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Una de las mujeres llamó a la puerta. Se abrió y esta vez vislumbré la silueta del portero acechando en las sombras. Después de que entraran los acróbatas, salió al rellano.

– Pensé que era usted -me dijo-. Llega pronto. Normalmente no dejamos entrar a los admiradores hasta después de la actuación. Y solo pueden entrar los que han pagado por ver el espectáculo.

El corazón me palpitó con fuerza. Me dio la terrible sensación de que me iba a echar. Tartamudeé que lo único que quería era ver la llegada de los artistas y que no tenía dinero para presenciar el espectáculo, pero que, si lo tuviera, sin duda pagaría por entrar en una sala con tanta categoría. Los ojos del portero brillaron y las comisuras de su boca formaron un amago de sonrisa.

Un hombre que llevaba un traje muy usado con las rodillas desbastadas y una camisa blanca que más bien presentaba una tonalidad grisácea se dirigió hacia nosotros. Su mirada estaba fija sobre un pedazo de papel arrugado que sostenía en la mano. Llevaba la otra mano metida en el bolsillo.

– Bonsoir, Georges -le saludó el portero.

El hombre se detuvo durante un instante y levantó la mirada, pero no contestó al saludo. Murmuró algo para sus adentros y subió las escaleras. El portero alzó la voz y repitió:

– ¡Bonsoir, Georges!

Puesto que el otro hombre seguía sin responder, el portero bloqueó el callejón poniéndose en medio y cruzó los brazos sobre el pecho.

– Ya demuestra bastante mala educación al no saludarme a mí -le espetó-. Pero podría hacer el favor de al menos decirles «bonsoir» a la joven señorita y a su perro, que se encuentran allí. Le estaban esperando.

El hombre contempló al portero y después se volvió sobre sus talones y me lanzó una mirada aterradora. Bonbon retrocedió y se echó a ladrar.

El hombre arrugó el entrecejo como si se acabara de despertar de un sueño.

– Bonsoir -dijo gravemente, saludando con la cabeza antes de pasar junto al portero y sumirse en la oscuridad.

Su rostro lleno de picaduras y aquellos ojos hundidos me provocaron una sensación macabra. Me pregunté si sería uno de aquellos magos sobre los que había leído, que practicaban la magia negra y cortaban a bonitas mujeres en dos con una sierra.

El portero contempló al hombre mientras desaparecía.

– Ese es el humorista -aclaró sonriendo.

Resonaron unos tacones sobre los adoquines de la acera, ¡clic, clac, clic, clac! Los tres levantamos la mirada. Camille venía caminando por el callejón, con las piernas desnudas a causa del calor. Llevaba un vestido rojo y se había peinado el pelo hacia un lado con una peineta. Justo detrás de la oreja se había colocado una orquídea. Cogía uvas del racimo que llevaba en la mano y se las comía de una en una, masticando cada una de ellas con aire pensativo mientras miraba al infinito. Detrás de ella, resonaron unos pasos más pesados. Advertí a un hombre con sombrero de copa y frac que dobló la esquina con un voluminoso ramo de rosas bajo el brazo. Me estaba preguntando qué tipo de espectáculo haría, cuando el hombre emitió un gemido de dolor:

– ¡ Caaaamiiiilleee!

Sentí escalofríos al oírlo. Pero si aquel hombre estaba esperando que Camille reaccionara, no lo logró. Ella siguió acercándose tranquilamente con los ojos fijos en la puerta de artistas, sin ni siquiera verme a mí. El rostro del hombre enrojeció y se mordió el labio. Tenía aproximadamente treinta años, pero sus abultadas mejillas y su exigua barbilla le conferían el aspecto de un bebé.

– ¡¡¡Camille!!! -suplicó, corriendo hacia ella.

Camille frunció el entrecejo y se volvió para encararse con su perseguidor.

– ¿No puedes dejarme en paz ni un minuto? -rezongó.

El hombre se paró en seco, tragó saliva y avanzó un paso más.

– Pero me lo prometiste…

– Me estás aburriendo. Lárgate ya -le espetó ella, elevando el tono de voz.

El hombre se puso tenso. Le dedicó una mirada al portero, que lo contempló con ojos compasivos.

– Nos encontraremos después del espectáculo, ¿verdad?

– ¿Para qué? -le contestó Camille, encogiéndose de hombros-. ¿Para que me des otro perro? Ya he regalado el primero.

Bonbon levantó las orejas. Asumí que aquel hombre debía de ser monsieur Gosling, el admirador que le había regalado a Bonbon a Camille después de haber conseguido cinco bises. Parecía fuera de lugar en aquel entorno.

– Escúchame bien -le espetó Camille, clavándole la punta del dedo en el pecho-. No dejo que me traten como a un juguete. No tengo tiempo para nadie que no vaya en serio.

Lo apartó de su camino y ya había subido la mitad de las escaleras cuando monsieur Gosling dejó escapar otro gemido y cayó de rodillas al suelo. Pensé que se iba a desmayar o que se iba a arrastrar tras ella. Sacó el ramo de rosas que llevaba bajo el brazo. No me cupo la menor duda de que aquel no era el momento adecuado para ofrecérselo a Camille, cuya boca se curvó en una sonrisa cruel. Daba la sensación de que estaba a punto de lanzarle otro comentario mordaz, cuando se paró en seco y contempló las flores. Vio algo en ellas que le hizo cambiar de opinión. Se le dulcificó la expresión como un capullo abriéndose para recibir la lluvia.

– ¡Monsieur Gosling! -ronroneó, pasándose los dedos por el cuello antes de hundir la mano en los pétalos y sacar algo de entre ellos.

Brilló a la luz del sol. Era un brazalete de diamantes.

La confianza de monsieur Gosling aumentó cuando vio que Camille estaba disfrutando. El tono de ella pasó de ser gélido a un murmullo provocativo cuando le dijo:

– Así está mejor.

Y lo besó en la mejilla. Él era como un cachorrillo que había complacido a su dueña por haber orinado en el lugar adecuado.

– ¿Después del espectáculo…? -comenzó a decir, tratando de adoptar un tono varonil y exigente, pero, aun así, seguía sonando dubitativo.

– De acuerdo, después del espectáculo… -respondió Camille antes de escabullirse junto al portero hacia la oscuridad.

El portero puso los ojos en blanco. Monsieur Gosling bajó brincando las escaleras, pero se sobresaltó cuando me vio, o más bien cuando vio a Bonbon.

– ¿Ese es…? Debo preguntarle… ¿Ese es? -tartamudeó, acercándose a mí.

– Sí -le contesté-. Este es el cachorro que le regaló a mademoiselle Casal. Yo lo paseo todos los días.

Abrió mucho los ojos y se echó a reír, mostrando unos dientes torcidos. Yo hubiera salido huyendo de no haber estado el portero allí también. Monsieur Gosling palmoteo y miró hacia el cielo, sonriendo de oreja a oreja.

– ¡Después de todo, me quiere! -gritó, lo bastante alto como para que lo oyera toda Marsella-. ¡Ella me quiere!

No pude ir al teatro la noche siguiente. Tenía a Bonbon en la puerta, lista para salir, cuando tía Augustine me llamó desde las escaleras para decirme que tenía que llevarle una nota urgente a su abogado.