Выбрать главу

– ¿Quiere usted que lo lleve de paseo?

– ¡Dios santo, sí! -respondió, acariciándose la barbilla y estudiándome de pies a cabeza-. No soy buena con los animales.

Acuné a Bonbon entre mis brazos, dándole la vuelta para hacerle cosquillas en la barriga. Fue cuando me di cuenta de que Bonbon no era macho, sino hembra.

Tía Augustine se quedaba con la mitad de los cincuenta céntimos que Camille Casal me pagaba por pasear a Bonbon durante una hora. Pero no me importaba, porque me daba la oportunidad de salir de aquella lóbrega casa. Cada vez que ponía un pie en la calle y Bonbon brincaba delante de mí, llevándome por las retorcidas callejuelas hacia los muelles, sentía que empezaba a vivir de nuevo. Escuchábamos a los voceadores de los restaurantes loando las virtudes de sus platos y a los gitanos tocando el violín. Bonbon y yo paseábamos por el bulevar principal de Marsella, la Canebière, parándonos para oler las rosas que llenaban los cubos de la puerta de la floristería o a contemplar embobadas el escaparate de la chocolaterie, donde mirábamos cómo empaquetaban los bombones en cajas adornadas con lazos dorados. Independientemente de si nos cruzábamos con hombres que bebían una copa de apéritif en las terrazas de los cafés o con mujeres ataviadas con sombreros y perlas que paladeaban sus cafés crèmes, todos ellos arqueaban las cejas de asombro al ver a una niña con un vestido desgastado paseando a un perro que llevaba un collar con strass.

Una tarde que Bonbon y yo regresábamos a casa, nos topamos con las prostitutas del edificio contiguo, que estaban en el umbral de su puerta, esperando a que llegaran los clientes de esa noche. Cuando me vieron con Bonbon prorrumpieron en chillidos.

– ¿Qué es eso que llevas al final de la correa? ¿'Una rata? -comentó la que estaba más cerca de nosotras, echándose a reír.

Aunque tía Augustine me había prohibido hablar con nuestras vecinas, no pude evitar sonreírles a aquellas mujeres. Cogí a Bonbon y se la tendí. Le rascaron bajo el morro y le acariciaron el lomo.

– Es muy mona. Mira qué orejas: ¡son más grandes que ella misma! -comentaron.

Solo cuando me encontré cerca de ellas, me di cuenta de que aquellas mujeres eran mucho mayores de lo que aparentaban a cierta distancia. Se les veían las arrugas y la piel llena de manchas bajo varias capas de maquillaje y colorete, y la esencia de agua de rosas que se desprendía de su cabello y sus ropas no lograba disimular el olor rancio de su piel. Aunque todas parecían felices y sonrientes, me sentí triste por ellas. Cuando las miré a los ojos, percibí que sus vidas debían de estar llenas de sueños rotos y oportunidades frustradas.

En cuanto Bonbon llegó al umbral de la casa de tía Augustine dejó caer el rabo, y yo sentí que si hubiera tenido uno también lo hubiera dejado caer en ese momento. Me agaché, le rasqué alrededor del collar y le hice cosquillas en las orejas.

– Puede que la tenga como huésped -escuché diciendo a tía Augustine mientras entraba por la puerta principal-, pero no voy a permitir que una mujer como esa se dedique a vagar por la casa o a traer hombres aquí.

Cerré la puerta lo más sigilosamente que pude. Las garras de Bonbon arañaron el suelo y se dejó caer, mirándome con sus inteligentes ojillos. La recogí del suelo, me la metí en el bolsillo y me deslicé hacia la cocina para escuchar qué más estaba diciendo tía Augustine. Había un espejo inclinado en un estante del salón y en él se reflejaba mi tía sentada a la mesa de la cocina con los pies metidos en un cubo. Ghislaine estaba limpiando unos mejillones y arrojaba las cáscaras dentro de una cesta. Tía Augustine bajó la voz y tuve que aguzar el oído para poder escucharla.

– Y no llevaba puesto apenas nada de ropa, ¡nada! -siseó-. Las mujeres se pegan un trozo de tela con cola de maquillaje y los hombres se ponen relleno…, bueno…, ya sabe usted dónde.

Me tapé la mano con la boca para contener una risita. ¿Cómo sabía tía Augustine todo aquello?

Ghislaine esperó hasta haber terminado de limpiar el último mejillón para contestar.

– No creo que Simone vaya a pervertirse solo por pasear al perro de Camille.

Aunque Marsella me había asustado al principio, acabé por cogerle cariño a la ciudad durante mis paseos con Bonbon. El Vieux Port tenía un aspecto muy pintoresco bajo la luz crepuscular provenzal. A aquella hora del día no había ni rastro del ajetreo de gente yendo de aquí para allá que tenía lugar al alba cuando abría la lonja de pescado. Las personas que paseaban por la tarde lo hacían tranquilamente y sin prisa. Los voceadores de los restaurantes pregonaban sus menús a voz en grito, atrayendo a los viandantes a sus establecimientos, que despedían especiados aromas a ajo y a guiso de pescado. Los gitanos se reunían en los muelles vendiendo cestas de mimbre y quincalla, o tentando a los transeúntes para leerles la mano o predecirles su fortuna. Ghislaine me había contado que estaban llegando de toda Europa para el festival anual de Les Saintes Maries de la Mer y que se pasarían la mayor parte del verano en el sur de Francia. El aire se animaba con la música de violines y canciones. Los vestidos rojos y amarillos de las bailarinas me recordaron a las flores silvestres que salpicaban las faldas de las colinas en Pays de Sault y pensé que ahora que tenía un poco de dinero podía responder a la carta de tía Yvette para contarles a ella y a mi madre qué tal me estaba yendo.

Pasé frente a un puesto que tenía lo que tomé por aves desplumadas colgadas entre dos postes. La carne olía a animal de caza y le pregunté al vendedor qué era. Se rascó la cabeza y trató de dibujar con el dedo la criatura en el aire antes de recordar cómo se llamaba en francés: le hérisson, el erizo. Retrocedí y eché a correr. Aquellos cuerpos me recordaban a Bonbon demasiado para mi gusto.

Una gaviota chilló sobre mi cabeza. Seguí su trayectoria por el cielo y la vi aterrizar en el puerto. Al mismo tiempo, divisé a Camille junto a un carro de fruta en la esquina de la Rue Breteuil. Llevaba un ramo de lirios envueltos en papel de periódico en una mano y le señaló unas uvas al frutero con la otra. Su cabello rubio relucía entre todos los rostros oscuros como una farola en un callejón oscuro. Llevaba puesto el vestido verde con un chal indio cubriéndole los hombros y el pelo peinado hacia atrás y recogido con un lazo. Tras recibir su compra, miró en la dirección en la que yo me encontraba. Pero, si me vio, no hizo ningún gesto que lo demostrara y se volvió en dirección a la Canebière.

«Debe de ir de camino al teatro», pensé. Bonbon se revolvió entre mis brazos y la puse en el suelo. Se fue correteando entre el mar de piernas, apresurándose hacia Camille y arrastrándome detrás de ella. Era un comportamiento muy extraño por parte de Bonbon, pues me tenía mucho más cariño a mí que a su dueña. Pensé que quizá entendía la curiosidad que me producía Camille y me estaba dando la oportunidad de hablar con ella fuera de casa.

Normalmente, la Canebière estaba siempre llena de gente, pero aquella noche se encontraba especialmente atestada por la afluencia de gitanos. Por una vez, agradecí mi altura tan poco femenina, que me permitía localizar la coronilla rubia de Camille moviéndose entre el mar de cabezas frente a nosotras. Dobló la esquina en una avenida bordeada de plátanos, y Bonbon y yo la seguimos. La calle estaba llena de estilosas mujeres que iban del brazo de sus sofisticados acompañantes. Los vendedores ambulantes de comida alineaban sus puestos contra las alcantarillas, y las rajas de melón y los melocotones aromatizaban el ambiente. Bonbon siguió correteando, ignorando los enjoyados caniches y fox terriers que movían la cola a su paso y le dedicaban miradas anhelantes. «¿Habrá estado aquí antes? -me pregunté-. ¿Se estará acordando del camino a casa?».