– Os lo advierto. Yo no la vendo.
Marc reconoció al fotógrafo que acababa de hablar; tenía lágrimas en los ojos. Comprendió que era el autor de la foto «luna trasera»; las otras, las de Diana entre la chapa estrujada, eran las de Vincent. Lo buscó con la mirada: el gigante parecía intimidado, balanceaba el cuerpo pasando el peso de un pie al otro, con el casco en la mano.
Marc contempló a los otros hombres: los periodistas de guardia, el jefe del servicio fotográfico, al que habían despertado en plena noche. Todos pálidos, demacrados incluso, con la luz de la mesa de montaje iluminándolos desde abajo. En ese momento, sin que se pronunciara una sola palabra, hubo un acuerdo tácito: nadie vendería ni publicaría esas imágenes.
A las cuatro estalló la noticia: Diana había muerto.
Entonces la fiebre subió. Los teléfonos móviles ya no pararon de sonar. Las ofertas procedían de las redacciones de todo el mundo. Las pujas se aceleraban. Marc observaba por el rabillo del ojo a Vincent y a algunos fotógrafos más que habían llegado entretanto con otras fotos. Respondían vacilando, tomando nota de las sumas que no dejaban de aumentar. De vez en cuando se miraban en los cristales de la sala de redacción y también ellos debían de preguntarse: ¿hombres o buitres? Marc se marchó a las seis de la mañana, después de haber llegado a un acuerdo con Vincent: no venderían nada.
Marc se dirigía hacia su coche cuando su teléfono móvil sonó. Reconoció la voz: uno de sus contactos en la policía judicial. «Estamos esperando el certificado de defunción de Diana. ¿Te interesa?» Marc imaginó el cuerpo blanco, tendido sobre la mesa de operaciones. Ese cuerpo que él mismo había profanado hacía unos años vendiendo unas fotos en las que se distinguía, en el nacimiento de los muslos de la princesa, unas marcas de celulitis. El periódico había publicado las imágenes aumentando y rodeando con un círculo rojo la zona «interesante». Marc se había embolsado ochenta mil francos por ese reportaje de interés general. Ese era el mundo en el que vivía. Colgó sin contestar.
Una hora más tarde, el policía volvió a llamar: «Acabamos de recibir el certificado por fax. Tenemos los resultados del análisis de sangre. Posiblemente estaba embarazada. ¿Sigue sin interesarte?». Marc dudó de nuevo, por guardar las formas; luego, movido por una oscura voluntad de tocar fondo, dijo: «Te espero en el Soleil d'Or dentro de media hora. Llevaré el papel». El Soleil d'Or era el bar más próximo al número 36 del Quai des Orfèvres, la sede de la policía judicial. En cuanto al «papel», siempre había que llevar al informador un paquete de folios corrientes para meter en la fotocopiadora: los que utilizaban los servicios policiales llevaban unas marcas características y, si el caso llegaba a los tribunales, constituían una prueba material contra dichos servicios.
Una hora más tarde, tenía en la mano la copia del documento. Dos horas más tarde, la ofrecía a una de las redacciones más importantes de París. Una primicia inestimable. Sin embargo, la dirección dudaba ante ese certificado: nada garantizaba su autenticidad, y aquello iba demasiado lejos, era demasiado fuerte. Al mismo tiempo, fuera se hablaba de linchar a los paparazzi y, en general, a los medios de comunicación, los «asesinos de Diana». Sin estar segura de que fuera a publicarlo, la revista pagó una «garantía» y preparó una compaginación; el propio Marc escribió el texto allí mismo. Pero entonces sucedió un hecho inédito: las secretarias del servicio de estenotipia se negaron a teclear el artículo. Era excesivo. Aquella rebelión hizo que la redacción diera marcha atrás y optara por una solución intermedia. Mencionarían el posible embarazo en el artículo, pero no publicarían el certificado.
Marc, rabioso, cogió su prueba material y se metió en los lavabos del periódico. Allí quemó el documento. En ese preciso instante, el asco inundó su garganta. No cabía duda: era una auténtica basura. Contempló las llamas que se retorcían entre sus dedos y decidió que ese oficio se había acabado para él. Llevaba cinco años pactando con el diablo y en ese momento estaba quemando, simbólicamente, su contrato maléfico.
Emprendió un viaje. Casi a su pesar, volvió a Sicilia, y solo tardó dos días en encontrarse, sin siquiera haber pensado en ello, en Catania. Una especie de peregrinación, con la salvedad de que no se acordaba de nada. En las calles de lava negra, intentó una vez más recordar las horas inmediatamente anteriores a la desaparición de Sophie. ¿Cuáles habían sido sus últimas palabras? Pese a su amor intacto, pese al hecho de que no pasaba un día sin pensar en ella, era incapaz de reconstruir esas últimas horas.
En Sicilia tomó otra decisión. A la manera de un hombre que, acosado durante años, de repente da media vuelta y opta por luchar contra sus perseguidores, Marc decidió mirar hacia atrás y enfrentarse por fin a sus propios demonios. Los cinco años de agitación, de tejemanejes, de fotos indiscretas solo tenían un objetivo: sembrar la confusión, ocultar lo que realmente le obsesionaba. Había llegado el momento de consagrarse a su verdadera obsesión.
El crimen.
La sangre y la muerte.
Ofreció sus servicios a una nueva revista de sucesos, Le Limier. Marc no tenía el perfil requerido para ese puesto, pero su carrera demostraba que tenía dotes de investigador. A los cuarenta años, partió de cero. Por quinta vez. Después de haber sido pianista, periodista de ámbito regional, gran reportero y paparazzo, ahora se dedicaba a los sucesos. Le asignaron la crónica judicial. Pasó días en los juzgados, cubrió los crímenes más sórdidos, observó a los asesinos en el banquillo de los acusados. Ajustes de cuentas, robos abyectos, crímenes pasionales, infanticidios, incestos… No faltaba ni una vileza. Pero Marc se sentía decepcionado. Él esperaba descubrir, frente a los acusados, una verdad. La marca ancestral del crimen.
Lo que veía era más espantoso aún: no veía nada. La trivialidad del mal. Semblantes más o menos arrepentidos, más o menos expresivos, que siempre parecían ajenos a los hechos evocados. Esos seres humanos que habían matado a sus hijos, descuartizado a su cónyuge o destripado a su vecino por unos euros parecían haber sido dominados por una fuerza desconocida, extraña.
A veces, Marc intuía lo contrario. La pulsión de destruir siempre había estado ahí, en el fondo de su mente. Pertenecía a los genes del hombre, a su cerebro primitivo, y no hacía sino esperar una oportunidad para surgir.
Pasaron los años. Trabajó en cientos de casos. No solo procesos, sino también investigaciones criminales sin resolver. Conocía a todos los agentes de la policía criminal, a los magistrados, a los abogados. Y a los criminales. Estaba en su casa tanto en la Brigada Criminal del Quai des Orfèvres como en el locutorio de la prisión de Fresnes. Comía con los mejores investigadores y entrevistaba a los peores asesinos. Buscaba, observaba, descubría. Pero lo esencial se le escapaba siempre. No conseguía contemplar el rostro del Mal.
Sin embargo, no desesperaba. Después de cinco años en Le Limier, seguía aguardando el caso, el «delito flagrante», la confesión que le permitiría por fin descubrir la luz negra. Vivía en sus parajes, así que acabaría por sorprenderla.
– ¿Otro café, señor?
El camarero estaba de nuevo ante él. Marc miró el reloj: las cinco de la tarde. Había tardado más de una hora en hacer el balance de su vida. Se frotó los ojos como si saliera del cine.
– No, gracias. Por hoy es suficiente.
El camarero lo gratificó con una sonrisa de satisfacción, sobre todo cuando lo vio recoger sus carpetas y sus notas. Antes de marcharse, Marc entró en los lavabos para refrescarse. Se sentía más ajado que el pañuelo de una jovencita con mal de amores.