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No había surgido ninguna complicación cuando el revisor comprobó nuestros billetes y nuestra documentación al embarcar al tren, pero cuando nos detuvimos en la línea de demarcación y cuatro policías franceses entraron en el vagón, el pulso comenzó a latirme con fuerza.

– Bonsoir, mesdames y messieurs -nos saludó uno de los policías, echándole un vistazo a nuestro compartimento-. Sus papeles, por favor.

Tal y como habíamos planeado, Roger le sacó cuidadosamente los papeles del bolsillo a Eduard, los puso sobre los suyos y me los pasó a mí. Yo le entregué nuestros tres visados al policía mientras Ratón hizo lo mismo con los del Juez y los de madame Goux. El policía los examinó mucho más detenidamente de lo que había visto hacer a nadie antes de la guerra. Comparó mi aspecto real con la fotografía de mi pasaporte e hizo lo mismo con las de los demás. Sin embargo, contempló durante un tiempo insoportablemente largo la de Eduard.

– Despiértenlo, por favor -nos ordenó, señalando al escocés con la barbilla.

– ¿Es estrictamente necesario? -le pregunté, apoyando la mano en la muñeca del policía-. Ha contraído la gripe y lleva durmiendo desde París.

Esperaba que mi comentario sobre que Eduard tenía gripe provocara que el policía saliera de nuestro compartimento rápidamente, pero la expresión de su severo rostro no cambió. Comprobé horrorizada que se inclinaba hacia el pasillo y llamaba a otros policías para que acudieran. Observé a Ratón. En apariencia, su rostro y su postura eran tranquilos, pero vi que los nudillos se le habían puesto de color blanco, porque estaba apretando el reposabrazos con todas sus fuerzas.

Llegaron tres policías más, bloqueando el pasillo. Dirigí la mirada hacia los revólveres que llevaban atados al cinturón.

– Observen -les dijo el policía, sosteniendo los papeles de Eduard hacia ellos-. Este documento es detalladamente correcto. Eso es lo que los alemanes quieren ver. Este es el aspecto de un visado auténtico.

Los demás policías observaron el papel y asintieron.

– Los franceses no comprenden lo mucho que retrasan las cosas por no hacerlas con precisión -comentó uno de ellos.

El primer policía nos devolvió los papeles, se tocó la gorra y nos deseó un buen viaje. Tuvimos cuidado de no relajarnos tan pronto como se marchó. Hasta que los policías no se apearon y el tren no inició de nuevo su marcha, no dejamos escapar un suspiro de alivio colectivo.

– Tendremos que avisar al falsificador que utilizas en París -le dijo el Juez a Ratón-. Puede que sea demasiado bueno…

Se suponía que el viaje en tren a Marsella duraba solamente una noche, pero nos habían advertido que, con todos los controles, podía prolongarse entre dos y tres días. En cada parada tenía que sacar a los perros para que hicieran sus necesidades y a Chérie también, cuando le hacía falta. Me daba cuenta de por qué Ratón había puesto objeciones a que me llevara a los animales, pero tenía que mantenerme firme en mi decisión y encontrar un método para arreglármelas. No habíamos podido reservar compartimentos en los coches cama, pero nos resignamos a dormir sentados mientras no nos molestaran. Madame Goux y Ratón cerraron las cortinillas. Coloqué a Bruno cerca de la puerta para que nos advirtiera de si alguien entraba. Princesse se hizo un ovillo sobre mi regazo y Charlot se quedó sobre los pies de Roger. Chérie parecía feliz de dormir en su jaula sobre el portaequipajes.

En un tren atestado de alemanes, no íbamos a arriesgarnos a cenar en el vagón restaurante, por lo que me empezó a sonar el estómago mientras me quedaba dormida y soñaba con policías que inspeccionaban sin fin mis papeles. Debí de dormir durante cerca de una hora cuando el tren disminuyó la velocidad y acabó por detenerse. Oímos gritos en el exterior; las voces eran de alemanes. Me senté erguida. Los demás hicieron lo mismo. El Juez miró a través de las cortinillas.

– Otro control. Esta vez de alemanes.

Unos minutos más tarde, el revisor llamó a la puerta de nuestro compartimento.

– Que salga todo el mundo. Dejen su equipaje dentro del compartimento.

– De acuerdo -susurró Ratón en inglés-, mademoiselle Fleurier y yo nos adelantaremos con los papeles de todos. Los demás, sígannos de cerca.

Dejé a Chérie donde estaba, pero me llevé a los perros.

Nos apeamos del vagón y nos encontramos en un andén invadido por soldados alemanes. Aunque ya habíamos cruzado la línea de demarcación y se suponía que estábamos en la Francia de Vichy, parecía que los alemanes les estaban proporcionando cierta «ayuda» a los policías locales para inspeccionar los papeles de los viajeros. Vi con horror que los mostradores de control estaban divididos por idioma y que había uno para ciudadanos checos. Estábamos acabados.

– Quédese con nosotros -le susurró el Juez a Eduard-. No permita que lo separen. Pase lo que pase, mantenga la calma.

Nos condujeron a la mesa ante la que se sentaba un oficial esperando a inspeccionar los documentos de los pasajeros franceses de primera y segunda clase. Era el hombre vestido con más pulcritud que había visto en mi vida. Sus botas brillaban bajo las tenues luces de la estación como si estuvieran recién pintadas. Las hebillas y botones de su uniforme relucían, uniforme que no tenía ni una sola arruga ni ningún pliegue donde no debiera tenerlo. Aunque sus colegas también iban muy bien vestidos, tenían un aspecto mustio por el calor. Sin embargo, este oficial estaba tan cuidadosamente afeitado y lucía un aspecto tan fresco como si acabara de empezar a trabajar en ese mismo instante. Nos hizo un gesto para que nos aproximáramos. El corazón me latía con tanta fuerza que estaba segura de que el oficial podría oírlo.

– ¿Viaja usted en el tren con todos esos perros? -me preguntó en un perfecto francés-. Es antihigiénico.

Parecía el tipo de hombre al que le resultaría «asqueroso» encontrar un pelo de perro sobre sus pantalones.

– Son perros muy limpios, se lo puedo asegurar. No tienen pulgas ni lombrices -le respondí. En ese mismo momento, Bruno descansó el morro sobre la mesa, con un espeso hilo de baba resbalándole del morro. Lo aparté inmediatamente-. Son parte de mi espectáculo -añadí, procurando que no se notara el temblor de mi voz-. Para mi próxima actuación en Marsella.

– ¿Parte de su espectáculo? -El oficial contempló a Charlot aliviándose contra un poste-. Nunca la he visto actuar con animales.

Jean Renoir me aconsejó una vez que la mejor manera de calmar los nervios era comportarse de la manera contraria a como uno se sentía en ese momento.

– ¿Me ha visto usted actuar? -le pregunté, sacudiendo coqueta la cabeza y sonriéndole-. ¿Dónde fue?

– En París, en 1930. Fui a ver su espectáculo dieciséis veces.

– Bueno -le respondí, echándome a reír-. Supongo que eso significa que le gustó.

– Vamos a Marsella a diseñar un nuevo espectáculo para mademoiselle Fleurier -le explicó Ratón, con tanta labia como cualquier representante parisino-. Tiene usted que venir a verla actuar allí.

El oficial observó de reojo a los dos soldados que estaban detrás de él y les dijo en alemán:

– ¿Pueden creerse que tengo a Simone Fleurier ante mí? Y su representante me ha invitado a asistir a su espectáculo en Marsella.

– Debería usted cachearla -le respondió uno de ellos, pasándose la lengua por los labios-. No tendría que dejar pasar una oportunidad así.

Sentí que me ponía pálida. No llevaba nada encima que pudiera delatar a los demás, pero el mero pensamiento de que me cachearan aquellos hombres me resultó aterrador. Entonces, la imagen de mi madre se me apareció en la mente. La recordé mirando altiva a Guillemette en el Pare de Monceau cuando esta trató de intimidarla. De repente, me vi a mí misma dedicándole la misma mirada al oficial. Se revolvió en su asiento aunque había dado por hecho que yo no entendía el alemán. No obstante, se volvió a los otros y les dijo: