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Le sonrió sin contestar. El hombre era minúsculo. Reverdi pensó en un pequeño mono gris; de esos que viven en grupo para defenderse mejor en la selva. Su rostro, curtido como el cuero, era horrible. Agrietado, marcado, hundido. Se hubiera dicho que lo habían modelado a golpe de navaja y de puño de hierro. Recordaba a Chet Baker, cantante y trompetista cool, de una belleza lánguida cuando era joven y que poco a poco se había arrugado, apergaminado, hasta ofrecer una cara curvada, de órbitas profundas, aplastada hacia el interior. En el preso se sumaba además la deformidad: tenía labio leporino, y esa hendidura oblicua parecía paralizarle el lado izquierdo del rostro.

– Me llamo Éric -dijo, tendiendo la mano.

Reverdi se la estrechó.

– Jacques.

– No hace falta que te presentes. Ya eres la estrella aquí.

– ¿Hay más franceses?

– Solo nosotros dos. Hay también dos ingleses, un alemán y un puñado de italianos. El cupo europeo acaba ahí. Todos estamos por tráfico de drogas. A la mayoría le ha caído la perpetua. A mí me condenaron a muerte por treinta gramos de heroína, pero la pena ha sido conmutada por veinte años de cárcel. Si nos portamos bien, nos dejarán a todos en libertad al cabo de diez o quince años. Nadie se queja. Cualquier cosa es mejor que la cuerda.

Éric se calló, sin duda lamentando haber mencionado la horca delante de Jacques. Apoyó el culo en el suelo y se puso a limpiarse las uñas de los pies.

– Tenemos suerte de ser franceses. La embajada nos envía un médico todos los meses para comprobar nuestro estado de salud, así que no pueden apalearnos. Los guardias se desquitan con los indonesios o los que no tienen embajada en Malaisia. -Se echó a reír, concentrado en los dedos de los pies-. ¡Se ponen las botas!

Reverdi observaba a un grupo de guardias con uniforme verde oscuro y la porra en la mano, de pie en el patio. Tenían una pinta más sospechosa que los propios presos.

– Háblame de los guardias.

– Hasta el año pasado, todo iba bien. Incluso había bastante tranquilidad. Kanara está considerada una prisión modelo, de esas modernas. Pero en diciembre cambiaron al jefe de seguridad. Un tipo llamado Raman vino con sus muchachos y desde entonces esto es un infierno.

Jacques apoyó la cabeza contra la pared.

– He conocido toda clase de infiernos.

– Raman es un chiflado. Y un corrupto. Está pringado hasta el cuello, pero eso es normal. La originalidad es que es musulmán practicante, rayando en el integrismo, y además pederasta. Todo eso no casa bien dentro de su cabeza de alcornoque. A veces tiene arrebatos de furia increíbles y se desahoga con nosotros. Pero las palizas no son lo peor. Lo peor son los momentos de tranquilidad…, no sé si me entiendes. Por el momento, yo he podido librarme, y prefiero no imaginar lo que pasa en las duchas.

Reverdi sonrió, pensando: «De algo te sirve ser feo». Seguía mirando a los hombres uniformados, que también lo observaban a él. Le parecían inquietos, anormalmente nerviosos.

– Se chutan, ¿no?

– Solo los muchachos de Raman. Se meten coca, ácidos, anfetas… Cuando están con un bajón de yaa-baa, te conviene estar fuera del alcance de su porra.

Desde hacía unos quince años, lo que más abundaba en el Sudeste Asiático eran las anfetaminas. Una de ellas, el yaa-baa, se consideraba una plaga. Era una pastilla pequeña con forma de corazón y sabor de fresa o de chocolate, que destrozaba los circuitos neuronales y provocaba unos ataques de una violencia inaudita. En Tailandia, los periódicos dedicaban con regularidad la primera página a las muertes provocadas por el yaa-baa.

– Pero ya no estamos en la Edad Media -continuó Éric, esforzándose en resultar tranquilizador-. El director de la trena los vigila. Ha habido denuncias. En cuanto lo pillen con las manos en la masa, llevan a ese cabrón con su comando de la picha loca ante el consejo disciplinario. Mientras tanto, contamos los días.

Jacques miraba ahora a los reclusos, que se agrupaban con su bandeja por origen étnico. Encorvados sobre sus dedos pringosos, permanecían en cuclillas, como si estuvieran cagando al mismo tiempo que comían.

– ¿Cada comunidad está en un bloque?

– En principio no. Pero, a base de pasta, los presos consiguen agruparse. Es la tendencia natural, y las autoridades cierran los ojos. Al menor problema, vuelven a separar a todo el mundo. -Se echó a reír-. Una patada en el hormiguero…

– ¿Y los blancos?

– Perdidos en la masa. Los ingleses han conseguido que los pongan en la misma celda. Con los chinos. Los italianos también, con los indios.

Reverdi pensó en su pequeño estudio con cuarto de aseo. Aún no sabía con qué comunidad estaba. A no ser que estuviera, simplemente, en la zona residencial donde se agrupaban los malayos y los ricos han.

– ¿Cada clan tiene su especialidad?

– Los chinos y los malayos siguen viviendo a su manera: los primeros venden de todo, los segundos no dan golpe. Los indios se ocupan de los problemas administrativos; hacen de abogados, redactan cualquier clase de carta por unos ringgits. Los indonesios son los esclavos. Podrías tener uno al día solo a cambio de tu porción de queso. Con los filipinos, la cosa se complica.

– ¿Y el servicio de orden?

– Unos asesinos. Los peores de todos, porque no tienen nada que perder.

Reverdi prosiguió su recorrido visual escrutando, más allá de los edificios centrales, unos grandes cobertizos con el techo de chapa. Éric siguió su mirada.

– Los talleres. Hay uno por bloque. Ya sabes cuál es el principio: nos hacen tener las manos ocupadas para vaciarnos la cabeza. Y nos pagan con latas de sardinas. Pero eso a ti no te afecta; los que están en prisión preventiva no pueden trabajar. -Éric estiró un brazo nudoso-. Pasadas esas barracas, tienes un campo de fútbol. Y más lejos, en los pantanos, unas cabañas sobre pilotes que algunos consiguen construirse comprando el material a los guardias. Algo así como segundas residencias…

– ¿Y aquellos?

Jacques señalaba, a la derecha, tres edificios achaparrados con manchas de humedad.

– El primero es el guian. El «mono». Ahí es donde meten a los que ya no tienen con qué pagarse los «viajes». Si arman demasiado escándalo, Raman los traslada al segundo bloque: la celda de castigo.

– ¿Y el tercero?

– El tercero es… es el… -Éric no se decidía a decirlo, pero Jacques ya había entendido-. El pabellón de los condenados -dijo por fin-. Dentro está la horca. Parece ser que.

Se interrumpió de nuevo. Se concentró en la tarea de inspeccionar las costras que tenía en las plantas de los pies. Reverdi tragó saliva. El corredor de la muerte. Se había jurado no pensar en él y sabía que, con fuerza de voluntad, lo conseguiría. Su nuevo reto: vivir hasta el último segundo desentendiéndose de la muerte.

Levantó la cara hacia el sol y notó deslizarse por su piel la luz ardiente. Sonrió. La sensación. La vida.

– ¿Y qué me dices de las posibilidades de evasión? -preguntó, abriendo los ojos.

– Cero por ciento. Nadie escapa de Kanara.

Pensó en la frase de bienvenida de los guardias de Auschwitz: «Aquí solo hay una salida: la chimenea». En su caso sería la cuerda.

Éric hurgó en la herida:

– Los muros tienen siete metros de alto. Hace dos años, unos tipos consiguieron escalarlos pasando por el tejado de la cantina. Uno se rajó el vientre con los alambres. El otro acabó con las dos rodillas incrustadas bajo las costillas al caer al otro lado. Al último lo atraparon en los pantanos, asfixiado por el cieno. Aquí tienen perros especiales que detectan los olores incluso dentro del agua. Los traen de Estados Unidos. Una especie de perros mutantes, adaptados al sistema carcelario. Pero nunca son suficientemente rápidos; solo encuentran cadáveres.