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Aunque yo no actuaba para los alemanes, sí que hice espectáculos en el Alcazar en Marsella y en otras ciudades de la zona no ocupada. Hice lo posible por mantener mi coartada de estrella extravagante de gustos caros, mientras bebía sucedáneo de café y comía carne de soja siempre que me encontraba a solas para poder ahorrar dinero para la red. Pero por muy duro que trabajara, nunca era suficiente. Hacia noviembre quedó claro que el mayor inconveniente para el éxito de nuestra misión, aparte de los propios alemanes, era la falta de dinero.

A finales de noviembre actué en un teatro de variedades de Lyon. Una noche, después del espectáculo, me puse el abrigo y las botas para salir al frío helador del invierno, me dirigí hacia la puerta de artistas y me sorprendió ver a alguien de pie junto a la escalera. Las luces de las farolas estaban apagadas, pero bajo el azulado brillo del cartel que había sobre la puerta pude ver la silueta de un hombre alto apoyado contra la balaustrada. Estaba exhalando espectrales nubes de vaho. Sentí un cosquilleo en la piel. Lo conocía por su altura y su forma, pero no recordaba de dónde. La puerta de artistas hizo un ruido sordo al cerrarse cuando yo salí y el hombre se volvió. Era André.

– Hola, Simone -me saludó, con la luz brillándole en sus ojos negros-. He visto el espectáculo. Has estado maravillosa.

Me sentí tan sorprendida de verle que hice lo posible por mantener la compostura y murmuré un «gracias», como si estuviera hablando con cualquier admirador en la calle y no con el hombre al que había amado durante años. ¿Qué estaba haciendo allí? ¿No se suponía que se encontraba en Suiza?

– ¿Puedo invitarte a cenar? -me preguntó-. Esta noche estoy solo y sería agradable tener a alguien con quien hablar.

Cuando mencionó la comida, sentí un retortijón en el estómago. Me había estado alimentando a base de fastuosos almuerzos en los mejores bouchons de Lyon para guardar las apariencias de estrella y me había saltado el resto de las comidas para ahorrar el dinero. Pero era difícil hacer un espectáculo todas las noches y dormir en una habitación de hotel sin calefacción con tan poca comida en el cuerpo. Quizá resultaba inadecuado que aceptara la invitación de un hombre casado y padre de dos niñas, pero estaba tan sola y cansada del trabajo que dejé al margen toda precaución y asentí.

André hizo una señal hacia un automóvil aparcado en la esquina. Era un Citroën conducido por un chófer uniformado. El único francés que podía disfrutar de un privilegio así era aquel que estaba a sueldo de los alemanes. «Dios mío -pensé, sintiendo un vacío en la mente-, André es un traidor».

– Es extraño que nos hayamos encontrado así después de todos estos años -comentó André, ayudándome a salir del coche cuando el chófer lo detuvo delante de un bistró.

Dentro, el restaurante estaba lleno de oficiales franceses y tipos de aspecto sórdido ataviados con trajes llamativos. La comida del menú provenía del mercado negro: alcachofas, salchichas de cerdo curado y quenelles de lucio. Aquella era comida que la mayoría de los franceses no habían podido catar desde hacía meses.

Observé a André mientras le pedía nuestra cena al camarero, tratando de encontrar en el distinguido caballero sentado ante mí al hombre con el que había compartido mi vida durante tantos años. Su rostro seguía siendo bello, como siempre, pero tenía algunos mechones canosos en las sienes. Recordé el dolor que sentí en el corazón aquella última noche en la casa de Neuilly y me di cuenta de que todavía conservaba parte de aquel sentimiento.

– Creo que es la primera vez que actúas en Lyon -comentó André, volviéndose hacia mí.

Charlamos de unas cosas y otras, excepto sobre la guerra y sobre nuestras respectivas vidas privadas. André y yo éramos dos espíritus que se movían en un mundo de tinieblas. La Francia reluciente que habíamos compartido en su momento había desaparecido; el amor que habíamos sentido el uno por el otro seguía siendo un tema demasiado doloroso de abordar.

– ¿Todavía sigues teniendo a Kira} -me preguntó André mientras el camarero rellenaba nuestras copas de vino.

Me eché a reír y le conté que Kira estaba bien, y la conversación entre nosotros empezó a resultar más fácil. La calidez del ambiente del restaurante me descongeló los huesos y el vino de Borgoña comenzó a inundarme la cabeza. Aparté la copa de vino, recordándome a mí misma que debía tener cuidado. En otra época, había mantenido una relación íntima con André, pero aquel había sido otro momento y otro lugar. Ya nadie conocía a nadie: los padres no conocían a sus hijos; los maridos no conocían a sus esposas. Una palabra en falso a André y podía poner en peligro toda la red.

– ¿Así que tus fábricas en Lyon todavía están en activo? -le pregunté-. Con el racionamiento, no pensé que pudiera subsistir el mercado.

– Exporto para los alemanes -me respondió André-. Fabrico uniformes para su ejército.

Su franqueza me sorprendió. Me resultó imposible mantenerle la mirada. ¿Cómo podía tener tan poca vergüenza? El André que yo conocía no habría hecho una cosa así. Volví a mirarle y vi que tenía los ojos llenos de lágrimas.

– Es el único modo que tengo de ayudar a Francia -me dijo. Parecía estar dándole vueltas a algo en la cabeza. Me di cuenta con cierta sorpresa de que estaba dudando de si podía confiar en mí. Debió de decidir que sí, porque bajó la voz y me explicó-: Tras el armisticio, no parecía que hubiera nada que un hombre pudiera hacer para borrar la vergüenza de Francia. Al menos, de esta manera, puedo mantener a mis empleados en sus cargos y evitar que los envíen a campos de trabajo. Los hombres que trabajan para mí tienen familias que alimentar. Las mujeres tienen maridos en campos de prisioneros de guerra e hijos hambrientos en casa. Es lo único que puedo hacer para ayudarles.

El temblor de su voz me llegó al corazón. Una sensación de alivio recorrió mi interior. Era como si fuéramos el André y la Simone de antaño en nuestros días de inocencia, en aquella época en la que nunca dudé de que pudiera confiar en él. Quería rodearle entre mis brazos. No, André no había cambiado. El resto del mundo se había vuelto loco, pero André era el mismo. Los comensales de la mesa contigua dejaron escapar una risotada. Tenían los rostros ruborizados y los ojos vidriosos por la bebida.

Me incliné sobre la mesa.

– André -le susurré-, cógeme de la mano como si estuviéramos manteniendo una conversación íntima. Hay algo que necesito contarte.

Pareció sorprendido, pero hizo lo que le pedía, corriendo su silla para sentarse más cerca de mí. Si le revelaba mi secreto, podría estar condenándome a muerte a mí misma y al resto de los integrantes de la red. Pero sin dinero, no podríamos seguir adelante. Tenía que correr el riesgo. Además, cuando André me cogió de la mano, sentí la misma comodidad y fuerza que había experimentado junto a él hacía años.

– Hay algo que puedes hacer para ayudar -le confié-. Yo no creo que la guerra esté perdida para Francia, que nos hayan derrotado. ¿Has oído hablar de De Gaulle?

André se revolvió en su asiento. Estudió mi rostro y, cuando lo hizo, el brillo volvió a sus ojos.

– Simone -susurró-, ¿te has unido a la Resistencia? -Sí.

– Es muy peligroso. Te ejecutarán si te descubren.

– Así es.

Había dado el salto y no tenía otra opción que continuar. Le expliqué el trabajo que estaba haciendo y el problema que teníamos de dinero. Se mantuvo inmóvil durante tanto tiempo que a lo largo de unos escalofriantes segundos me pregunté si me habría equivocado al confiar en él. En parte, había esperado sentir el cañón de la pistola de un hombre de la Gestapo apretándose contra mi cuello. Entonces, André despertó de su ensoñación y me miró a los ojos.