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Aunque mi madre y mi tía nos rogaron que nos quedáramos más tiempo, pasar un día más fuera de París podía significar perder un nuevo soldado a manos de los alemanes. Roger y yo se lo agradecimos, pero les explicamos que debíamos regresar a París lo antes posible. Habíamos decidido que madame Ibert viniera con nosotros para que pudiera organizar su apartamento como piso franco.

Les había cogido tanto cariño a Chérie y a los perros que me dio pena dejarlos. Pero vi lo que disfrutaban corriendo por la finca y lo mucho que le gustaban a mi madre. Tenía pensado dejar a Kira también, pero se frotó contra mis piernas y maulló con tanta vehemencia que mi madre sugirió que me la llevara.

– No creo que nuestro trabajo fuera a ser el mismo sin al menos un compañero peludo -afirmó Roger, cargando la jaula gatera en la parte de atrás de la camioneta de Bernard, y subiéndose él mismo después para sentarse con Kira y que madame Ibert y yo pudiéramos viajar en la parte delantera.

– No deberías haberte enfadado conmigo por decir que era tu prometido -me susurró mi madre-. Es amable y no ha apartado la mirada de ti en ningún momento. No quiero que estés sola.

Hice como que no la oía. En otro momento y otro lugar, podría haberme permitido el lujo de enamorarme de Roger. Pero estábamos en guerra, luchando por salvar nuestros países. ¿Cómo podía involucrarme en nada más?

París estaba sombrío cuando regresamos. Los conciliadores muchachos de pueblo de la primera avanzadilla alemana habían sido sustituidos por oficiales más siniestros, y la verdadera naturaleza de la ocupación alemana estaba empezando a salir a la luz. La mayoría de las tiendas cerca de la Gare de Lyon estaban abiertas, pero apenas había comida en los escaparates y las baldas. Es decir, apenas había comida para los franceses. Mientras que los parisinos tenían que hacer cola para que les proporcionaran escasas raciones de pan y carne, vimos a un carnicero llenando un automóvil alemán de multitud de paquetes. La divisa de la ocupación se había fijado en veinte francos por marco. Antes de la guerra era menos de cuatro.

– Qué manera tan sofisticada de saquear -murmuró Roger, leyendo la notificación de racionamiento colocada en el escaparate de una panadería.

Tras leer otras notificaciones, nos enteramos de que los comercios de ropa y calzado también estaban obligados a racionar sus existencias.

No había taxis que nos pudieran llevar hasta el apartamento. Todos los automóviles habían sido requisados para el avance bélico alemán. Sin embargo, había demasiados alemanes en el métro para que nos sintiéramos seguros viajando en él. Tendríamos que caminar todo el trayecto desde la Gare de Lyon hasta los Campos Elíseos.

Nos sentimos consternados cuando llegamos a la plaza de la Bastilla y vimos que las señales de las calles estaban en alemán. La única nota de humor que hizo que nos echáramos a reír fue cuando pasamos junto a una tienda con un retrato de Pétain en el escaparate. Estratégicamente colocado junto a él había un cartel que decía: Vendu. Vendido.

Por suerte, encontramos a madame Goux en la portería de nuestro edificio de apartamentos, y no había ningún alemán residiendo allí.

– Me he dedicado a subir y bajar las escaleras todas las mañanas y las noches -nos contó-. He encendido y apagado las luces y he corrido y descorrido las cortinas. Pero dos puertas más abajo en esta misma calle, los boches han expulsado a los ocupantes de los apartamentos. Les han dado recibos por los muebles -pendientes de devolución en «algún momento del futuro»- y veinticuatro horas para marcharse.

– ¿Dos casas más abajo? -exclamé, mirando a Roger-. ¿No es un poco cerca?

Negó con la cabeza.

– A veces, la mejor manera de engañar al enemigo es trabajar delante de sus narices.

Al día siguiente, madame Ibert, madame Goux y yo nos pusimos manos a la obra para preparar los apartamentos para nuestros «invitados». Desarrollamos toda una serie de señales, incluyendo felpudos fuera de lugar, jarrones vueltos del revés y golpes en las tuberías, para avisarnos de cualquier visita alemana. Roger se mantuvo ocupado estableciendo contactos con los miembros parisinos de la red y dos días más tarde ya teníamos alojados a once pilotos derribados. Con tantos hombres sanos entrando y saliendo de nuestro apartamento, necesitábamos una buena tapadera. Roger logró encontrar dos médicos adscritos a la causa que instalaron sus consultas en el apartamento de monsieur Copeau: un psiquiatra llamado doctor Lecomte y el doctor Capet, que era especialista en enfermedades venéreas. Si había dos cosas por las que los alemanes sentían terror eran las enfermedades mentales y las contagiosas.

Durante aquellos días me desperté sobresaltada varias veces por la noche, segura de que había un alemán de pie junto a mi cama o de que había oído un intruso en el piso de abajo. Me dirigía descalza hasta el piso superior para que quienquiera que estuviera de guardia me asegurara que todo iba bien. A veces, el vigilante de turno me abría la puerta para que pudiera asomar la cabeza y ver que todos los hombres estaban allí, durmiendo pacíficamente. Buscaba con la mirada a Roger entre los cuerpos tendidos. Tenía la costumbre de tumbarse perfectamente quieto, con las manos cruzadas sobre el pecho, como un ángel arropado entre sus alas. Cuando Roger estaba de guardia, le llevaba una botella de vino y nos bebíamos una copa cada uno y charlábamos hasta que llegaba el alba.

– Su madre no es hija de gitanos -me contó Roger una noche-. Es la hija legítima de sus abuelos.

– ¿Cómo lo sabe? -le pregunté.

– Me lo contó el día que fuimos a visitar a su familia. Después de que usted se fuera a la cama, su madre y yo nos quedamos despiertos y charlamos.

– Hmmm -musité.

Le había preguntado a mi madre por la verdad de sus orígenes decenas de veces y siempre había eludido mis preguntas. ¿Qué la había llevado a contarle a un completo extraño cosas que no le había dicho ni a su propia hija?

– Su abuelo era pastor y su abuela era de origen italiano, de Piamonte -me contó Roger, contemplando mi desconcierto con aire divertido-. Su padre conoció a su madre en la feria de Digne.

Sabía la historia de la feria de Digne; mi padre me la había contado. Pero ¿y qué pasaba con el resto de los datos? Nadie había mencionado nunca que mi abuela fuera italiana.

– ¿Cómo sabe usted que le ha contado la verdad? -le pregunté-. A mi madre le encanta tomarle el pelo a la gente con sus historias misteriosas.

Roger alargó la mano y me tocó el cabello.

– Eso explicaría el color de su pelo. Usted misma podría ser italiana, ya sabe.

Sentí un cosquilleo en el cuello. Me volví, preguntándome si pretendía besarme. Pero Roger ya estaba de pie junto a la ventana, contemplando el alba rompiendo en el cielo.

– Nos marcharemos al sur hoy -anunció, frunciendo el ceño-. El tiempo es bastante malo. Quizá así los boches nos dejen en paz.

Roger, madame Ibert y yo hacíamos turnos para acompañar a los hombres al sur con papeles falsos. Como yo era la que más llamaba la atención, normalmente acompañaba a los prisioneros de guerra franceses que habían escapado o a los soldados británicos bilingües, preferentemente los que tenían algún tipo de talento teatral en caso de que hubiera que demostrar sus historias de tapadera. Con tantos hombres distintos pasando por nuestras manos, costaba mucho dinero alimentarlos y conseguirles ropa francesa, billetes de tren y papeles falsos. Dado que padecíamos las limitaciones del racionamiento, solíamos tener que comprar la comida en el mercado negro, donde los productos podían llegar a costar diez o doce veces su precio normal. Madame Ibert y yo nos sentíamos felices dándoles todo lo que podíamos, pero los alemanes habían limitado la cantidad de dinero que los ciudadanos franceses podíamos retirar de nuestras cuentas bancarias mensualmente y, aunque habíamos optado por vender nuestras joyas y parte de nuestros muebles, siempre nos quedábamos cortos de existencias.