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Antes de marcharse, el Juez se volvió hacia mí:

– Mademoiselle Fleurier -me dijo-, tengo que advertirle que los alemanes fusilarán a cualquiera que ayude a la Resistencia. Sin embargo, el gobierno de Vichy tiene un método disuasorio aún más truculento. Decapitan a todos aquellos a los que descubren envueltos en actividades subversivas. Y lo hacen con un hacha.

Estaba poniendo a prueba mi determinación, tratando de calibrar mi nivel de miedo. Más tarde, cuando llegué a conocerle mejor, comprendería que también se estaba asegurando de que yo entendía a qué precio me estaba comprometiendo. No obstante, no me asustó; me notaba la mente despejada y tranquila. Pensé en los grandes momentos de mi vida: mi primera aparición en el escenario, mi primer papel principal en el Adriana, el éxito de mi primera película… Ninguno de ellos se podía comparar a aquello. Esto no era una actuación. Era algo mucho más importante.

– Estoy dispuesta a hacer lo que haga falta para liberar a Francia -le aseguré-. Incluso aunque signifique sacrificar mi vida. No descansaré ni me daré por vencida hasta que no logremos expulsar por completo al enemigo de nuestro país.

Capítulo 2 9

Ratón y el Juez regresaron el miércoles siguiente por la noche. Me sorprendió ver que habían traído a dos hombres más. Uno de ellos medía aproximadamente uno noventa y tenía una mata de pelo negro cayéndole sobre la frente desde un ligero pico de viuda. El otro era menudo con el pelo rubio tan rizado que parecía cosido a su cuero cabelludo. El alto me dirigió un saludo con la cabeza antes de hundirse en una silla. Tenía un aire de tranquila autoridad y seguridad en sí mismo. El más joven sonrió y se le formaron unas arruguitas en el rabillo de los ojos. Supuse que eran también hombres provenientes del Deuxième Bureau, pero había algo en ellos que no me cuadraba. Llevaban trajes y los sombreros en la mano, pero la manera en la que se movían me llamó la atención. El de la silla se sentó con sus largas piernas abiertas; el otro se mantuvo de pie, con la barbilla metida hacia el cuello.

– Estos son nuestros «paquetes» -susurró Ratón, con cierto tono de orgullo en su voz-. Dos pilotos de la RAF que fueron derribados en Dunkerque. Uno es australiano y otro es escocés. Vamos a llevarlos de vuelta a Inglaterra con nosotros.

«¡Pues claro! -pensé-. No son franceses». Pero si yo había notado la rigidez de su modo de andar y su falta de gesticulación, ¿no lo notarían también los alemanes?

– Mademoiselle Fleurier -exclamó Ratón-, tenemos preocupaciones más serias que esa. El australiano habla bien francés, pero con un ligero acento. El escocés no habla ni una palabra. -Ratón debió de ver la alarma pintada en mi rostro, porque rápidamente añadió-:

Pero tenemos historias de tapadera adecuadas para cada uno de los dos. El australiano ahora será un francés nacido en Argelia y el escocés será un compositor checo, aunque no hable checo. La mayoría de los alemanes tampoco lo hablan.

– Espero que al menos sepa tocar el piano -comenté, tratando de conservar mi sentido del humor.

Si no fuera porque corría peligro de acabar con mi cabeza sobre un cadalso, probablemente habría encontrado la situación extremadamente cómica.

– Sí, de hecho, sí que sabe -replicó Ratón-, y toca maravillosamente bien. Era estudiante en la Real Escuela de Música cuando estalló la guerra.

– ¿Tiene usted miedo, mademoiselle Fleurier? -me preguntó el Juez-. ¿Quiere usted echarse atrás? Es mejor que lo diga ahora si es así.

El australiano me observó fijamente. Tenía un rostro intenso y delgado con unos dulces ojos verdes. Supuse que tenía aproximadamente la misma edad que yo, treinta y pocos, mientras que el escocés era más joven, no podía tener más de veintitrés o veinticuatro.

– No tengo miedo -aseguré-. Estoy decidida a ayudarles a pasar la línea de demarcación.

– Lo mejor será que nos pongamos en marcha si queremos coger el tren -anunció Ratón, señalándose el reloj.

Me puso al corriente rápidamente de los nombres y las historias de tapadera de todo el mundo. El sería Pierrot Vinet, mi representante. El Juez se llamaría Henri Bacque, y sería mi director artístico. El australiano se haría llamar Roger Delpierre, el director de escena, y el escocés ahora sería un compositor checo llamado Eduard Novacek.

Cuando terminamos con las formalidades, señalé a una línea de maletas y cajas de sombreros que estaban junto a la puerta. Íbamos a viajar en primera clase y Ratón me había indicado que tenía que hacer las maletas como las haría cualquier artista famosa. Chérie ya estaba en su jaula, así que abrí la puerta del dormitorio y llamé a los perros. El rostro de Ratón palideció cuando vio aparecer a Princesse, Charlot y Bruno dirigiéndose hacia él.

– ¡Oh, no! -exclamó-. Ellos no pueden venir.

– ¿Por qué no? -le pregunté, agachándome para colocarles las correas.

Ratón arqueó las cejas.

– Nos disponemos a iniciar una peligrosa misión, mademoiselle Fleurier. No podemos andar preocupándonos por un zoológico de animales.

– Bueno, pues aquí no se van a quedar -insistí mientras ataba las correas a los collares de los perros y me volvía a erguir-. Ya les han abandonado antes. Yo no voy a volver a hacerlo.

– ¿No podría pedirle a su portera que cuidara de ellos? -sugirió el Juez-. Hasta que usted regrese.

– No estaré de vuelta hasta dentro de bastante tiempo -le respondí-. Y mi portera es el tipo de mujer que se los comería si los dejara a su cargo.

Tenía otra razón más para llevarme a los animales. Había decidido que si me iba a exponer al peligro de cruzar la frontera, una vez que hubiera logrado que los hombres del Deuxième Bureau y sus «paquetes» estuvieran a salvo, iría a ver qué tal estaba mi familia y a comprobar si los demás habían llegado a la finca. Estaba empezando a tener problemas para conseguir suficiente comida para los animales en París y sabía que los perros y Chérie serían bienvenidos allí.

El escocés se había dedicado a pasear por la sala de estar, examinando mis fotografías y los adornos situados sobre la repisa de la chimenea. Sin embargo, el australiano no había apartado la mirada de mi rostro durante todo ese tiempo.

– Bueno -dijo Ratón, estirándose la chaqueta-, pues como responsable de esta misión le ordeno que deje a estos animales exactamente donde están.

Sentí un picor en la parte de atrás del cuello. Podría haberle dicho a Ratón que, como capitalista de la misión y voluntaria del general De Gaulle, los animales se venían conmigo o él y su misión podían irse al infierno. Pero no quería decirle aquello. Deseaba ayudar a aquellos hombres a llegar a Inglaterra. Quería que el general De Gaulle recuperara Francia para nosotros. Sin embargo, cuando contemplé la expresión confiada de los animales, supe que no podía traicionarles.

– Dejaré mi equipaje -le dije-, pero a ellos debo llevármelos.

– Eso no funcionará -replicó el Juez-. Una artista sin equipaje sí que levantará sospechas.

Aquella negociación no me estaba llevando a ninguna parte y sentí la tentación de recurrir a mis artimañas femeninas. Pero estaba demasiado enfadada como para que de mis ojos salieran unas lágrimas de cocodrilo convincentes. Me parecía inconcebible dejar a los perros y a Chérie en París, donde no podía confiar en que nadie los fuera a cuidar. Y no tenía intención de abandonarlos a su suerte, tal y como habían hecho sus anteriores dueños.