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Percibí por las risas y el intercambio de miradas de los otros comensales que aquella historia no era cierta. El ángulo de amputación era demasiado limpio, por lo que debía de ser la consecuencia de un accidente con una máquina o de una operación quirúrgica realizada por un médico. No le miré el muñón con repugnancia, sino con interés. La cicatriz retorcida del ojo de mi padre me había enseñado que las desfiguraciones externas no lograban acabar con los corazones que albergaban bondad.

Después de que lavara los platos, tía Augustine me puso a hacer el resto de mis tareas diarias, que incluían vaciar el cubo con tapa de la planta superior en el inodoro del patio. A continuación, pasó el dedo por el aparador del comedor y examinó la marca de polvo que se le había quedado en la punta.

– Quita el polvo desde la planta de abajo hacia arriba -me dijo, como si yo tuviera la culpa del estado descuidado en el que se encontraba la casa-. Haz la habitación de monsieur Bellot primero, después barre el suelo de la habitación de Ghislaine cuando se marche al trabajo. La habitación de monsieur Roulin la limpia su hija. Y no te preocupes por el cuarto piso. Esa no quiere que «mangoneen» entre sus cosas.

¿Esa? Otro misterioso comentario sobre la mujer que se alojaba en el cuarto piso, cuya mera mención causaba la incomodidad de tía Augustine, aunque no le importara cobrarle el dinero del alquiler.

– Yo descanso durante las tardes, pero volveré a bajar para supervisar la cena -me anunció tía Augustine, agarrándose al pasamanos y avanzando lentamente escaleras arriba.

El suelo de la cocina parecía arenoso bajo mis pies cuando fui a buscar la escoba. Me horroricé solo de pensar en cocinar otra comida en un lugar tan insalubre. A pesar de que tía Augustine me había ordenado que empezara quitando el polvo, primero limpié la cocina. Llené un cubo con agua, la calenté en la estufa y fregué la mesa y las encimeras con agua jabonosa, fantaseando con la misteriosa huésped de la planta de arriba mientras trabajaba. Al principio me imaginé una arrugada anciana de la edad de mi tía, postrada en la cama con un rostro hundido y enfermizo. Era una antigua rival, en amores o en gastronomía, que había caído en desgracia y tía Augustine la estaba dejando debilitarse entre la suciedad y la inanición. A medida que progresaba con la limpieza del suelo, el rostro de la anciana se suavizó y las arrugas desaparecieron. Una de sus piernas se atrofió y se transformó en una mujer tullida proveniente de una acaudalada familia que se avergonzaba de la aflicción de la mujer, y pagaban a tía Augustine para que la alojara. Sentí un cosquilleo de curiosidad. Quizá era una pariente -una Fleurier desconocida- que tía Augustine mantenía escondida y que se negaba a reconocer como sangre de su sangre.

Estaba tan absorta en aquellas descabaladas historias y en el sonido, ¡chhh!, ¡chhh!, ¡chhh!, que producía el cepillo con el que estaba frotando las baldosas, que al principio no me di cuenta del crujido de una puerta al abrirse y el golpe que produjo al cerrarse. Después, oí que alguien tarareaba. Paré en seco lo que estaba haciendo y levanté la vista. La voz era clara y saltaba de nota en nota como una mariposa yendo de flor en flor. Estaba cantando el tipo de tonadilla repetitiva que tocaría un acordeonista en una feria. Al ritmo del tarareo, escuché pasos saltando escaleras abajo. Clac, clic, clac, clic. Pertenecían a una mujer, pero eran demasiado ligeros como para ser de tía Augustine o de Ghislaine. Las pisadas alcanzaron el rellano y percibí el tintineo de joyas y un repiqueteo parecido al del arroz cuando se agita dentro de un bote.

Me levanté y me alisé el pelo y la falda. Tenía el delantal y el dobladillo del vestido chorreando, pero no pude resistir la tentación de aprovechar la oportunidad de ver quién era. Me escurrí el agua del delantal, me froté los zapatos con el trapo que había estado utilizando para limpiar y corrí hacia la puerta principal. Pero mientras cruzaba el comedor, se me enganchó el tacón del zapato en la alfombra. Me tropecé y me caí contra el aparador, desperdigando las tazas y los platos, aunque afortunadamente no se rompió ninguno. Me recompuse y recoloqué la porcelana, pero alcancé el recibidor un segundo tarde. Lo único que logré vislumbrar fue un vestido bordado de color marfil deslizándose por la puerta. Un toque de aceite de ylang-ylang flotaba en el ambiente.

En diciembre, la brisa del océano era áspera y enrojecía la piel, como los dedos de mis manos de restregar las capas de polvo y suciedad de los estantes, los armarios y las tablas del suelo de la casa de tía Augustine. Tenía calambres en los músculos y dolor en los hombros de arrastrar los pesados muebles para llegar a las esquinas llenas de polvo y para limpiar las telarañas que llevaban años colgando de las esquinas. Ghislaine asentía para demostrar su aprobación por el brillo del recibidor y el resplandor de las baldosas del cuarto de baño, que todavía apestaban a la lejía que había utilizado para acabar con el moho alojado en la lechada. Tía Augustine simplemente levantó la barbilla y comentó:

– A los pomos de las puertas les falta lustre y aún puedo ver una capa de suciedad en el baño.

Me arremangué las deshilachadas mangas de mi vestido de invierno y me arrodillé a frotar, pulir y enjabonar todo otra vez, demasiado atemorizada como para decirle a mi tía que había zonas de su casa que estaban tan destartaladas que por mucho que las frotara y las limpiara, no lograría adecentarlas.

El dolor por la muerte de mi padre se me iba pasando lentamente, pero se debía más a lo exhausta que me sentía por aquel duro trabajo que a que realmente lo estuviera aceptando. Por las noches me acurrucaba bajo la fina sábana de mi cama, escuchando los silbidos del radiador que expedía un calor errático al aire. Me apestaba el pelo a sal y se me quedaba el aceite de linaza entre las puntas de los dedos. Me raspaba la mugre que se me metía bajo las uñas y me peinaba para reducir la suciedad del pelo todas las noches, pero el baño que me permitían darme una vez a la semana no me libraba de aquellos olores. Parecían habérseme filtrado a través de los poros de la piel.

«Tiene que haber algo más allá de esto», me decía a mí misma. Los pocos minutos antes de quedarme dormida eran el único momento que tenía para pensar y hacer planes. Tía Augustine decía que alojarme le costaba «un ojo de la cara» y que por eso no podía pagarme un sueldo. Ni siquiera tenía dinero para jabón o para mandar cartas a mi familia. Se me ocurrió que no estaba en modo alguno obligada a quedarme con tía Augustine, excepto porque mi madre y mi tía me habían suplicado que tratara de hacerlo lo mejor posible.

– He oído que pueden sucederles cosas terribles a las muchachas que están solas en Marsella -me había advertido tía Yvette-. Espera hasta que Bernard pueda enviarte algo de dinero.

Anhelaba la belleza, pero era monotonía lo único que me rodeaba. Lo primero que veía todas las mañanas al levantarme eran los barrotes de la ventana, las grietas que recorrían las paredes y las manchas de las tablas del suelo. En la finca abría los ojos por la mañana para contemplar los campos y para que la brisa aromatizada por la glicinia y la lavanda me acariciara hasta despertarme. En casa de tía Augustine el hedor a agua de mar ascendía desde el suelo, así que a veces soñaba que estaba atrapada en el camarote de un barco. En la finca me despreocupaba de las labores domésticas, porque la belleza natural no se malograba por unas pocas prendas desordenadas o una cama mal hecha. Pero en Marsella lo que me rodeaba era tan desagradable que me convertí en una maniática del orden, aunque mis intentos por embellecer aquella casa cayeron siempre en saco roto. No parecía importar lo mucho que yo ordenara y limpiara, los muebles seguían teniendo un aspecto desvencijado y, debido a la insistencia de tía Augustine de tener cerrados los postigos de las ventanas incluso en invierno, todo era depresivamente oscuro. Ghislaine se mostraba respetuosa ante mis esfuerzos, pero incluso aunque monsieur Bellot mirara a su alrededor admirado por la limpieza, no se abstenía de caminar con las botas embarradas por las alfombras, ni monsieur Roulin dejaba de escupir los huesos de las aceitunas en los escalones que yo acababa de fregar un momento antes.