El hombre se detuvo. Tenía la otra mano crispada sobre el arma. Alrededor de ellos, el silencio era total; los demás presos se habían callado. Al cabo de unos segundos, el guardia apartó la mano del interruptor.
– No debo ver tu cara -susurró Reverdi-. Ninguna cara. Ahora no.
– Voy a llamar al enfermero. Te pondrá una inyección.
Reverdi se estremeció. En un segundo, su cuerpo quedó empapado de sudor. No debía dormir más. Los Otros lo esperaban en su sueño, detrás del entramado de rota.
– No -dijo en voz baja-. No lo hagas.
El malayo se echó a reír. Estaba recuperando la seguridad en sí mismo. Se dirigió hacia el teléfono de pared.
– ¡Espera!
El hombre se volvió, furioso, sujetando la porra con la mano. No estaba de humor para dejar que un mat salleh lo jorobara.
– Mira el fondo de mi garganta -ordenó Reverdi.
Como a su pesar, el vigilante volvió sobre sus pasos. Jacques abrió la boca y preguntó:
– ¿Qué ves?
El malayo se inclinó con desconfianza. Jacques sacó la lengua y cerró violentamente las mandíbulas. La sangre brotó por las comisuras de los labios.
– ¡Diablos! -masculló el guardia, precipitándose hacia el teléfono.
Reverdi le dijo antes de que descolgara:
– Oye, si llamas al enfermero, la habré cortado por completo antes de que llegue. -Sonrió. Unas burbujas calientes se formaban sobre su barbilla-. Diré que me has pegado, que me has torturado…
El hombre se había quedado inmóvil. Jacques aprovechó su ventaja:
– No vas a llamar a nadie. Yo haré como que duermo hasta mañana por la mañana. Todo irá bien. Solo responde a mis preguntas.
El malayo pareció indeciso hasta que, al cabo de un momento, bajó los hombros en señal de capitulación. Cogió, de una mesa con ruedas, un rollo de papel higiénico. Con prudencia, se acercó a Jacques y le limpió la boca. Reverdi le dio las gracias haciendo un ademán con la cabeza.
– ¿Estamos en Ipoh?
El hombre asintió. Llevaba bigote y tenía la piel sembrada de marcas de acné. Auténticas hendiduras que, en el azul nocturno, hacían pensar en los cráteres lunares.
– ¿Cuánto tiempo hace que estoy aquí?
– Cinco días.
Jacques hizo un rápido cálculo mental.
– ¿Hoy es martes o miércoles?
– Miércoles, doce de febrero. Y son las dos de la madrugada.
No guardaba ningún recuerdo del período que lo separaba del viernes anterior. ¿En qué estado había llegado allí? Su cuerpo se bañó de nuevo en sudor.
– ¿Estaba… inconsciente?
– Delirabas.
El sudor se le heló. Le pinchaba el pecho, como partículas de miedo que lo salpicaran.
– ¿Qué he dicho?
– Ni idea. Hablabas en francés.
– Lárgate -ordenó.
El guardia se puso tenso ante su tono autoritario; después fue a sentarse tras su escritorio acompañado por un tintineo de llaves. Reverdi se relajó, con los hombros apoyados en la cama.
Al cabo de un buen rato, dejó de oír ruidos en el lado donde estaba el vigilante… dormido. Al otro lado de los barrotes verdes, los murmullos también se apaciguaban: todo el mundo volvía a acostarse.
Intentó otra vez recordar. No veía nada relacionado con su hospitalización. Pero surgían, de un modo confuso, otros fragmentos. Palabras. La «cámara». Los «jalones». El «sendero»… Vio las paredes de bambú, los regueros de sangre. El miedo lo invadió de nuevo. Un destello: la mujer herida, desangrándose lentamente…
¿Por qué se había dejado vencer por el pánico? ¿Por qué de repente le había dado tanto miedo su compañera? Esa pérdida de control iba a costarle la vida. Recordó que esa incoherencia pertenecía en realidad al proceso. Al final de la ceremonia siempre desvariaba. Pero normalmente estaba solo. Solo en la Cámara de Pureza…, y ese instante de abandono no tenía ninguna consecuencia.
Se concentró más y reconstruyó la escena. La mujer cosida a puñaladas. Su mano, la de él, sosteniendo la llama. Ese pensamiento se hizo tan claro, tan preciso, que creyó estar de nuevo en la Cámara… Sintió deseos de acariciar ese cuerpo abierto, chorreante, pero sabía que era imposible. La fuente era tabú.
No obstante, se acercó a su amada y contempló sus heridas. Admiró esos ríos oscuros que se esparcían sobre la piel bronceada. Sintió una ternura y un agradecimiento ilimitados hacia esos surcos que le aportaban paz.
Se inclinó. Hasta el punto de oír el siseo de las heridas. Hasta el punto de notar el calor del cuerpo… Cerró los ojos y notó, dentro de su boca lacerada, el sabor de cobre de su propia sangre.
Lentamente, el sueño volvía a invadirlo.
Pero esta vez era un descanso límpido, alejado de toda pesadilla.
Vio una vez más el charco oscuro que se extendía a sus pies, alrededor de su compañera. Él mismo se hundía en él como en una almohada mullida, benéfica, donde anidaban sus pensamientos.
Una sonrisa apareció en sus labios.
Ya no tenía miedo; estaba curado.
6
En su búsqueda, los asesinos en serie ocupaban un lugar aparte.
Para Marc eran como diamantes puros. Piedras en bruto. En ellos no encontrabas móviles parásitos, pasión ciega, pánico del último minuto. Ningún arrebato que pudiera explicar, incluso disculpar, el acto criminal.
Nada más que la pulsión de matar.
Fría, aislada, regia.
Había leído todos los libros sobre la cuestión. Relatos. Biografías. Autobiografías firmadas por los propios criminales. Estudios psiquiátricos. Él mismo había redactado informes exhaustivos sobre algunos de los más célebres. Los conocía mejor que nadie. Jeffrey Dahmer, que agujereaba el cráneo de sus presas con un taladrador para verter ácido dentro. Richard Trenton Chase, que se bebía la sangre de sus víctimas y metía los órganos en una batidora para extraer mejor su líquido vital. Y Kumper, dos metros, ciento cuarenta kilos, caníbal, necrófilo, que hablaba a la cabeza de su víctima, colocada sobre la chimenea, mientras sodomizaba su cuerpo decapitado. Y Gein, que se hacía máscaras de carne con el rostro desollado de sus víctimas.
A partir del año 2000 había presentado solicitudes para visitar a asesinos en serie encarcelados en Francia. Así había conseguido interrogar, en ocasiones durante varias horas, a Francis Heaulme, Patrice Alègre, Guy George, Pierre Chanal… Había entrevistado también a las personas de su entorno, hablado con sus padres y con las familias de sus víctimas.
Y siempre había experimentado la misma decepción.
Como todos aquellos a los que había observado en los tribunales, esos hombres eran corrientes. Algunos eran gigantescos, otros estaban llenos de tics, otros tenían realmente cara de pocos amigos, pero su apariencia no revelaba nada fundamental. Su secreto, su abismo, estaba -y permanecía- en el interior de sí mismos.
En esos momentos dudaba de sus propias dotes de entrevistados ¿Por qué no lograba comprenderlos, meterse en su cabeza, imaginarlos en plena carnicería? En su desesperación, casi lamentaba no poder sorprenderlos en flagrante delito, con las manos ensangrentadas, de rodillas ante sus víctimas frías.
A fuerza de estudiar esos casos horribles, había llegado a reunir unas pocas imágenes, unos pocos leitmotivs, que reaparecían para atormentarlo en sueños. Y se felicitaba por ello. Al menos compartía algo con los asesinos.
Estaba obsesionado, por ejemplo, con el ruido de una cuchilla. La de Francis Heaulme degollando a una mujer en la playa de Moulin Blanc, cerca de Brest. Marc había visto las fotos del corte: limpio, profundo, practicado desde el centro del cuello hasta la parte de atrás de la oreja izquierda. Habían encontrado a la víctima en bañador, tendida sobre las piedrecillas, y había una especie de vínculo cruel entre esa herida desnuda y los guijarros grises a merced del viento y del mar. Ese paisaje siniestro era lo que se perfilaba primero en su sueño; luego, de repente, el silbido lo arrancaba de la pesadilla. El ruido de la navaja cortando el cuello.