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– No creo que vaya a ser necesario en mi caso -comenté.

El rostro de Ratón adquirió una expresión tensa.

– ¿Cómo que no va a ser necesario? -preguntó-. Todos sus colegas han cooperado. ¿Por qué va a ser usted una excepción?

La animosidad de su voz me heló la sangre. A él, en cambio, parecía hervirle.

Aquel era un momento crucial. Si deseaba llegar a ser útil para aquellos que lucharan por Francia, sabía que tenía que comportarme de un modo más astuto que hacía unos días. Si iba a correr riesgos, tenían que valer para algo.

– No tengo la intención de actuar más -dije-. Me he retirado.

El Juez arqueó las cejas.

– Estoy completamente rendida -les expliqué-, me siento demasiado cansada como para actuar. Y, últimamente, no me he encontrado bien de salud.

– Ya veo -comentó Ratón, asintiendo educadamente, pero sin calidez-. Pero esto no nos ayuda nada con el otro problema que tenemos.

– ¿Qué otro problema? -pregunté.

Ratón cruzó los brazos a la altura del pecho.

– Hemos investigado sus antecedentes. Y lo que hemos encontrado no es nada encomiable. Se ha negado a actuar en Berlín y ha mantenido usted una relación muy cercana con dos antinazis reconocidos.

Supuse que se estaba refiriendo al conde Kessler y a Jean Renoir. ¿De modo que los alemanes me habían estado espiando? Bruno bostezó. Estaba sorprendentemente tranquilo ante el interrogatorio de Ratón; normalmente ladraba si alguien me levantaba la voz. Una vez, durante uno de nuestros paseos, un vendedor de periódicos me tiró un boletín de noticias y gritó el titular. Bruno casi le arrancó el brazo.

Ratón se puso en pie y comenzó a dar vueltas en círculo por la habitación.

– El Deuxième Bureau controla a todos los que cruzan la frontera con frecuencia. Desgraciadamente, cuando huyeron de la ciudad, dejaron atrás algunos archivos delicados. Uno de ellos era el suyo.

Le miré con ojos incrédulos. El Deuxième Bureau formaba parte del servicio secreto francés. ¡Había sido vigilada por mi propio país! Además, habían sido lo bastante estúpidos como para dejar mi archivo atrás cuando huyeron de la ciudad para salvar su propio pellejo.

Ratón completó el círculo de la habitación y se detuvo ante mí. Percibí que estaba disfrutando con cada momento de tensión.

– Ya ve, mademoiselle Fleurier -me dijo, acercando su cara a la mía-, realmente no se encuentra usted en situación de contrariar a nadie. Los franceses necesitan su luz más que nunca. Y los alemanes la necesitan también, para animar a la gente a colaborar.

En la radio, la palabra «colaborar» adquiría un carácter positivo. Para mí en cambio sonaba peor que la maldición más obscena. Pero Ratón había logrado su objetivo: me había desestabilizado.

– No voy a colaborar con la causa nazi -le espeté-, ni voy a animar a nadie a hacerlo. No voy a ponerme del lado de un hatajo de asesinos.

Los hombres intercambiaron una mirada. Yo misma me había buscado el desastre, pero por lo menos ya había puesto sobre la mesa mi opinión. Si me iban a encarcelar, estaba decidida a caer pateando y gritando. Si los franceses iban a recibir algún mensaje de mi parte sobre el colaboracionismo, sería el de luchar a muerte contra él.

– Esa no es una actitud muy cooperadora -comentó el Juez, limpiándose una mota de polvo de sus pantalones.

– ¡Y usted! -le dije, señalándole-, ¡es usted una vergüenza de hombre! ¡Es usted francés! Debería estar luchando por su país, no besando el suelo que pisan los alemanes.

Ratón avanzó hacia mí, pero Bruno gruñó y enseñó los dientes. Ratón pegó un salto hacia atrás.

– ¡Salgan de mi apartamento ahora mismo! -grité-. ¡Los dos!

Me quedé desconcertada, pues ninguno de los dos se movió. ¿Y ahora qué iba a hacer yo? ¿Decirle a madame Goux que sacara su pistola? Entonces, algo extraño sucedió: Ratón y el Juez parecieron transformarse ante mis ojos. El rostro de Ratón se relajó y su actitud se suavizó. Comenzó a dejar de parecer un ratón para adquirir más bien el aspecto de un conejo. El Juez pareció ganar en altura y agilidad. Los dos hombres intercambiaron una sonrisa, pero era un gesto alegre, algo de lo que no les había creído capaces.

El Juez sacudió la cabeza.

– Es demasiado apasionada y bocazas -le dijo a Ratón-. Ya te advertí de que los artistas son excesivamente impulsivos. ¿Qué pasará si comienza a hablarles así a los alemanes?

Ratón se encogió de hombros.

– Puedo enseñarle a ser más discreta. Lo esencial es que no cabe duda de qué lado está.

El Juez le mostró las palmas de las manos en un gesto de resignación.

– Está bien -concedió-. No tenemos demasiado tiempo ni demasiadas opciones.

Ratón se volvió hacia mí. Su expresión había cambiado tan rápido que me pregunté si mi mente estaría sufriendo algún tipo de alucinación. Me desplomé sobre el sofá.

– Mademoiselle Fleurier-me dijo Ratón, sentándose a mi lado-, no podemos proporcionarle nuestros nombres verdaderos, pero pertenecemos al Deuxième Bureau y no a la Propagandastaffel. Es verdad que su archivo se quedó atrás, pero puedo garantizarle que he modificado la mayor parte y he destruido el resto, aunque probablemente no con el mismo nivel de imaginación que usted utilizó para deshacerse de la notificación de la Propagandastaffel.

¿Así que sabía eso también? ¿Había llegado tan lejos como para revolver entre mis cubos de basura? Cuando afirmaron que no eran de la Propagandastaffel, no me costó ningún trabajo creerles. Pero ¿por qué el Deuxième Bureau no iba a formar parte del gobierno de Vichy?

– Bueno, digamos que hemos desertado -explicó Ratón-. Y que necesitamos su ayuda. Tenemos que salir de Francia para unirnos al general De Gaulle en Inglaterra.

Sentí un cosquilleo sobre la piel al oír el nombre del general. Me había preguntado cómo lograría encontrar a gente que estuviera dispuesta a luchar contra los alemanes. Por lo que parecía, ellos me habían encontrado a mí primero.

– Si esa es su misión, entonces estoy a su servicio -les aseguré-. Me comprometo a colaborar con el general De Gaulle.

Ratón se giró hacia el Juez, que asintió, y volvió la mirada de nuevo hacia mí.

– Necesitamos llegar al sur para abandonar Francia por barco o a través de los Pirineos. Podemos pertrecharnos de papeles falsos y también cambiar nuestra identidad, pero, aun así, nos resultará difícil cruzar la línea de demarcación, especialmente acompañados de nuestros «paquetes». Sin embargo, si viajáramos empleados por alguien que tuviera una buena razón para ir al sur de Francia, como por ejemplo, para actuar allí, sería más fácil.

Le imprimió a la palabra «paquetes» un énfasis especial, pero mi cabeza estaba funcionando demasiado deprisa como para concentrarme en los detalles de lo que me estaba diciendo.

– ¿Quiere usted decir que podría contratarles a ambos como mi representante y mi director artístico, por ejemplo? -sugerí.

Ratón sonrió de oreja a oreja.

– Exacto.

Después de discutirlo, convinimos en que yo organizaría un viaje a Marsella con la perspectiva de buscar locales para representar un espectáculo allí. Tendría que registrarme en la Propagandastaffel y dar la sensación de que cooperaba con los alemanes de otro modo. Pero ahora que iba a trabajar para salvar a Francia, todas aquellas cosas no me importaban. El Juez me explicó que lo organizaría todo para el miércoles siguiente. Lo único que yo tenía que hacer sería obtener el permiso para viajar, cosa que él esperaba que me concedieran, ahora que había sustituido mi archivo por uno más aceptable.