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Roger negó con la cabeza. Parecía sinceramente confundido.

– No lo sé, Simone. Estoy empezando a dudar de mí mismo.

Me apoyé contra la pared y me fijé en Kira, sentada en el umbral de la puerta, lamiéndose las patas. Por alguna razón, me recordó al globo con forma de gato que me regalaron como inocentada para desearme buena suerte en el Ziegfeld Theatre y tranquilizarme antes de la actuación. De repente, se me despertó la artista que llevaba dentro.

– Tengo una idea -le dije a Roger-. Ayúdame a llevar arriba mi gramófono.

Roger transportó el gramófono al apartamento de monsieur Nitelet, donde se alojaban los hombres, y yo le seguí con un montón de discos entre los brazos. Después de dejar el gramófono sobre una silla, Roger puso un disco de tangos y yo invité a los hombres que sabían bailarlo a acompañarme por turnos. Al principio me resultó difícil convencerlos, pero después de engatusarlos, descubrí a dos bailarines de tango realmente buenos entre el grupo de hombres. Uno de ellos ejecutaba unos movimientos y unos giros tan exuberantes que logró atraer el interés de todo el mundo. Repartí a los hombres en grupos y les di una clase antes de pedirles que se pusieran por parejas.

– No somos maricas -objetó un neozelandés.

– El tango argentino se bailaba originalmente entre hombres -le respondí-, en los días en los que se importaba mano de obra y había falta de mujeres.

A pesar de sus protestas iniciales, los hombres pronto se animaron y comenzaron a bailar entre sí. Tanto los que se dedicaban a sobreactuar como los que estaban tratando de dominar el baile con la misma seriedad que aplicaban a su instrucción militar, quedó claro que se estaban divirtiendo mucho. El neozelandés se emparejó con un australiano, levantando la nariz en el aire y contoneando las caderas.

– Esto no tendría que resultarte extraño, camarada -se burló de él el australiano-. Debes de estar más que acostumbrado a hacer esto mismo con las ovejas.

Sus carcajadas me hicieron reír a mí también y me percaté de que hacía meses que no me había reído con tanta facilidad.

– ¿Me permites? -me preguntó Roger, tendiéndome la mano.

– Por supuesto -le respondí, ruborizándome como una adolescente.

Roger era uno de los hombres más seguros de sí mismos que había conocido jamás, aunque siempre se mostraba reservado ante mí. Pensé que sería demasiado tímido como para sujetarme, pero cuando me sostuvo entre sus brazos, lo hizo de un modo tan apasionado que se me aceleró el pulso. Era un bailarín excelente y me llevaba con mucha seguridad. Y lo que resultaba más sorprendente: comenzó a cantar en español junto con el cantante del disco en un tono maravillosamente melodioso.

Lo verás en el fuego

todo lo que es mentira

y todo lo que es verdad.

Bailemos un tango

para que cuando me marche

pueda verte en mis sueños

Rivarola me había enseñado que al bailar un tango tenía que imaginarme a mí misma como si fuera un elegante gato: hermoso, orgulloso y grácil. Nunca me había sentido de ese modo con él. Pero así era como me sentía entre los brazos de Roger.

– Tú no eres una mujer normal, ¿verdad que no, Simone Fleurier? -me susurró Roger al oído-. No solo eres valiente y hermosa, sino que también eres inteligente. Las cosas no iban nada bien, pero tú has conseguido subirle la moral a todo el mundo.

El ambiente de la habitación había cambiado perceptiblemente. Los hombres sonreían y se daban palmadas en la espalda. Percibí que sus ánimos renovados y su camaradería les harían superar sin incidentes el peligroso viaje que tenían ante así.

– Quería que tuvieran un buen recuerdo de París -le dije.

Roger me levantó la barbilla con la punta de los dedos para que le mirara directamente a los ojos.

– Tú eres mi recuerdo más preciado de París.

Un hormigueo cálido me recorrió los brazos y un cosquilleo agradable me bajó por la columna. Pero no fui capaz de mantenerle la mirada a Roger y la aparté.

– ¡Vamos! -exclamó el soldado australiano, dándole un toque a Roger en la espalda-. Mademoiselle Fleurier es la que ha empezado todo esto, así que al menos quiero una oportunidad para bailar un tango con la moza.

Roger sonrió y nos separamos de mala gana. Aunque todos y cada uno de los momentos que pasábamos juntos eran preciosos, no podía negarme a bailar con un soldado, especialmente cuando existía la posibilidad de que lo mataran al día siguiente.

– Cuando termine la guerra, daré un concierto especial para todos los hombres que se encuentran hoy aquí -le aseguré al australiano.

– Entonces será mejor que procure que no me vuelen la cabeza -me contestó sonriendo francamente, llevándome por la habitación con el ímpetu de un hombre que estuviera tratando de abrir una puerta a la fuerza.

Cuando todos hubieron entrado en calor y se sintieron agotados, Roger y yo clausuramos la velada. Les di un beso a cada uno y les deseé suerte antes de volver a mi frío apartamento de la planta de abajo. Pero aunque mis sábanas parecían de hielo cuando me deslicé entre ellas, noté un calor en mi interior. Cerré los ojos e hice lo posible por no pensar en Roger. Estábamos en guerra. No era momento de enamorarse. Y, aun así, en mitad de los terribles acontecimientos y en la más improbable de las circunstancias, no podía negar que se me había encendido de nuevo una luz que llevaba mucho tiempo extinguida en mi corazón.

Durante las semanas siguientes, conseguimos con éxito que los veinte hombres cruzaran la línea de demarcación y comenzamos a recibir menos soldados en el apartamento y más agentes enviados por Gran Bretaña para informar sobre los movimientos de las tropas enemigas y las instalaciones militares. También acogimos operadores de radio y mis viajes al sur de Francia comenzaron a consistir en esconder un transmisor de radio o unos cascos dentro de mi equipaje.

Una tarde iba caminando por la Rue Royale tras una cita para recoger unos papeles falsos para tres hombres que madame Ibert acompañaría al sur al día siguiente. El aire me cortaba las mejillas y el frío de los adoquines congelados penetraba por las suelas de mis zapatos. Ya no había cuero, e incluso el calzado de más categoría tenía suelas de madera que resonaban con estrépito sobre las calles como si fueran cascos de caballo. El frío me provocaba dolor de estómago y me ponía los nervios de punta. Si el invierno estaba resultando una dura prueba para mí, que era una mujer con dinero que vivía en un apartamento con cortinas, alfombras y moqueta, ¿qué podía suponer para una familia pobre? ¿Y para los niños recién nacidos? Me imaginé la prisión de Fresnes. Ahora estaba vacía de criminales -los alemanes tenían empleados a todos los matones-, pero existía el rumor de que se oían gritos de ayuda y alaridos de agonía que resonaban en medio de la noche provenientes de sus celdas. Los prisioneros eran miembros de la Resistencia que habían sido capturados. Algunos de ellos no eran más que jóvenes estudiantes.

Alguien pronunció mi nombre. Me di la vuelta para ver a una mujer rubia de pie junto a la puerta de Maxim's que me estaba saludando con la mano. Llevaba un vestido azul ceñido a la cintura y una estola de piel. Tardé un instante en reconocerla. Camille Casal.

– Pensé que eras tú -me dijo-. Pasa.

Llevaba el pelo rizado y la cara maquillada con polvos compactos blancos y barra de labios color violeta oscuro. Yo tenía el cerebro tan congelado por el frío que no lograba pensar correctamente, por lo que entré en el establecimiento tal y como ella me había dicho. Maxim's ya no era el opulento lugar de reunión de artistas y actores. Era la guarida hedonista del alto mando alemán y sus colaboracionistas franceses.

– ¡Estás tan delgada! -observó Camille, contemplándome de pies a cabeza.