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– Espero que eso signifique que los perros tienen derecho a un asiento cada uno -le dijo Roger, medio en broma-. No puede usted cobrar esos precios y esperar que vayan a ocupar el pasillo.

Llegamos a Carpentras antes del mediodía y tomamos el almuerzo en un café que apestaba a aceite y queso. Sin la brisa marina que lo aliviara, el calor resultaba insoportable. El cabello me caía alrededor de la cara en mechones lacios, y cuando me pasé un pañuelo por las mejillas vi que el maquillaje se me estaba deshaciendo formando una pasta aceitosa. Hubiera deseado que pudiéramos llegar a Pays de Sault sin llamar demasiado la atención, pero desgraciadamente la mujer tras la barra me reconoció y avisó a gritos al personal de cocina de que Simone Fleurier estaba almorzando en su establecimiento. Roger y yo tuvimos que comernos nuestros sándwiches de tomate y jamón bajo la mirada curiosa de la mujer, el cocinero, el pinche de cocina y la camarera. Cuando terminamos, la mujer me pidió que le autografiara el menú del restaurante.

– Y usted -comentó, volviéndose hacia Roger-, ¿quién es usted? ¿También es actor de cine?

Roger negó con la cabeza.

– No, solo soy uno de los agentes de mademoiselle Fleurier.

Tuve que contenerme con todas mis fuerzas para no reírme por el doble sentido de su afirmación. Cuando íbamos por la calle de camino a coger el autobús, le susurré a Roger:

– Tendría que haberle dicho que habíamos venido a Carpentras a rodar una película sobre el pueblo.

– Conozco los pueblos pequeños, mademoiselle Fleurier -repuso Roger, acercándome la boca a la oreja, cosa que me produjo un cosquilleo por todo el cuerpo-. Si le hubiera dicho tal cosa, no nos habrían dejado en paz ni un minuto. Todo el mundo, desde el alcalde hasta el sepulturero, se habrían matado por conseguir un papel.

El autobús que se dirigía a Sault aquella tarde era un vehículo aún más pequeño que el que habíamos tomado para llegar a Carpentras, pero el conductor fue más amable y no puso objeciones a que llevara los animales. Los saludó a cada uno de ellos a medida que se subían al vehículo. Como el único pasajero aparte de nosotros era un anciano con su acordeón, el conductor nos dijo que nos dejaría cerca de la finca en lugar de llevarnos hasta Sault.

– ¿Así que nació usted aquí? -me preguntó Roger en un susurro, cuando el conductor arrancó el motor-. ¿Entre esta gente?

– Parece que le cuesta a usted creerlo -comenté.

– Un poco. -Amagó una sonrisa-. La veía a usted como la más sofisticada de las parisinas. Pero ahora veo de dónde saca su resolución y fuerza.

Me apoyé en el respaldo de mi asiento y estudié a Roger. ¿Era posible que, mientras que yo estaba tan cautivada por él, él se sintiera tan poco impresionado por mí?

El conductor nos dejó aproximadamente a medio kilómetro de la finca. Roger y yo llevábamos una maleta pequeña cada uno. Él cogió ambas y yo cargué con la jaula de Chérie. Los perros caminaban por su cuenta. El sol aún estaba alto en el cielo, pero por suerte los árboles proporcionaban sombra a la carretera.

– ¿Alguna vez ha vivido usted en Argelia? -le pregunté.

– Nunca he estado allí-me respondió Roger-. Pero los hombres del Deuxième Bureau me hicieron estudiar la zona francesa y las casbas hasta la última tienda de alfombras y el último puesto de periódicos. Así que siento como si realmente hubiera vivido allí.

– ¿Y cómo es que habla usted tan bien francés?

– Mi padre sirvió aquí durante la Gran Guerra. Era médico. Después, se quedó para ayudar con la repatriación de los soldados. Regresó a Australia convertido en un auténtico francófilo, así que contrató a un inmigrante francés para que fuera nuestro tutor. Desde que cumplí ocho años hasta los doce, hablábamos francés en casa.

Me pareció divertida aquella historia.

– Su padre parece un hombre encantador y un poco excéntrico.

– Lo era -respondió Roger-. No le estaba mintiendo cuando le conté que mis padres murieron en un accidente ferroviario y que me criaron mis abuelos. Sin embargo, he seguido hablando francés; esa ha sido mi manera de recordarle.

Caminamos por el campo mientras Bruno nos abría un sendero entre la hierba y Charlot y Princesse correteaban detrás de las mariposas.

– ¿Y qué pasa con Tasmania? -le pregunté tras un momento.

Omití que había averiguado dónde estaba aquel lugar echando un vistazo a hurtadillas en un atlas de una librería de Marsella. Pensaba que era un país diferente de Australia, como Nueva Zelanda, pero cuando leí los comentarios me enteré de que era el estado más al sur de Australia.

Roger me contempló fijamente y arqueó las cejas.

– Estoy segura de que puede usted hablarme sobre Tasmania -le dije-. Así, si me capturan los alemanes, podré darles unos buenos consejos turísticos.

Dejó escapar una gran carcajada, tan cálida e intensa como su tono de voz.

– Supongo que no se trata de información vital, aunque los alemanes puedan albergar la intención de invadir Tasmania.

– ¿Y qué encontrarán si lo hacen? -le pregunté, cambiándome la jaula de Chérie del brazo derecho al izquierdo.

– Bueno, en el noroeste, donde yo crecí, encontrarán grandes zonas de cultivo con tierra volcánica. Al ir hacia el sur por la costa y el interior, se toparán con pueblos mineros y zonas de vegetación virgen que nadie ha pisado jamás. Y en el noreste hallarán las plantaciones de lavanda más grandes del hemisferio sur.

– ¿Plantaciones de lavanda? ¿Como las de aquí en Francia?

– Sí, muy parecidas -respondió, mirando a su alrededor-. Siempre he querido conocer la Provenza. Y ahora aquí estoy, por cortesía de los alemanes.

– Pensé que Australia era un desierto -comenté, tratando de mencionar toda la información que había leído para impresionar a Roger con mis conocimientos de su país.

Negó con la cabeza.

– Hay parte que lo es. Pero no Tasmania.

– Me gustaría ir allí algún día -afirmé con decisión, toda una declaración de intenciones por parte de alguien que acababa de descubrir dónde estaba el país-. ¿Hay allí teatros de variedades?

– En Sídney y en Melbourne, aunque primero tendríamos que terminar la guerra -me contestó sonriendo-. ¿Queda mucho para llegar a su casa?

– No, no queda mucho -le respondí.

Me preguntaba si le estaría importunando por hacerle tantas preguntas. Pero cuando él a su vez me preguntó por mi niñez en la Provenza y por cómo había llegado a ser una estrella en París, supuse que él también estaba disfrutando con la conversación. Me sorprendió que me confesara que me había visto actuar.

– Debió de ser en Londres, ¿no?

– Y en París también. Pero la vi dos veces en Londres -me explicó-. Estaba trabajando para la firma de abogados de mi tío en Inglaterra. Mis abuelos emigraron a Australia y mi padre nació allí. Pero la parte de la familia de mi madre es inglesa cien por cien: son todos pálidos de piel, débiles y muy endogámicos.

– No lo creo -repliqué, echándome a reír-. Mire qué resistencia tan apasionada están ofreciendo los británicos. Además, yo admiro mucho a Churchill.

– ¿En serio? -preguntó Roger-. Es un buen amigo de mi tío.

– Hace que los líderes franceses que nos han metido en esto parezcan muy poca cosa.

– La próxima vez que lo vea le transmitiré lo que usted acaba de decir -me aseguró Roger-. Se alegrará, porque me consta que ha visto todas y cada una de sus películas. Fue mi madre la primera que nos vio cruzando los campos hacia la casa. Les estaba echando las sobras a las gallinas, con el cabello recogido hacia atrás bajo un pañuelo. Cuando llegamos al muro, levantó la barbilla como si estuviera olfateando nuestro olor por el aire y entonces se volvió con la mano haciéndose visera sobre la frente, para darse sombra a los ojos.