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– No solo os ayudaré con dinero, sino que también puedo proporcionaros ropa -me dijo-. Y si tu contacto piensa que puede darle cualquier otro uso a mis fábricas para esconder a los fugitivos, dile que venga a verme.

André pagó la cuenta. Fuera, le dijo a su chófer que me iba a acompañar caminando hasta mi hotel.

– Debemos tener mucho cuidado a partir de ahora, Simone -me advirtió mientras doblábamos la esquina-. Estoy vigilado. No solo por los franceses y los alemanes, sino también por mi hermana.

– ¿Qué quieres decir?

– Guillemette está en París -me respondió, apartando la vista-, celebrando fiestas para el alto mando alemán. La mayor parte de la alta sociedad parisina hace ese tipo de cosas. Algunas de las mujeres incluso se están acostando con ellos, siempre que eso signifique para ellas que puedan continuar bebiendo champán y comiendo foie gras. Mi esposa y yo nos hemos desvinculado de nuestras familias y nos hemos mudado aquí.

La mención de su esposa supuso un súbito recordatorio de por qué André y yo no podíamos estar juntos. Me acordé de la princesa en el funeral del conde Harry. Entonces ya había percibido que era una mujer excepcional. El hecho de que alguien que gozaba de tantos privilegios sociales fuera capaz de darle la espalda a la alta sociedad parisina hizo que la admirara incluso más. Cogí las manos de André y se las apreté.

– Gracias -le dije-. Lo que te has ofrecido a hacer ayudará a la Resistencia enormemente. Cada vez que envíes otro lote de uniformes a Alemania, sabrás que los beneficios están ayudando a Francia.

Me contempló fijamente. Durante un momento pensé que se iba a inclinar y me iba a besar en los labios. El rostro de Roger se me apareció en la mente y retrocedí un paso. Pero André no avanzó hacia mí. En su lugar, miró por encima de su hombro y dijo:

– No me lo agradezcas, Simone. Soy yo el que se siente agradecido contigo.

Le observé mientras caminaba calle abajo y desaparecía en la oscuridad de la noche.

Capítulo 31

El invierno de 1940 fue el más frío de los que yo recordaba desde hacía años. Los alemanes no estaban dispuestos a utilizar su transporte para traer carbón a París, así que nuestros apartamentos se quedaron sin calefacción, aunque los braseros de carbón de los establecimientos que ellos frecuentaban siempre estaban encendidos. Madame Ibert y yo hicimos lo posible para que los hombres que escondíamos mantuvieran el calor. André nos proporcionó mantas y sobretodos, y nosotras les tejimos calcetines y guantes con el algodón crudo que caía en nuestras manos. Sin embargo, la comida seguía siendo un problema. Incluso en el mercado negro estaba empezando a escasear. Madame Ibert y yo tratamos de cocinar sopas, pero había días en los que lo mejor que podíamos hacer era caldo aguado de pollo. Me alegré de no tener a los perros conmigo. Kira se comía media lata de sardinas al día y se pasaba el resto del tiempo hecha un ovillo en el interior de una sombrerera a rayas dentro de mi armario; esa era su versión de la hibernación. Los demás solíamos irnos a dormir inmediatamente después de la cena. Era la única manera que teníamos de conservar el calor.

– Nos va mejor que a mucha otra gente -afirmó madame Goux, entrando de la calle en un frío día, con cuatro zanahorias mustias dentro de su bolsa de ganchillo-. La gente está quemando sus muebles y forrándose la ropa con periódicos.

– Todavía no hace tanto frío como en Escocia -comentó uno de los hombres que estaba a nuestro cuidado.

Me eché a reír, contenta de que al menos mantuviera su sentido del humor. Con las tensiones bélicas, las condiciones de hacinamiento, el frío y el hambre, corríamos el riesgo de que la gente comenzara a perder los estribos.

En una ocasión, Roger regresó del sur con una peligrosa misión entre manos. El capitán de un barco había accedido a ocultar a una veintena de personas a bordo de su navío, que se dirigía a Portugal. Teníamos alojados exactamente a veinte hombres en aquel momento y el único modo de llegar a tiempo antes de que el barco zarpara era llevarlos al sur a todos juntos. Era suficientemente arriesgado transportar a tantos hombres, ninguno de los cuales hablaba francés, con Madame Ibert, Roger y yo como únicos acompañantes, pero a aquel peligro había que añadirle la razón por la que se nos habían acumulado tantos refugiados bajo un mismo techo. Cuatro pisos francos habían sido desmantelados por agentes dobles y a los miembros de la Resistencia les habían torturado clavándoles espinas en las manos antes de fusilarlos. Tras una semana viviendo bajo aquellas tensas condiciones, tuvimos que abortar nuestro intento de llevarlos a todos al sur en un solo grupo cuando llegamos a la estación y descubrimos que habían colgado las fotografías de algunos de ellos en los tablones de anuncios con recompensas por su captura. El barco tendría que partir sin ellos.

Tener que regresar a un apartamento abarrotado y esperar hasta que pudiéramos conseguirles nuevos papeles y cambiar su aspecto con la ayuda de una de las ayudantes de vestuario del Adriana fue demasiado para algunos de ellos. Comenzaron a pelearse por cosas insignificantes como que alguien roncara o que pasara demasiado tiempo en el baño. Dos hombres se enzarzaron en una pelea por un juego de cartas. Algunos comenzaron a cuestionar el liderazgo de Roger.

– Si pierdo su confianza y su respeto, Simone, casi podemos entregarnos directamente a los alemanes -me dijo.

Roger, por lo que descubrí, era el tipo de persona que pensaba a lo grande. «Imposible» no era una palabra con la que se sintiera fácilmente identificado. Así, era bastante poco habitual verle tan abatido. Se estaba enfrentando a una tarea ingente. Yo ya había percibido signos de agotamiento entre los hombres incluso antes de que nos dispusiéramos a viajar al sur. Sus posturas los delataban: se encorvaban hacia delante, mirando fijamente el suelo, con los brazos cruzados al pecho como si estuvieran tratando de evitar que el corazón les estallara. Pensé en las historias que mi padre me había contado sobre hombres en las trincheras que padecían neurosis a causa de la guerra: temblando y sollozando, se lanzaban directamente contra el fuego enemigo.

La certeza de la muerte era preferible a estar esperándola constantemente.

– Es el cansancio que produce la guerra -le respondí-. Por mucho que les hayan entrenado para ser soldados, no significa que no lo sientan.

Roger asintió.

– Percibo que están listos para rendirse -me confesó.

Nos sumimos en un silencio que duró unos instantes, ambos contemplando la situación. Pensé en André. Yo había tratado de ser fuerte cuando nuestra relación se desmoronó, pero al final todo se me vino encima.

– La gente no puede vivir bajo presión a todas horas; algo se rompe inevitablemente -comenté.

– Tú y yo tenemos que andarnos con cuidado, porque soportamos la presión demasiado bien.

Comprendí a qué se refería Roger. El subidón de adrenalina que sentíamos cuando superábamos los controles alemanes era útil para mantenernos alerta al peligro. Pero lo habíamos hecho ya tantas veces que existía la posibilidad de que nos fuéramos insensibilizando y comenzáramos a cometer errores tontos.

– ¿Crees que es lo que nos está pasando ahora? -le pregunté-. ¿Crees que nos estamos arriesgando demasiado tratando de llevar a todos esos hombres al sur?