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Durante todas las semanas que llevaba viviendo con tía Augustine, no había logrado ver a la misteriosa huésped del cuarto piso. A menudo percibía su olor; un toque de pachulí en el baño; un dulce soplo de incienso leñoso filtrándose bajo su puerta… E incluso a veces la oía: unos pies taconeando por las tablas del suelo cuando limpiaba la habitación de tía Augustine; una voz apenas perceptible canturreando de un gramófono Je ne peux pas vivre sans amour… Sin embargo, nunca la vi. Parecía tener un horario propio. Cuando nos sentábamos a comer, escuchaba el gemido de los grifos del baño. Mientras lavaba los platos en la cocina, sus furtivos pasos se escabullían escaleras abajo y se evaporaban con un portazo de la puerta de entrada. A veces, si todavía estaba despierta durante las primeras horas de la madrugada, oía un coche pararse en el exterior de la casa y un coro de voces entusiasmadas. La risa de la desconocida resonaba por encima de las demás. Era una risa ligera, despreocupada, que me provocaba un cosquilleo en la piel como una brisa primaveral.

Ghislaine me proporcionó toda la información de la que disponía: el nombre de la inquilina era Camille Casal, tenía veinte años y trabajaba como corista en un teatro de variedades local. Sin embargo, fracasé tantas veces intentando alcanzar a verla que finalmente lo dejé por imposible.

Capítulo 3

Al año siguiente la primavera llegó pronto, y para finales de marzo ya se percibía la calidez en el aire. Examiné el huerto de plantas y verduras, desenredé lasramas de las tomateras y arranqué las malas hierbas rastreras que asfixiaban a los cogollos de las lechugas. Tenía ramitas de hinojo, romero y tomillo gravemente deshidratadas, pero probablemente salvables. Si las hojas acababan siendo demasiado duras como para ser comestibles, podía secarlas y rellenar con ellas bolsitas aromáticas. Saqué una oxidada pala de entre las garras de la clemátide, que había trepado la valla desde el jardín trasero al nuestro, y me atreví a entrar de nuevo en el sótano en busca de un rastrillo. Después de la cena, cuando el ambiente era más fresco, rastrillaba la tierra endurecida y la mezclaba con restos de verdura para enriquecer el terreno. Ghislaine me trajo semillas de cilantro, albahaca y menta. Las sembré en montículos elevados mientras me imaginaba lo que se habría reído mi padre al ver a su Flamenco trabajando la tierra. Todas las mañanas regaba mi jardín y me acordaba de uno de mis refranes favoritos: «Cosas buenas les suceden a los que siembran y esperan con paciencia».

A finales de abril parecía que todos mis días transcurrían en una depresiva monotonía, pues lo único que hacía era limpiar, barrer, cavar y dormir, hasta una tarde en la que me encontraba colgando las cortinas del salón después de haberlas aireado. Andaba desesperándome al ver que el tejido estaba lleno de manchas descoloridas y de agujeros producidos por las polillas, cuando escuché un ladrido y, después, un grito agudo de tía Augustine. Me caí del taburete en el que estaba subida y aterricé con el trasero, provocando un ruido sordo.

– ¿¡De quién es este monstruo!?

La criatura a la que se refería tía Augustine volvió a ladrar. Me levanté, enderecé el taburete y después corrí al rellano para averiguar qué sucedía. Alguien se estaba riendo. El sonido de aquella risa me produjo un cosquilleo en la piel y supe al instante de quién se trataba.

– ¡Maldita vieja gruñona! Es mi cachorro -dijo Camille-, monsieur Gosling me lo ha regalado por haber conseguido cinco bises.

– ¡Por enseñar el coño y las tetas! -le espetó tía Augustine, gritando por encima de los ladridos-. ¡Te dije que no admitía mascotas!

Me sonrojé al escuchar a una mujer mayor utilizar aquel vocabulario. Sin embargo, el bochorno que me produjo no acabó con mi curiosidad. Preparada para enfrentarme a la ira de mi tía por espiar conversaciones ajenas, avancé escaleras arriba.

– Es tan pequeño que es más una planta que un perro. Se está usted portando como una auténtica bruja, solo porque la ha asustado.

– ¡No quiero desorden!

– ¡Pues parecía usted bastante feliz de vivir en el más absoluto caos hasta que llegó su sobrina!

Tras aquellas palabras, se creó un silencio y yo me detuve en el rellano del primer piso, aguzando el oído para escuchar qué vendría después. Se me ocurrió que Camille era muy osada por hablarle a tía Augustine así y que mi tía a su vez era muy codiciosa por alojar a una persona a la que tanto odiaba. Un día que la tía había dejado su libro de contabilidad abierto sobre su escritorio me enteré de que Camille pagaba el doble de alquiler que los demás, aunque no comía nunca en casa.

– No hará ningún ruido mientras yo no estoy -dijo Camille-. Esa muchacha suya puede sacarlo de paseo por las noches. Después, se dormirá.

– ¡Ella no va a hacer tal cosa! Ya está lo suficientemente ocupada -replicó tía Augustine.

– Estoy segura de que sí lo hará… si le pago. Y está claro que usted se quedará con la mitad de lo que le dé a ella.

La conversación se detuvo de nuevo. Supuse que tía Augustine estaba replanteándose todo el asunto. Prefería el dinero a que la casa estuviera limpia. ¿Pero iba a ceder ante una persona a la que despreciaba tanto? Me moría de ganas ante la idea de que me pagaran por hacer algo, aunque tía Augustine se quedara con la mitad. Me parecía que ganar algo de dinero no podía más que presagiar el principio de cosas mejores. Contuve la respiración y me deslicé hacia el siguiente tramo de escaleras. Pero el sonido de pasos dirigiéndose hacia mí hizo que me detuviera en seco. No era la torpe manera de andar de tía Augustine, sino el contoneo de una leona. Mi primer instinto fue darme la vuelta y echarme a correr. Pero en vez de eso, descubrí que mis pies se habían quedado totalmente inmóviles, como si fueran de plomo. Lo único que pude hacer fue mirármelos. Los pasos se pararon frente a mí.

– ¡Aquí estás!

Levanté la mirada. Durante un momento, pensé que estaba sufriendo una alucinación. Inclinada sobre la balaustrada del rellano superior se encontraba la mujer más hermosa que había visto jamás. El cabello rubio le caía formando ondas desde la coronilla, sus ojos eran de color azul cristalino y su nariz parecía esculpida como las de aquellas estatuas del Palais Longchamp que me paré a contemplar un día durante uno de mis paseos. Era como una rosa, ataviada con un vestido de color menta claro con un corsé de pétalos color escarlata. Entre sus estilizados dedos sostenía un animal cerca de su propio cuello. Por el tamaño, pensé que parecía una rata de pelaje color miel, pero cuando se volvió hacia mí y parpadeó con sus ojos saltones y sacó una pequeña lengua rosa, me di cuenta de que era el perro más minúsculo que había visto nunca.

Camille bajó hasta donde yo me encontraba y me colocó entre los brazos al animalillo, que no paraba de retorcerse.

– Se llama Bonbon. Es un chihuahua. Lo cual supongo que significa que cuesta una fortuna.

El perrito me lamió la cara y meneó su cola en forma de pluma con tanto vigor que le tembló todo el cuerpecillo. Acaricié su pelaje aterciopelado y le dejé mordisquearme los dedos, olvidándome por un momento de que Camille me estaba observando.

– ¡Mira tú! -comentó-, ya le gustas más que yo.

Levanté la mirada hacia ella.