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– ¡Caramba! -exclamó después el operador, echándose a reír, cuando nos estábamos poniendo la ropa-. Aquí estoy, desnudo junto a Simone Fleurier. Ninguno de mis compañeros me creerá cuando lo cuente.

Llegué de vuelta a Pays de Sault cuando la lavanda silvestre estaba floreciendo junto al sendero y entre las grietas de las rocas. Inundaba el aire con su aroma dulce y vivificante. El camino estaba polvoriento y la jaula de Kira me pesaba mucho bajo el brazo. Me paré a descansar varias veces, sentándome sobre mi pequeña maleta y secándome el sudor del cuello con un pañuelo. A dos kilómetros de la finca me di cuenta de que no lograría llegar si tenía que transportar a Kira durante el resto del camino.

– Vas a tener que caminar, amiga mía -le dije, sacándola de la jaula y dejando esta detrás de una piedra.

Suponía que se iba a sentar sobre sus cuartos traseros y que se negaría a moverse. Sin embargo, lo único que hizo fue maullar y ponerse a corretear junto a mí.

– Si llego a saber que serías tan cooperadora -le dije-, me habría deshecho de la jaula hace rato.

Estábamos pasando junto a la antigua finca de los Rucart cuando escuché un vehículo traqueteando detrás de nosotras. Me volví a ver a Minot saludándome con la mano desde el asiento del conductor del Peugeot.

– Bonjour! -me saludó sonriendo y empujando la portezuela para abrirla y que yo pudiera entrar en el vehículo.

Puse a Kira en el asiento y eché la maleta en la parte trasera. Minot llevaba unos pantalones de algodón crudo y una camisa de cuadros en la que se le marcaban unas oscuras manchas de sudor bajo las axilas. Era difícil de creer que aquel hubiera sido en el pasado el engolado director artístico del Adriana. Pero yo misma, embutida en un vestido mugriento y unos zapatos rayados, tampoco me parecía precisamente a la chica que anunciaba el jabón Le Chat.

– ¿Está Roger en la finca? -pregunté.

No lo había visto durante meses, pues había estado ocupado sacando a la gente a través de los Pirineos. En secreto, albergaba el deseo de que al mudarme al sur podría verlo con más frecuencia.

Minot negó con la cabeza.

– Viene mañana con dos agentes a los que va a llevar con los maquis.

Los maquis eran agricultores que se habían echado al monte para luchar contra los gendarmes de Vichy y los alemanes. Realizaban actos de sabotaje y atacaban puestos estratégicos. Estaban recibiendo armas tanto de De Gaulle como de Churchill -que parecían haber tenido algún tipo de desavenencia entre sí- mediante lanzamientos aéreos nocturnos. El número de maquis se había incrementado enormemente durante el mes anterior, cuando los alemanes trataron de obligar a los franceses a ir a Alemania a trabajar en las fábricas de munición y en las granjas. Decenas de miles de hombres jóvenes habían escapado al monte para unirse a aquellos que deseaban luchar.

– Estoy preocupada por usted y su madre -le confesé. Le conté a Minot lo que estaba sucediendo en París-. El gobierno de Vichy es aún más antisemita que los alemanes. Quizá vaya siendo hora de que ustedes dos abandonen el país.

Negó con la cabeza.

– No puedo dejar a mi madre. Es demasiado mayor siquiera para subirse en un barco. Si esta horrible situación empeora, tendremos que ocultarla. Yo me echaré al monte a luchar con los demás.

Pensé en lo que Minot y yo habíamos sido y en cómo estábamos ahora. Hubo una época en la que había creído que ser una estrella y conseguir riqueza lo era todo. Pero ya no pensaba así.

– Estoy orgullosa de usted -le dije.

– Debería estarlo de su aldea -me respondió-. Sospechan que mi madre y yo somos judíos, pero ninguno de ellos nos ha denunciado. Ni siquiera el alcalde.

Cuando llegué a la casa, los perros estaban durmiendo en el jardín. Mi madre y mi tía estaban poniendo la mesa para el almuerzo. Me fijé en las ramitas de ciprés y en las cabezas de ajo colgadas en el dintel de la puerta: eran un amuleto provenzal protector. Bernard estaba sentado a la mesa, charlando con madame Meyer. Abracé a mi madre y a mi tía. Ambas estaban mucho más delgadas que la última vez que las había visto, aunque en el campo parecía haber suficiente comida para todos. Me percaté de que había cinco platos extras sobre la mesa.

– Pensaba que Roger y los otros no llegaban hasta mañana -comenté.

Bernard adquirió una expresión grave. Cogió la escoba que estaba junto al horno y dio tres golpes en el techo. Instantáneamente, escuché el sonido de pisadas correteando. Creía que ya habían llevado al anterior grupo de soldados a Marsella para que esperaran en la casa de tía Augustine. Entonces me di cuenta de que aquellas pisadas eran demasiado ligeras.

Los niños se quedaron parados en la puerta cuando me vieron: dos niñas pelirrojas de entre siete y nueve años, y tres niños de aproximadamente las mismas edades. Me sorprendió la combinación de sus caras inocentes y el terror pintado en sus ojos.

– Los encontramos cuando estábamos instalando a los hombres en Marsella -explicó Bernard.

– Se han llevado a sus padres -susurró tía Yvette-. La vecina de la casa de al lado de la de tía Augustine los tenía escondidos.

– Venid a la mesa -les dijo mi madre a los niños, alargando el brazo-. Esta es Simone.

Los niños se acercaron lentamente, mi madre me dijo sus nombres: Micheline, Lucie, Richard, Claude y Jean. Sus ojos eran como globos en mitad de sus caritas. Me apenaba ver a aquellos niños traumatizados por la desconfianza. Llamé a Kira y la cogí en brazos para que pudieran acariciarla.

– ¿Cómo se llama? -preguntó Claude, el más pequeño.

– Kira -le respondí-. Es rusa.

– Se parece a Chérie -me dijo Lucie-. Chérie duerme en mi cama.

Los niños acariciaron a Kira y le rascaron el morro, pero les temblaban tanto las manos que me pregunté si podrían sentir algo en absoluto. Es decir, cualquier cosa excepto la fría y aguda sensación del miedo.

Después del almuerzo, los niños regresaron arriba a jugar. Pensé que era extraño que no lo pudieran hacer en la calle. La finca estaba a kilómetros de cualquier otro lugar.

– Las actividades de los maquis suponen que los gendarmes vengan regularmente a comprobar que la gente de la aldea y de las fincas no está escondiendo alijos de armas o a hombres heridos -me explicó Bernard-. Me quedaría con los niños aquí, pero no estoy seguro de cuánto tiempo estarán a salvo. Espero que Roger pueda ofrecernos una solución.

Roger llegó la tarde siguiente con un instructor de armas y una operadora de radio que no parecían tener más de veinte años. Habían saltado en paracaídas sobre Francia la noche anterior. Después de cenar, enviamos al instructor y a la operadora a sus habitaciones para que disfrutaran de una buena noche de descanso en una cama, y Roger y yo salimos a dar un paseo. Estaba tan atractivo como la última vez que lo había visto en París, pero tenía sombras bajo los ojos y las líneas de su frente eran más profundas.

– Necesitas descansar -le dije.

– Y tú también -respondió, cogiéndome una muñeca y examinándola-. Mira qué delgada estás.