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– ¡Simone!

Unos segundos más tarde, tía Yvette y Bernard aparecieron en la puerta de la casa. Una de las ventanas en la casa de mi padre estaba abierta, y Minot y madame Ibert se asomaron por ella. Antes de que hubiéramos llegado al patio, todos ellos se acercaron a nosotros. Mi madre se echó a mis brazos.

– No hemos sabido nada de ti durante el último mes -dijo tía Yvette-. Hemos estado muy preocupados.

Le expliqué que las oficinas de correos habían cerrado durante la invasión y pregunté por monsieur Etienne y Odette. Me sentí decepcionada al escuchar que no se habían puesto en contacto con Bernard. Entonces me di cuenta de que todo el mundo estaba mirando a Roger.

– Este es mi amigo Roger Delpierre -les expliqué.

Dejé la presentación ahí. No quería mentirles y decirles que Roger era mi director de escena o mi agente, pero allí de pie, bajo el sol, con tantas cosas de las que hablar, no parecía el momento adecuado para explicarles nuestra misión. Bernard le tendió la mano a Roger y todos le dieron la bienvenida.

– Y estos son Bruno, Princesse y Charlot -les dije, presentando a los perros.

Roger me cogió la jaula de la gata y la levantó en el aire.

– Y esta es Chérie, a la que Simone rescató en París.

Mi madre me contempló fijamente y se agachó para acariciar a los perros. Sentí que me ardían las mejillas. Por alguna razón, Roger me había llamado «Simone», en lugar de «mademoiselle Fleurier». Quizá era porque yo le había presentado como mi amigo, pero el efecto fue que nos puso a un nivel mucho más íntimo.

– Simone es la misma de siempre. Recoge mascotas allá por donde va -comentó tía Yvette.

La cocina de tía Yvette había cambiado tan poco como ella misma a lo largo de los años. A medida que nos fuimos adentrando desordenadamente en ella para resguardarnos del calor exterior en su frescor, sentí como si estuviera volviendo al pasado. Todavía flotaban en el ambiente los familiares aromas a romero y a aceite de oliva, y la multitud de ollas estaban colgadas de las vigas. Qué lejos de allí parecía la guerra. Todo estaba igual que siempre. La madre de Minot estaba sentada a la mesa, comiéndose un cuenco de sopa. A sus ochenta y siete años tenía una mente muy despierta, aunque le tuvieron que recordar quién era yo. Kira se había encaramado a uno de los armarios. Tan pronto como me vio, dejó escapar un maullido y corrió hacia mí. La levanté y frotó el morro contra mi mejilla, ronroneando.

– Esta es Kira, una de mis amigas más antiguas -le expliqué a Rogen.

– Nunca habíamos tenido a tanta gente en la finca -comentó Bernard, haciéndonos un gesto para que nos sentáramos-. Pero, de todos modos, tenemos mucho sitio.

Roger y yo nos intercambiamos una mirada. Bernard se dio cuenta y me dedicó una mirada confundida.

Mientras mi madre y tía Yvette nos preparaban pan y frutos secos, madame Ibert y Minot les llevaron agua a los perros, que estaban fuera. Kira y Chérie se quedaron en la cocina, mirándose la una a la otra. Chérie estaba acostumbrada a los otros animales y no tenía miedo. Conquistó a Kira acercándose poco a poco a ella y olfateándole la nariz. Después de aquello, todo fue bien y se sentaron juntas al lado de la puerta, mirando como revoloteaban los insectos en la hierba, sacudiendo al unísono sus colas de cazadoras.

– No hemos visto ni un solo alemán por aquí -comentó Bernard-. A pesar de lo que ha pasado en el norte.

– Así que las cosas no han cambiado mucho en la aldea, ¿no? -le pregunté.

Bernard negó con la cabeza.

– Excepto que monsieur Poulet ha recibido orden de quitar la estatua de la Marianne y otros símbolos de la República. Están sustituyendo el lema: «Libertad, igualdad, fraternidad» por el nuevo aforismo de Pétain: «Familia, trabajo, país».

– ¿Los sentimientos por aquí se han vuelto en contra de los Aliados desde el bombardeo de Mazalquivir? -le preguntó Roger, cogiendo un higo-. En Marsella sí ha sucedido.

Comprendía que Roger estaba tanteándolo, tratando de ganarse la fidelidad de mi familia. Bernard me contempló en busca de algún gesto de confianza. Sabía que el acento de Roger le había dejado perplejo. No era demasiado pronunciado, pero resultaba imposible no notarlo. Claramente, no provenía ni de París ni de Marsella.

– Muchos de los marineros que murieron probablemente eran de allí -le contestó Bernard cautelosamente-, pero la mayoría de la gente aquí piensa que era de esperar. ¿Qué otra cosa podían hacer los Aliados? Pétain les sacó las castañas del fuego, y los británicos advirtieron a la marina francesa que se verían obligados a destruir la flota si no se entregaban. No podían permitir que los barcos cayeran en manos alemanas.

– ¡Malditos boches! -murmuró madame Meyer.

Roger contempló fijamente a Bernard.

– Su aldea debe de contar con un buen servicio de noticias -observó-. Lo único que llega a Marsella y a París es la propaganda alemana.

Bernard palideció. Comprendí su temor. En los tiempos que corrían, una opinión inadecuada podía ser fatal.

– No pasa nada -le aseguré-. Roger piensa lo mismo que tú.

Bernard me miró con tal confianza que me enterneció el corazón. Se inclinó sobre la mesa.

– Nuestro alcalde ha conseguido montar un aparato de radio. Hemos estado escuchando la BBC.

Sintonizar una cadena de radio «enemiga» era ilegal y estaba penado con la cárcel. Contemplé a mi familia y amigos con orgullo. Habían nacido para ser de la Resistencia.

Mi tía y mi madre sirvieron el vino y se sentaron a la mesa con nosotros. Madame Ibert y Minot entraron para unirse a la discusión. Noté que el pie de Roger me daba un golpecito en el mío. Confiaba en Roger y sabía cómo era mi familia. Ahora era el momento de reunidos a todos.

– Yo respondo de la discreción de mi familia -le dije a Roger-. Y Minot y su madre son judíos. Madame Ibert siente lo mismo que yo con respecto a los nazis. Creo que debería contarles a todos lo que tiene que decir. De todos modos, tendrán que trabajar juntos.

– Soy australiano -anunció Roger, y una vez que todo el mundo se hubo recuperado del asombro, continuó explicándoles cómo llegó a quedarse aislado en Francia y lo que pretendía hacer para construir una red para la Resistencia.

– ¡Y yo que había pensado que era usted el prometido de Simone! -comentó mi madre, con una sonrisa bailándole en los labios.

La sangre se me agolpó en las mejillas. Estaba segura de que debía de estar brillando como un farolillo. Resultaba irónico que mi madre, que apenas solía pronunciar palabra, especialmente en presencia de extraños, se hubiera atrevido a decir algo tan embarazoso. Roger se revolvió en su asiento. Ninguno de los dos nos atrevimos a mirar al otro. Lo único que pude hacer fue dedicarle a mi madre una mirada de reproche.

Bernard salió en mi rescate.

– Si hay cualquier cosa que podamos hacer para ayudar a Francia -declaró-, le aseguro que tendrá nuestro apoyo total para ello.

Roger examinó cuidadosamente cada uno de los rostros de las personas que estaban sentadas a la mesa. No había duda de que había creado un equipo extraordinario en una sola tarde. Tenía a su disposición a una estrella del teatro de variedades, a una violinista, a un comerciante de lavanda, un director de teatro, dos campesinas y una octogenaria.

Roger sonrió y levantó su copa.

– Tenemos una nueva célula en la región de Pays de Sault -sentenció-. Mesdames y messieurs, bienvenidos a la red.