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En la redacción de Le Limier nos hemos propuesto arrojar luz sobre este caso. El día siguiente al de su arresto, nuestro equipo se trasladó a Kuala Lumpur siguiendo los pasos de Jacques Reverdi. Queremos repetir el recorrido que él ha hecho y comprobar si se han producido otras desapariciones en los lugares por los que ha pasado.

En el momento de escribir estas líneas, disponemos de fuentes exclusivas que permiten suponer que las revelaciones no han hecho más que empezar. En nuestro próximo número se enterarán de muchas más cosas sobre la cara oculta del maléfico «príncipe de las mareas».

Marc Dupeyrat,

enviado especial de Le Limier

en Kuala Lumpur

3

Marc Dupeyrat sonrió al releer las últimas líneas de su artículo.

«El equipo» del que hablaba se reducía a sí mismo, y su viaje no había sobrepasado el distrito IX. En cuanto a sus «fuentes exclusivas», se limitaban a unos pocos contactos con la agencia France Press de Kuala Lumpur y a los periódicos malaisios. En resumidas cuentas, nada que permitiera lucir la pluma. Abrió su cuenta de correo electrónico, redactó unas líneas dirigidas al jefe de redacción, Verghens, y añadió el texto de su artículo como documento adjunto. Enchufó el ordenador portátil en la primera conexión telefónica que encontró y envió el mensaje.

Mientras observaba en la pantalla la animación que indicaba la transmisión de los datos, pensó que esas pequeñas adaptaciones de la verdad eran pura rutina. Le Limier no tenía escrúpulos. Sin embargo, Verghens exigiría más: su revista, especializada en sucesos, debía ir por delante del resto de la prensa. Marc llevaba un avión de retraso.

Se estiró y contempló la penumbra ocre que lo rodeaba: sillones de piel y cobre bruñido. Hacía años que Marc había instalado su cuartel general en la cafetería de ese hotel de lujo, junto a la plaza Saint-Georges. Lo había elegido porque estaba situado a unos cientos de metros de su estudio; le encantaba ese ambiente de pub inglés, donde los efluvios de café se mezclaban con el humo de los puros y donde algunas estrellas eran entrevistadas con toda discreción.

No podía escribir estando solo. Ya en la época de la facultad, e incluso del instituto, redactaba sus trabajos en bares abarrotados, rodeado por el vocerío de la gente y los chorros de vapor de las cafeteras. Esa presencia le permitía superar su miedo frente a la escritura. Y frente a sí mismo. Marc temía la soledad. La casa vacía, en la que un extraño puede entrar para matar. Un frío lo invadió de golpe, penetró a través de todo su cuerpo. A los cuarenta y cuatro años seguía igual, con sus terrores infantiles.

– ¿Tomará algo más? -El camarero con chaqueta blanca lo observaba de hito en hito, después de haber lanzado una mirada hacia la documentación extendida sobre las dos mesas-. Esto es un bar, señor, no una biblioteca.

Marc rebuscó en su bolsillo y solo encontró algunas monedas.

– ¿Un café? -añadió el camarero en tono irónico-. ¿Con un vaso de agua?

– Sí, con un vaso de agua.

El hombre se alejó. Marc observó los euros en su mano. Brillaban débilmente bajo las lámparas, resumiendo su situación financiera. Mentalmente, repasó sus reservas personales y no encontró nada. Ni en el banco ni en ninguna parte. ¿Cómo había llegado a esa situación, cuando diez años antes era uno de los reporteros mejor pagados de París?

Puso una moneda sobre la mesa y la hizo girar sobre sí misma como si fuera una peonza. Esa imagen le hizo pensar en una linterna mágica que proyectara la película de su propia vida. ¿Qué título se le podría poner? Lo pensó durante unos segundos y se decidió por este: Retrato de una obsesión.

La obsesión del crimen.

Y sin embargo, todo había empezado de un modo inocente.

Con el piano. Durante la adolescencia, Marc tenía una convicción. Su existencia estaría organizada como una partitura. Clases de música en el instituto. Conservatorio de París. Recitales y grabaciones de discos. Como pianista, Marc también quería ser pragmático. Rechazaba el pathos, los recursos románticos. Cuando tocaba las Variaciones Goldberg, de Johann Sebastian Bach, nunca utilizaba el pedal, lo que acentuaba el carácter matemático de los contrapuntos. Cuando interpretaba a Chopin, se esforzaba en no exagerar jamás el rubato de la mano izquierda, que podía hacer que la pieza se bamboleara como una vieja barca que hace agua. Y cuando ejecutaba una obra de Rachmaninov, en las oscilaciones ternarias de la mano izquierda le gustaba separar la melodía en dos tiempos, con un rigor tenso, rectilíneo.

Las certezas corrían entonces bajo sus dedos. No preveía una sola nota falsa en su destino. Sin embargo, sucedió. Con una violencia fulminante, en la primavera de 1975. La desaparición de D'Amico, su mejor amigo, con quien había compartido los años de instituto, sumió su existencia en el caos. Además, Marc rechazó mentalmente ese hecho. Estuvo en coma seis días. Cuando recobró la conciencia, no recordaba nada. Ni del descubrimiento del cuerpo ni de las horas inmediatamente anteriores al suceso.

Enseguida se dio cuenta de que el accidente no lo había impresionado sin más. El drama había tenido un efecto subterráneo y perverso. Su percepción de la música había cambiado. Ahora experimentaba ante el piano un malestar pernicioso, un hastío que le impedía, no tocar, sino interpretar con sensibilidad. Una grieta se abría cada vez más, y todas sus esperanzas escapaban a través de ella. El conservatorio, los certámenes, los recitales… No había dicho nada a sus padres, ni tampoco al psiquiatra que lo trataba desde que había sufrido la pérdida de conciencia. Mal que bien, había aprobado el bachillerato musical. Pero la máquina se había roto. Ya no podía confiar en ser diferente de otros virtuosos, en aportar algo a la gran historia de la interpretación. Por exclusión, escogió la literatura y se matriculó en la Sorbona.

Estaba terminando sus estudios cuando sus padres murieron. Uno a continuación del otro. Del mismo cáncer. Aturdido todavía por su propio trauma, Marc siguió de lejos aquella tragedia. En realidad, nunca había estado muy unido a esos dos farmacéuticos de Nanterre que no comprendían sus ambiciones. La pareja siempre le había evocado la imagen de dos gomas elásticas alrededor de un mismo fajo de billetes. Nada que ver con sus sueños de músico desinteresado. Por lo demás, Marc tenía una hermana, cortada con el mismo patrón pequeñoburgués, que se había apresurado a hacerse cargo de la farmacia. Cambio de testigo, cambio de moneda.

Marc hizo la memoria de fin de carrera: Apuleyo o las metamorfosis del verbo. Luego descubrió el mercado de trabajo. Redactó con mucho esmero su curriculum vitae. Se veía como un náufrago que lanzaba botellas al mar y, a falta de mensaje interior, retocaba cuidadosamente las etiquetas. ¿Quién necesitaba, en el universo profesional contemporáneo, un especialista en los poetas neoplatónicos? Había buscado en todos los ámbitos donde tenía posibilidad de ejercitar su pluma: periodismo, publicidad, edición… En el fondo, todo eso le era indiferente; su herida, el abandono del piano, aún no se había curado.

El milagro se produjo. Recibió una respuesta afirmativa de un periódico, una simple publicación local, pero lo importante era que iban a pagarle por escribir. Se consagró a su nuevo oficio. Se apasionó por el sur de Francia y descubrió que todos los clichés pintorescos sobre esa región eran ciertos: el sol, las llanuras doradas, los colores pastel del espliego y el romero. Cada sensación era para él como una de esas bolsitas de hierbas secas que se ponen entre las sábanas. Los perfumes lo impregnaban; era un bienestar quedo, íntimo, que se deslizaba entre los pliegues de su ser.