación de cansancio. Un francés supondría un cambio.