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Apenas la escuché. La calidez y el olor a coñac eran embriagadores. Un delicioso aroma a mantequilla fundida y a pato asado flotaba en el ambiente.

– Justo íbamos a comer -anunció Camille, empujándome hacia el salón comedor-. Tienes que unirte a nosotros.

Me encontré de pie en la estancia que antiguamente había conocido tan bien. Contemplé su techo de vidriera y los murales estilo art nouveau. Aquel había sido un lugar en el que las cortesanas entretenían a sus príncipes, pero ahora estaba lleno de otro tipo de prostitutas. Reconocí a una serie de personas del antiguo círculo de André, incluidas las hijas de varias familias de las altas esferas.

Una mesa de alemanes vestidos de uniforme se puso en pie cuando entramos. Se propinaron varios codazos y sonrieron cuando Camille me presentó. Solo había cinco de ellos, pero la mesa estaba repleta de suficientes fuentes de sopa y foie gras, platos de caviar y verduras en salsa de mantequilla como para alimentar a un regimiento. La mayoría de los oficiales eran jóvenes y de mejillas rosadas, pero el hombre que se levantó en la cabecera de la mesa y se inclinó para besarme la mano era un cincuentón con el pelo negro cubierto de canas grises.

– Coronel Von Loringhoven -dijo Camille, deslizándose a su lado y entrelazando el brazo con el de él.

Mi mirada recayó sobre la insignia de las SS del cuello de su casaca. Apreté con fuerza mi bolso, que contenía los papeles falsos, contra el costado. Las SS eran la fuerza de combate de élite de Hitler. Roger me había contado que habían fusilado a los prisioneros de guerra aliados en Dunkerque, ignorando todas las convenciones seguidas por el ejército alemán normal. Los refugiados del norte aseguraban que las SS habían quemado iglesias y destruido crucifijos a su paso por los pueblos, alegando que Jesucristo era el hijo de una puta judía y que ellos iban a proporcionarle a Francia una nueva religión. ¿Von Loringhoven era coronel? Entonces era uno de los hombres que había dado aquellas órdenes.

– Es muy apuesto, ¿verdad? -me susurró Camille al oído-. Me ha guardado una habitación en el Ritz cuando estaban echando a todos los demás a patadas.

Paseé la mirada entre el coronel Von Loringhoven y Camille, y recordé la conversación que habíamos mantenido en el café durante la «guerra falsa». ¿Realmente estaba tan ciega? Este no era otro play-boy u otro sibarita más. Ni siquiera era un soldado alemán ordinario; aquel era el diablo en persona. ¿Verdaderamente la habitación del Ritz valía su alma? La única excusa que podía proporcionarle era que quizá lo hacía por cuidar de su hija. Me hubiera gustado llevar a un aparte a Camille y ponerla sobre aviso, pero tenía agentes aliados a mi cuidado y debía pensar en salvaguardarlos a ellos primero.

Me volví al coronel Von Loringhoven y le dediqué la sonrisa más encantadora que pude fingir.

– Ha sido un placer conocerle, pero debo marcharme.

Me devolvió la sonrisa, mostrando una fila de dientecillos afilados como los de un lagarto. Cuando me volví y caminé hacia el vestíbulo, sentí sus ojos penetrantes clavándose en mi espalda. Tuve la escalofriante sensación de que no le había engañado en absoluto.

En junio, escuchamos por la radio de la BBC que Alemania había invadido la Unión Soviética. La operadora de radio que estaba con nosotros esa semana celebró la noticia. Era una inglesa bilingüe que había vivido de pequeña en París y había sido enviada por el Ejecutivo de Operaciones Especiales para transmitir información de inteligencia a Inglaterra. Le pregunté por qué el ataque de Alemania a Rusia era tan buena noticia. ¿No significaba otro país más bajo el yugo alemán?

– ¡Ah! -exclamó, con los ojos brillantes-. Usted es francesa, pero lo ha olvidado. Napoleón atacó aquellos parajes inhóspitos y a esas apasionadas gentes y fue su perdición.

Me animé por sus palabras, pero los siguientes informes que recibimos me hicieron sentirme avergonzada de haberme alegrado. En el mal equipado ejército ruso no solo luchaban hasta el último hombre y la última mujer, sino que también estaban dando su vida los civiles rusos. ¿Por qué se había rendido Francia tan fácilmente?

En diciembre, de nuevo congelados en nuestros apartamentos sin calefacción, nos enteramos de que los japoneses habían bombardeado Pearl Harbor y que los Estados Unidos habían entrado en la guerra. «Por fin -pensé-. Por fin».

– Seguramente, con la ayuda de los estadounidenses, ahora podremos ganar la guerra -afirmó madame Goux.

Sin embargo, cualquier esperanza que pudiéramos haber albergado de que llegara rápidamente el final se vino abajo en el verano de 1942. Los alemanes estaban a punto de tomar Stalingrado y, con él, el Cáucaso y sus campos petrolíferos. También tenían presencia en África: Alejandría y El Cairo estaban prácticamente en sus manos. A pesar de la confianza de la operadora de radio de que la exagerada expansión de los alemanes les haría perder fuerza y derrumbarse, ya tenían bajo el punto de mira Irán, Irak y la India. ¿Quién se habría imaginado que una sola nación europea podría expandirse tan rápidamente, como una mancha oscura por el mapamundi? Quizá acabarían extendiendo sus redes también sobre Estados Unidos.

Si había tenido un fuerte presentimiento de estar ante el mal durante mi encuentro con el coronel Von Loringhoven, París y el resto de Francia pronto experimentarían lo mismo que yo. Incluso algunos de los colaboracionistas más interesados comenzaron a preguntarse qué tipo de fuerza malévola habían invitado a introducirse en su país. En julio, los nazis prohibieron que los judíos entraran en los cines, los teatros, los restaurantes, los cafés, los museos y las bibliotecas, e incluso les impidieron que utilizaran las cabinas de los teléfonos públicos. Solo podían viajar en los dos últimos vagones de los trenes del métro y tenían que hacer cola para recibir sus raciones a horas intempestivas. Para identificarlos, les obligaron a colocarse la estrella de David amarilla en los abrigos con la palabra «judío» escrita en el centro.

De camino a una cita en Montmartre, me encontré con madame Baquet, que me había proporcionado mi primer trabajo en el Café des Singes. Llevaba un narciso amarillo adornándole el cabello y una bufanda amarilla al cuello. Su acompañante masculino, al que me presentó como el nuevo número de su club, llevaba una estrella en la chaqueta en la que ponía «músico» bordado en el centro.

– He visto montones de estrellas interesantes en Montmartre esta mañana -me contó madame Baquet-. Budistas…, hindúes… ¡Seres humanos!

Los abracé a ambos antes de continuar mi camino. Esa era la Francia en la que quería creer: irreverente, igualitaria, humana.

No obstante, el alto mando alemán no le veía la gracia a aquella protesta pacífica. Un hombre se paseó Campos Elíseos abajo luciendo sus medallas de guerra junto a la estrella y recibió una paliza de un grupo de soldados de las SS, que luego le pegaron un tiro en la cabeza. La vergüenza de lo que les estaban haciendo a sus amigos y vecinos se extendió como la pólvora entre los habitantes de la ciudad igual que la sangre del hombre se derramó por la acera. Que el asesinato de un veterano de guerra francés se realizara tan abiertamente y a sangre fría no pasó desapercibido para los parisinos.

Unos días más tarde, recibí instrucciones de Roger de cruzar la línea de demarcación y acudir a la finca de mi familia, acompañada solamente por Kira. Había despertado sospechas y parecía probable que pronto tendría que mudarme al sur de manera permanente. Aunque me había registrado en la Propagandastaffel, se estaban preguntando por qué no actuaba en París. Maurice Chevalier, Mistinguett, Tino Rossi y los demás proseguían con sus espectáculos, por lo que parecía que me estaba quedando sin excusas. Aparte de todos los demás problemas, ya no podíamos recibir más operadores de radio en nuestro edificio. En dos ocasiones, las camionetas de rastreo alemanas habían captado una señal en la zona. En una de ellas, nos habían hecho un registro. Madame Goux escondió el receptor introduciéndolo en la jaula gatera y colocando a Kira delante. El operador de radio y yo nos arrancamos la ropa y nos metimos desnudos en la bañera. Fingimos tal indignación cuando los alemanes irrumpieron en el baño que los soldados, mostrando sonrojo, se retiraron rápidamente sin darse cuenta de que no había agua en la bañera.