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Nos habían instado a que permaneciéramos en casa durante cuarenta y ocho horas después de que los alemanes tomaran la ciudad. Sin embargo, nadie nos había avisado de cuándo debíamos esperar que lo hicieran. Me deslicé entre los animales y corrí a la ventana, abriendo de un golpe las cortinas.

Al principio, lo único que pude ver fueron filas de policías franceses bordeando la avenida, con sus bastones apoyados a un lado. ¿Acaso me había equivocado? ¿Solo había oído a la policía? Pero los policías no se movían y el sonido que yo había escuchado crecía en intensidad. Abrí la ventana de par en par y me asomé. Se me cayó el alma a los pies. Los tanques alemanes, en columna de cuatro en fondo, avanzaban traqueteando Campos Elíseos abajo. Detrás de ellos, marchaban columnas de soldados alemanes hasta donde la vista podía alcanzar.

Cerré la ventana y me puse a toda prisa un vestido y unas sandalias. A pesar de la advertencia de que debíamos permanecer en casa, aquella imagen resultaba tan terrorífica que no pude quedarme encerrada. Tenía que ver la catástrofe con mis propios ojos, porque hasta que no lo hiciera, no sería capaz de creérmela.

Madame Goux debió de pensar lo mismo que yo. Me la encontré cuando llegué al portal, saliendo de su portería, ataviada de pies a cabeza de negro, como una viuda. Fuera, en los Campos Elíseos, encontramos a otras personas que también estaban desobedeciendo el toque de queda. Todos lucían semblantes pálidos y afligidos por el dolor y muchos de ellos lloraban amargamente. Los policías no nos dijeron que nos volviéramos a casa. Quizá se sentían contentos de tener compañía. A uno de ellos, en posición de firmes, como todos los demás, le caían las lágrimas por las mejillas. Pensé en el joven oficial de policía que había visto en Montparnasse. Qué tarea tan horrible tenían aquellos hombres: entregarles la ciudad y sus gentes a los alemanes.

El primero de los tanques rugió cuando pasó junto a nosotros, su color gris resaltaba en contraste con los brillantes rayos de sol de aquella mañana de junio. Le seguía un coche blindado con dos soldados tocados con casco. El pasajero me dedicó una sonrisa. Aparté la mirada, pero la mujer que se encontraba a mi lado estaba claramente emocionada con el desfile militar.

– ¡Miren qué elegantes son los uniformes de los alemanes! -exclamó efusivamente-. ¡Miren qué guapos son! ¡Son como dioses rubios!

Madame Goux le soltó:

– ¡Y algunos de esos dioses rubios han masacrado al pueblo francés!

Los otros transeúntes contemplaron con desprecio a la mujer, apoyando las palabras de madame Goux con sus miradas glaciales. La mujer se encogió de hombros, pero fue lo bastante sensata como para callarse durante el resto del espectáculo. Lo peor era que, habiendo pronunciado aquellas palabras en alto, recalcaba nuestra humillación. El ejército alemán realmente tenía un aspecto elegante. Sus uniformes estaban cuidadosamente planchados y sus botas brillaban, lo cual marcaba el contraste con nuestros propios soldados cuando se habían retirado a través de la ciudad unos días antes, desaliñados, heridos, farfullando desesperadamente. Aun estando allí de pie, presenciando aquel desfile, creía fervientemente que aunque el ejército francés hubiera perdido París, tenía la fuerza suficiente como para detener a los alemanes más al sur. Aquella convicción era lo único que me proporcionaba ánimos para seguir adelante.

Los alemanes marcharon y desfilaron durante la mayor parte del día. Al final de la tarde, paseé hasta Montparnasse para ver si podía averiguar algo más sobre el desarrollo de la guerra. Me puso enferma ver que el Dome y la Rotonde estaban llenos de soldados alemanes. Y lo que era peor: también había muchísimos ciudadanos franceses felices de compartir sus mesas y charlar con los invasores como si fueran una especie de grupo turístico de visita en París. O quizá a la gente le aliviaba que los alemanes se estuvieran comportando de manera comedida. Pagaban sus bebidas, aunque el franco ahora costara una miseria en comparación con la divisa alemana, y no parecían dispuestos a embarcarse en una vorágine de saqueos y violaciones.

Por la noche, madame Goux y yo escuchamos la radio, tratando de averiguar qué sucedía en el sur. Pero todas las estaciones radiofónicas de París habían sido tomadas por alemanes francohablantes, que repetían el mismo mensaje: el ejército alemán no deseaba hacer daño alguno a las gentes de París. Nuestro gobierno nos había abandonado y los judíos nos habían engañado. Cuanto antes firmara Francia la paz con Alemania, antes podrían vencer al verdadero enemigo: los británicos.

– ¿Que no pretenden hacernos daño? -exclamé, apagando la radio-. Mataron a aquellos niños en la carretera. El mayor apenas tenía siete años.

A la mañana siguiente, encontré a los perros alineados junto a la puerta de entrada de mi apartamento. Ya habían recuperado suficientes fuerzas y estaban deseando que los sacaran de paseo. Madame Goux encontró la correa de Bruno en el apartamento de monsieur Copeau, pero la búsqueda por los armarios y cajones de monsieur Nitelet fue en vano, no tenía ningún trozo de cuerda o cinturón lo bastante largo como para usarlo de correa.

– ¿Cree usted que habrá alguna tienda de animales abierta? -le pregunté a madame Goux-. ¿O alguna ferretería?

– Pruebe en la Rue de Rivoli -me sugirió, sarcásticamente-. Todos los tenderos de esa zona parecen estar recibiendo con alfombras rojas a los alemanes.

Me llevé a Bruno a buscar las correas para Princesse y Charlot. Era una criatura imponente; incluso a cuatro patas me llegaba por la cintura.

Los alemanes habían establecido su sede en el hotel Crillon, en la plaza de la Concordia, así que tomé el camino largo, en dirección al Arco del Triunfo. Cuando vi el monumento, las rodillas se me doblaron. Una enorme bandera con la esvástica colgaba de él y era lo bastante grande como para que la viera toda la ciudad. Gritaba a los cuatro vientos el mensaje que yo no estaba dispuesta a escuchar: París ahora pertenecía a los alemanes.

Doblé la esquina por una calle secundaria y me dirigí hacia el Sena. Pegado en la pared de un edificio había un cartel de un soldado alemán. Llevaba a un niño pequeño en brazos mientras dos niñas más le miraban desde abajo con veneración. El pie de foto decía: «Gentes abandonadas: tengan confianza en el soldado alemán».

Pensé en las emisiones de radio que madame Goux y yo habíamos escuchado la noche anterior. Me dije a mí misma que esta guerra habría que lucharla dentro de nuestras cabezas. Éramos gentes abandonadas, traicionadas por nuestro ejército y nuestro gobierno. Y, sin embargo, los soldados alemanes no me inspiraban confianza.

Dos días más tarde, madame Goux llamó a mi puerta.

– El mariscal Pétain va a hablar por la radio esta noche -me informó.

Nuestro gobierno había huido a Burdeos y las últimas noticias que habíamos recibido eran que el mariscal Philippe Pétain, el héroe de guerra francés de Verdún, había sustituido a Paul Reynauld como primer ministro. Aquella noticia había sido acogida con alegría, pero yo me preguntaba qué podía hacer un hombre de ochenta y cuatro años por Francia, aparte de soltar discursos. Al parecer, no me faltaba la razón. Pero el mariscal Pétain trató de arengarnos sobre algo que yo no podía aceptar bajo ningún concepto.

A pesar de la estática, escuchamos la voz temblorosa de Pétain: «Con todo el pesar de mi corazón, les anuncio que hoy deben cesar las hostilidades». Estaba tratando de declarar un armisticio, de firmar la paz con los alemanes.

Madame Goux y yo nos dedicamos una mirada sombría, incapaces de pronunciar palabra. ¿Realmente Francia había sido derrotada en unas cuantas semanas? ¿Pétain nos estaba pidiendo que les facilitáramos las cosas a los alemanes y que cooperáramos con ellos?